Pero la vida es áspera, y un hombre con un carácter cálido, generoso y sentimental puede ser engañado fácilmente por sus semejantes más hábiles. Los de naturaleza generosa yerran a menudo por su generosidad, por considerar demasiado generosamente a sus enemigos y por tener fe en sus amigos. A veces, el hombre generoso vuelve desilusionado a su casa, para escribir un poema lleno de amargura. Este es el caso de más de un poeta y estudioso en China, como, por ejemplo, el gran bebedor de té Chang Tai, que dio generosamente su fortuna, fue traicionado por sus más íntimos amigos y parientes, y fijó en doce poemas los versos más amargos, quizá, que he leído jamás. Pero tengo la sospecha de que siguió siendo generoso hasta el fin de sus días, aun cuando estaba muy pobre ya, pues varías veces se encontró al borde del hambre, y no dudo que esos amargos sentimientos se desvanecieron como una nube, y que siguió siendo muy feliz.
No obstante, esta cálida generosidad del alma tiene que ser protegida contra la vida por una filosofía, porque la vida es dura, el calor del alma no basta, y la pasión debe sumarse a la sabiduría y a la valentía. Para mí, sabiduría y valentía son la misma cosa, porque la valentía nace de una comprensión de la vida; el que comprende completamente la vida es siempre valiente. De todos modos, no vale la pena tener ese tipo de sabiduría que no nos da valentía. La sabiduría conduce a la valentía al ejercer un veto contra nuestras tontas ambiciones y emanciparnos del embeleco de moda en el mundo, ya sea un embeleco de pensamiento o un embeleco de la vida.
Hay una gran cantidad de embelecos en esta vida, pero la multitud de embelecos pequeños ha sido clasificada por los budistas chinos bajo dos grandes embelecos: fama y riqueza. Hay un cuento de que el Emperador Ch'ienlung subió cierta vez a una colina que dominaba el mar, durante su viaje al Sur de China, y vio una gran cantidad de buques a vela que surcaba presurosamente el Mar de China. Preguntó a su ministro qué hacían las gentes en esos centenares de barcos, y su ministro respondió que veía sólo dos barcos, y que se llamaban "Fama" y "Riqueza". Muchas personas cultas han podido escapar al reclamo de la riqueza, pero sólo los muy grandes han podido escapar al reclamo de la fama. Una vez un monje hablaba con su discípulo de estas dos fuentes de preocupaciones mundanas, y dijo: "Es más fácil librarse del deseo de dinero que librarse del deseo de fama. Hasta los estudiosos y los monjes retirados quieren distinguirse y ser bien conocidos entre los suyos. Quieren pronunciar discursos públicos ante grandes auditorios y no retirarse a un pequeño monasterio para hablar a un solo discípulo, como estamos tú y yo ahora." El discípulo respondió: "Por cierto. Maestro, usted es el único hombre en el mundo que ha vencido el deseo de la fama." Y el maestro sonrió.
Según mis observaciones de la vida, esta clasificación budista de los embelecos de la vida no es completa, y los grandes embelecos de la vida son tres, en lugar de dos: Fama, Riqueza y Poder. Hay una conveniente expresión norteamericana que combina estos tres embelecos en Un Gran Embeleco: Success, o buen éxito. Pero muchos hombres sabios advierten que los deseos de buen éxito, fama y riqueza son nombres eufemísticos de los temores de fracaso, pobreza y oscuridad, y que estos temores dominan nuestras vidas. Hay muchas personas que ya han logrado la fama y la riqueza, pero todavía insisten en regir a los demás. Son las personas que han consagrado sus vidas al servicio de la patria. El precio es a menudo muy alto. Pedid a un hombre sabio que agite su sombrero de copa a una muchedumbre y pronuncie siete discursos por día, y dadle una presidencia, y se negará a servir a la patria. James Bryce opina que es tal el sistema de gobierno democrático en los Estados Unidos, que es difícil que atraiga a la política a los hombres mejores del país. Creo que la fatiga de una campaña presidencial, por sí sola, es bastante para atemorizar a todas las almas sabias de los Estados Unidos. Un cargo público exige a menudo que quien lo desempeña asista a seis comidas por semana, en nombre de la consagración de su vida al servicio de la humanidad. ¿Por qué no se consagra a una sencilla comida en casa y a su cama y su pijama? Bajo el hechizo de ese embeleco de la fama o el poder, el hombre es pronto la presa de otros embelecos incidentales. Esto no tendrá fin. Pronto comenzará a querer reformar la sociedad, elevar la moral de los otros, defender la iglesia, terminar con los vicios, preparar programas para que los demás los cumplan, respaldar programas que otros han preparado, leer ante una convención un informe estadístico de lo que para él han hecho otros bajo su administración, sentarse en comisiones que examinan los planos de una exposición, hasta inaugurar un asilo para dementes (¡qué desparpajo!): en general, inmiscuirse en las vidas de los demás. Pronto olvida que esta gratuita asunción de responsabilidades, estos problemas de reformar a la gente y de hacer esto e impedir que los rivales hagan aquello, jamás existieron para él, acaso nunca habían entrado en su mente. ¡Cuan completamente desaparecen de la mente de un candidato presidencial derrotado, aun dos semanas después de la elección, los grandes problemas del trabajo, la desocupación y los aranceles! ¿Quién es él para querer reformar a otras personas y elevar su moral y enviar a otros a un asilo de dementes? Pero esos embelecos primarios y secundarios le mantienen feliz y atareado, si triunfa, y le dan la ilusión de que en verdad está haciendo algo y que es, por lo tanto, "alguien".
Pero hay un embeleco social secundario, casi tan poderoso y universal como aquéllos: el embeleco de la moda. La valentía de ser naturales es una cosa muy rara. El filósofo griego Demócrito pensó que hacía un gran servicio a la humanidad al librarla de la opresión de dos grandes temores: el temor de Dios y el temor de la muerte. Pero aun eso no nos libra de otro temor igualmente universaclass="underline" el temor del prójimo. Pocos hombres que se han librado del temor de Dios y el temor de la muerte son capaces de librarse del temor de los hombres. Consciente o inconscientemente, todos somos actores en esta vida, y representamos ante el público un papel y en un estilo aprobado por ese público.