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La mente común, sin embargo, es encantadora más que noble. Si hubiera sido noble la mente común, seríamos seres completamente racionales, sin pecados ni debilidades ni crímenes, y ¡qué mundo insípido sería el nuestro! Seríamos mucho menos encantadores como criaturas. Soy un humanista tal que no me interesan los santos sin pecados. Pero somos encantadores en nuestra irracionalidad, nuestras inconsistencias, nuestras locuras, nuestras jaranas y nuestras alegrías de vacaciones, nuestros prejuicios, nuestras intolerancias y olvidos. Si todos tuviéramos cerebros perfectos, no tendríamos que prometernos nuevas resoluciones cada Año Nuevo. La belleza de la vida humana consiste en que al revisar, el día de fin de año, nuestras resoluciones del último Año Nuevo descubrimos que hemos cumplido una tercera parte, dejamos sin cumplir otro tanto, y no podemos recordar qué era la otra tercera parte. Pierde interés para mí un plan que ofrece la seguridad de ser cumplido hasta su último detalle. Un general que va a la batalla y está completamente seguro de la victoria, de antemano, y hasta puede predecir el número exacto de bajas, perderá todo interés en la batalla, y bien podría renunciar a todo. Nadie jugaría al ajedrez si supiera que la mente de su adversario -buena, mala o regular- es infalible. Todas las novelas serían imposibles de leer sí supiéramos exactamente cómo va a funcionar la mente de cada personaje y, por consiguiente, pudiéramos predecir el resultado exacto. La lectura de una novela no es más que la caza de una mente vacilante e impredictible que hace sus incalculables decisiones en ciertos momentos, a través de un ovillo de circunstancias. Un padre severo, que no perdona y en ningún momento se suaviza, cesa de impresionarnos como humano, y hasta un marido infiel que es siempre infiel pierde pronto el interés del lector. Imaginemos a un compositor famoso, orgulloso, a quien nadie puede inducir a que componga una ópera para cierta mujer hermosa, pero que, al saber que un odiado compositor rival piensa hacerlo, emprende inmediatamente la tarea; o a un hombre de ciencia que durante su vida se ha negado siempre a publicar sus escritos en periódicos pero que, al ver -que un hombre de ciencia rival se equivoca en una sola letra, se olvida de la regla y corre a aparecer en letras de imprenta. Ahí hemos puesto el dedo en la cualidad singularmente humana de la mente.

La mente humana es encantadora en su irrazonabilidad, sus prejuiciosinveterados, y su vacilación e impredictibilidad.Si no hemos aprendido esta verdad, nada hemos aprendido de un siglo de estudio de la psicología humana. En otras palabras, nuestras mentes conservan todavía la cualidad sin objeto, la cualidad chapucera de la inteligencia de los simios.

Consideremos la evolución de la mente humana. Nuestra mente fue originalmente un órgano para presentir el peligro y conservar la vida. Considero sólo un accidente que esa mente haya llegado, con el tiempo, a apreciar la lógica y a comprender una correcta ecuación matemática. No fue creada con ese propósito, por cierto. Fue creada para oler comida, y si después de oler comida también puede oler una abstracta fórmula matemática, tanto mejor. Mi concepción del cerebro humano, como de todos los cerebros animales, es la de que está constituido como un pulpo o una estrella de mar con tentáculos; tentáculos para palpar la verdad y comerla. Hoy hablamos todavía de "palpar" la verdad, más que de "pensarla". El cerebro, junto con los demás órganos sensorios, constituye los tentáculos. Cómo sienten la verdad esos tentáculos, es todavía en física un misterio tan grande como la sensibilidad a la luz de la púrpura en la retina del ojo. Cada vez que el cerebro se disocia del aparato sensorio colaborador y se embarca en lo que se llama "pensamiento abstracto", cada vez que se aparta de lo que William James llamó realidad perceptual y escapa al mundo de la realidad conceptual, se desvitalíza, deshumaniza y degenera. Todos procedemos según el falso concepto de que la verdadera función de la mente es pensar, falso concepto que ha de conducir a serios errores en la filosofía a menos que revisemos nuestra noción del mismo término "pensar". Es un falso concepto que puede dejar desilusionado al filósofo cuando salga de su estudio y mire a la multitud en el mercado. ¡Como si pensar tuviera mucho que ver con el comportamiento cotidiano!

