El peligro es que nos civilicemos en exceso y lleguemos al punto, como hemos llegado ya en verdad, de que obtener la comida sea tan penoso que perdamos el apetito en el proceso de conseguirla. Esto parece no tener mucho sentido, desde el punto de vista de la bestia de la selva lo mismo que del filósofo.
Cada vez que veo el horizonte de una ciudad o miro a los techos, me asusto. Es positivamente asombroso. Dos o tres tanques de agua, el reverso de dos o tres armazones de acero para anuncios, quizá un campanario o dos, y una extensión de azoteas de asfalto y ladrillos que suben en contornos cuadrados, agudos, verticales, sin forma ni orden, rociados por algunas chimeneas sucias, descoloridas, unas pocas cuerdas con ropa lavada, y líneas entrecruzadas de antenas radiotelefónicas. Y al mirar hacia abajo, a una calle, veo otra vez una extensión de paredes grises, o de rojos ladrillos descoloridos, con ventanas pequeñas, y oscuras, uniformes, en filas iguales, a medias abiertas y a medias ocultas por cortinas, y quizá en un alféizar una botella de leche, y unas pocas macetas con enfermizas florecillas en otras. Una niña sube a la azotea con su perro y se sienta en un escalón todas las mañanas para conocer un poco de sol. Y al levantar otra vez la vista veo filas sobre filas de techos, millas de techos extendidos en feos contornos cuadrados hacia la distancia. Más tanques de agua, más casas de ladrillo. Y la humanidad vive aquí. ¿Cómo vive cada familia detrás de una o dos de esas sombrías ventanas? ¿En qué trabajan para vivir? Es pasmoso. Detrás de cada dos o tres ventanas, una pareja va a la cama noche a noche, como las palomas que vuelven al palomar; despiertan y toman el café matinal, y el marido sale a la calle, a buscar pan para la familia, mientras la esposa trata persistente, desesperadamente, de barrer el polvo y mantener limpio su lugarcito. A las cuatro o cinco de la tarde salen a sus umbrales para conversar con sus vecinos, para mirarlos y tomar un poco de aire fresco. Cae después la noche, están muertos de cansancio y otra vez van a dormir. ¡Y así viven!
Hay otras gentes, más acomodadas, que viven en mejores departamentos. Habitaciones más "artísticas", más hermosas pantallas en las luces. ¡Más ordenados y más limpios! Tienen un poco más de espacio, pero sólo un poco más. ¡Alquilar un departamento de siete habitaciones, y no hablemos de poseerlo, se considera un lujo! Pero no implica más felicidad, Menos preocupación financiera y no tantas deudas en que pensar, es cierto. Pero, también, más complicaciones emocionales, más divorcios, más maridos-gatos que no vuelven a casa de noche, y más parejas que van a merodear juntas de noche, buscando alguna forma de disipación. La palabra es diversión. ¡Buen Dios, claro que necesitan una diversión de esas monótonas, esas uniformes paredes de ladrillo, y esos pulidos pisos de madera! Claro está que van a mirar mujeres desnudas. Por consiguiente, más neurastenia, más aspirina, más enfermedades costosas, más colitis, apendicitís y dispepsia, más cerebros ablandados y más hígados endurecidos, más duodenos ulcerados e intestinos lacerados, estómagos sobrecargados y ríñones excedidos, vejigas inflamadas y bazos maltratados, corazones dilatados y nervios destruidos, más pechos hundidos y alta presión arterial, más diabetes, enfermedad de Bright, paludismo, insomnio, arteriesclerosis, hemorroides, fístulas, disentería crónica, constipación crónica, pérdida del apetito y cansancio de la vida. Para hacer perfecto el cuadro, más perros y menos niños. La cuestión de la felicidad depende enteramente de la cualidad y temperamento de los hombres y mujeres que viven en estos elegantes departamentos. Algunos tienen, por cierto, una linda vida; otros no. Pero, en conjunto, quizá sean menos felices que la gente trabajadora; tienen más ennui y más tedio. Pero poseen un automóvil y quizá una casa de campo. ¡Ah, la casa de campo: eso es su salvación! De modo, pues, que la gente trabaja mucho en el campo para poder ir a la ciudad a fin de ganar suficiente dinero y volver otra vez al campo.