El extinto James Harvey Robinson ha tratado de mostrar, en The Mind in the Making, cómo resultó gradualmente nuestra mente, y opera todavía sobre cuatro capas subyacentes: la mente animal, la mente salvaje, la mente infantil y la mente civilizada tradicional, y nos ha mostrado además la necesidad de adquirir una mente más crítica, si queremos que continúe la actual civilización humana. En mis momentos científicos me inclino a convenir con él, pero en mis momentos más sabios dudo de la factibilidad, o aun de la deseabilidad, de tal paso de progreso general. Prefiero que nuestra mente sea encantadora por irrazonable, como al presente. Me indignaría ver un mundo en que todos fuéramos seres perfectamente racionales. ¿Desconfío del progreso científico? No, desconfío de la santidad. ¿Soy antiintelectual? Quizá sí, quizá no. Lo único que ocurre es que estoy enamorado de la vida, y por estarlo desconfío profundamente del intelecto. Imaginemos un mundo en que no haya crónicas de crímenes en los diarios, en que todos sean tan omniscientes que ninguna casa se incendie jamás, que ningún aeroplano tenga un accidente, que ningún marido abandone a su mujer, que ningún pastor se fugue con una joven del coro, que ningún rey abdique su trono por amor, que ningún hombre cambie de parecer y todos procedan a cumplir con lógica precisión una carrera que se preparó a los diez años de edad: ¡adiós, entonces, a este feliz mundo humano! Toda la excitación y la incertidumbre de la vida habrían desaparecido. No habría literatura porque no existiría pecado alguno, ni mal comportamiento, ni debilidades humanas, ni pasiones violentas, ni prejuicios, ni irregularidades ni, lo peor de todo, sorpresa alguna. Sería como una carrera de caballos en que cada uno de los cuarenta o cincuenta mil espectadores supiera cuál iba a ganar. La' falibilidad humana es la esencia misma del color de la vida, así como las caídas son lo que presta color e interés a una carrera de obstáculos. ¡Imaginad un doctor Johnson sin sus prejuicios de intolerante! Si todos fuéramos seres completamente racionales, veríamos entonces que, en lugar de elevarnos a una perfecta sabiduría, degeneraríamos hasta ser autómatas, y la mente humana sólo serviría para registrar ciertos impulsos tan infaliblemente como un medidor de gas. Eso sería inhumano, y cualquier cosa inhumana es mala.

Mis lectores pueden sospechar que estoy intentando una desesperada defensa de las fragilidades humanas, que estoy convirtiendo sus vicios en virtudes, pero no es así. Lo que ganáramos en corrección de conducta a través del desarrollo de una mente completamente racional, lo perderíamos en diversión y en colorido de la vida. Y nada es tan poco interesante como pasar la vida con un dechado de virtudes por marido o por esposa. No dudo de que una sociedad de seres tan perfectamente racionales estaría perfectamente adaptada para sobrevivir, pero dudo de que valga la pena tener la supervivencia en esas condiciones. Tener una sociedad que sea bien ordenada, sí, es claro: pero, ¡no demasiado bien ordenada! Recuerdo a las hormigas que, a mi juicio, son probablemente las criaturas más perfectamente racionales de la tierra. Sin duda las hormigas consiguieron desarrollar un estado socialista tan perfecto que han podido vivir sobre ese patrón durante el último millón de años. Por cuanto atañe a la completa racionalidad de la conducta, creo que debemos dar el primer premio a las hormigas, y dejar que los seres humanos lleguen segundos (dudo mucho que merezcan eso). Las hormigas son trabajadoras, cuerdas, ahorrativas y frugales. Son los seres socialmente regimentados e individualmente disciplinados que nosotros no somos. No les importa trabajar quince horas al día por el estado o la comunidad; tienen un buen sentido del deber, y casi ningún sentido de los derechos; tienen persistencia, orden, cortesía y coraje, y sobre todo, disciplina individual. Nosotros somos pobres ejemplares en autodisciplina, pues ni siquiera servimos como piezas de museo.