Y al dar un paseo por la ciudad vemos que detrás de la avenida principal, con salones de belleza y florerías y agencias de navegación hay otra calle con droguerías, almacenes, ferreterías, peluquerías, lavaderos, restaurantes baratos, puestos de diareros. Atribulamos durante una hora, y si estamos en una ciudad grande, no hemos salido de ella; sólo se ven más calles, más droguerías, almacenes, ferreterías, peluquerías, lavaderos, restaurantes baratos y puestos de diareros. ¿Cómo se gana la vida esa gente? ¿Por qué ha venido aquí? Muy sencillo. Los lavaderos lavan la ropa de los peluqueros y mozos de restaurante, los mozos de restaurante atienden a los peluqueros y a los empleados del lavadero mientras comen, y los peluqueros cortan el cabello a los lavanderos y camareros. Esto es la civilización. ¿No es asombroso? Apostaría a que algunos de los lavanderos, peluqueros y camareros jamás se aventuran diez cuadras más allá del lugar donde trabajan la vida entera. Gracias a Dios que tienen por lo menos el cinematógrafo, donde pueden ver pájaros que cantan y árboles que crecen y se mueven en la pantalla. Turquía, Egipto, los Montes Himalayas, los Andes, tormentas, naufragios, ceremonias de coronación, hormigas, orugas, ratas almizcleras, una lucha entre lagartos y escorpiones, colinas, olas, arenas, nubes y hasta la luna: ¡todo en la pantalla!
¡Oh, sabia humanidad, terriblemente sabia humanidad! A ti te canto. ¡Cuan inescrutable es la civilización en que los hombres laboran y trabajan y se preocupan hasta encanecer, por conseguir el sustento, y se olvidan de jugar!
II. LA TEORÍA CHINA DE LA HOLGANZA
El norteamericano es conocido como un gran buscavidas, así como se conoce al chino como gran holgazán. Y como todos los que están opuestos se admiran recíprocamente, sospecho que el buscavidas norteamericano admira al holgazán chino tanto como el holgazán chino admira al buscavidas norteamericano. Se llama, a estas cosas, los encantos de los rasgos nacionales. No sé si eventualmente se juntarán Oriente y Occidente; lo cierto es que ya se están encontrando, y se encontrarán más y más estrechamente a medida que se extienda la civilización moderna, con el aumento de facilidades de comunicación. Por lo menos en China no vamos a desafiar a esta civilización de la máquina, y allí habrá que resolver el problema de cómo llegaremos a fundir estas dos culturas, la antigua filosofía china de la vida y la moderna civilización tecnológica, e integrarlas en una especie de manera aplicable a la vida. Es mucho más problemática la cuestión de si la vida occidental será invadida alguna vez por la filosofía oriental, aunque nadie osaría ser profeta.
Después de todo, la cultura de la máquina nos acerca rápidamente a la edad de la holganza, y el hombre se verá obligado a jugar más y trabajar menos. Es todo cuestión de ambiente, y cuando el hombre encuentre los ratos de ocio pendientes de la mano, se verá forzado a pensar más acerca de los medios de gozar sabiamente de ese ocio, conferido a él contra su voluntad por la rápida mejora de los métodos de producción apresurada. Al fin y al cabo, nadie puede predecir lo que ocurrirá en el siglo próximo. Ya sería muy que se atreviera a predecir la vida que habrá dentro de treinta años. La constante premura del progreso debe llegar por cierto algún día a un punto en que el hombre estará muy harto de todo, y empezará a hacer inventario de sus conquistas en el mundo material. No puedo creer que, con el advenimiento de mejores condiciones materiales de la vida, cuando se eliminen las enfermedades, disminuya la pobreza, se prolongue la expectación humana de la vida y abunde la comida, le interesará al hombre ser tan atareado como lo es hoy. No estoy seguro de la imposibilidad de que surja un temperamento más perezoso como resultado de ese nuevo ambiente.