Al año siguiente hubo una guerra, y porque el Hijo del Anciano estaba lisiado no tuvo que ir al frente.
Evidentemente esta clase de filosofía permite al hombre soportar unos cuantos golpes duros en la vida, con la creencia de que no hay golpes duros sin sus ventajas. Como las medallas, tienen reverso. La posibilidad de la calma, el poco gusto por la acción y el movimiento por sí mismo, y el desprecio del buen éxito y de las realizaciones se hacen posibles con esta especie de filosofía, una filosofía que dice: Nada importa a un hombre que dice que nada importa. El deseo de un triunfo muere a manos de la corazonada de que el deseo de triunfo significa casi lo mismo que el temor del fracaso. Cuantos más triunfos ha conseguido un hombre, tanto más teme su caída. Las ilusorias recompensas de la fama se ven puestas frente a las tremendas ventajas de la oscuridad. Desde el punto de vista taoísta, un hombre educado es el que cree que no ha triunfado cuando ha triunfado, pero no está tan seguro de haber fracasado cuando fracasa, en tanto que la marca del hombre semieducado es su presunción de que sus triunfos y fracasos externos son absolutos y reales.
Por ende, la distinción entre budismo y taoísmo es ésta: la meta del budista es que no va a necesitar nada, en tanto que la meta del taoísta es que no va a ser necesitado para nada. Sólo quien no es necesitado por el público puede ser un individuo despreocupado, y sólo quien es un individuo despreocupado puede considerarse un ser humano feliz. Con este espíritu, Tschuangtsé, el más grande y mejor dotado entre los filósofos taoístas, nos advierte continuamente que no seamos demasiado prominentes, demasiado útiles y demasiado serviciales. Cuando engordan demasiado, se mata a los cerdos y se les ofrenda en el altar del sacrificio, y los pájaros hermosos son los primeros que mata el cazador, por su bello plumaje. En este sentido, Tschuangtsé narró la parábola de dos hombres que van a profanar una tumba y a robar el cadáver. Dan martillazos en la frente del cadáver, le quiebran los pómulos y rompen las mandíbulas, todo porque el muerto cometió la tontería de ser enterrado con una perla en la boca.
La conclusión inevitable de todo este filosofar es: ¿Por qué no holgazanear?
Para los chinos, por consiguiente, con su bella filosofía de que "Nada importa al hombre que dice que nada importa", los norteamericanos ofrecen un extraño contraste. ¿Merece en verdad la vida toda esta molestia, hasta el extremo de convertir al alma en esclava del cuerpo? La alta espiritualidad de la filosofía de la holganza lo veda. El anuncio más característico que jamás he visto es uno de una firma de ingeniería que tenía estas palabras, en caracteres enormes: "Casi bien no es bastante". El deseo de una eficiencia al cien por ciento parece casi obsceno. Lo malo de los norteamericanos es que cuando una cosa está casi bien, quieren hacerla aun mejor, en tanto que para un chino, casi bien ya es bastante.
Los tres grandes vicios norteamericanos parecen ser: eficiencia, puntualidad y el deseo de la realización y el triunfo. Son las cosas que hacen tan desventurados y tan nerviosos a los norteamericanos. Les roban el inalienable derecho a la holganza y les birlan más de una tarde buena, ociosa y bella. Se debe partir de la creencia de que no hay catástrofes en este mundo y que, aparte del noble arte de lograr que se hagan las cosas, existe el más noble arte de dejar las cosas sin hacer. En general, sí uno responde prontamente a las cartas, el resultado es tan bueno o tan malo como si jamás las hubiera contestado. Después de todo, nada sucede, y si bien se pueden haber perdido unas cuantas citas buenas, también se pueden haber evitado unas pocas desagradables. No vale la pena responder a la mayoría de las cartas, si se las guarda en un cajón durante tres meses: al leerlas tres meses después, puede comprender uno cuan absolutamente inútil y qué pérdida de tiempo habría sido contestarlas. Escribir cartas puede llegar a ser un vicio, en realidad. Convierte a los escritores en notables vendedores a comisión, y a los profesores universitarios en eficientes hombres de negocios. En este sentido, puedo comprender el desprecio de Thoreau por el norteamericano que va siempre al correo.
Nuestra protesta no es por la eficiencia con que logra hacer las cosas, y hacerlas muy bien. Confío siempre en las canillas norteamericanas, más que en las que se hacen en China, porque las canillas norteamericanas no pierden agua. Este es un consuelo. Contra la vieja afirmación de que todos debemos ser útiles, ser eficientes, llegar a funcionarios y tener poder, la vieja respuesta es que siempre hay en el mundo bastantes tontos que desean ser útiles, atarearse y gozar el poder, y de tal manera, no sabemos cómo, los negocios de la vida podrán ser realizados y se realizarán. Lo único es saber quiénes son más sabios, si los holgazanes o los buscavidas. Nuestra protesta contra la eficiencia no es porque hace hacer bien las cosas, sino porque es una ladrona del tiempo cuando no nos deja ocios para gozar de nosotros mismos y destruye nuestros nervios al tratar de lograr que las cosas estén debidamente hechas. Un director norteamericano encanece por la preocupación de ver que no aparezca un error tipográfico en las páginas de su revista. El director chino es más sabio. Quiere dejar a sus lectores la suprema satisfacción de descubrir por su cuenta unos pocos errores tipográficos. Aun más: una revista china puede empezar a publicar una novela en folletín, y olvidarse a mitad de camino. En los Estados Unidos, una cosa así haría que se derrumbara el techo sobre los redactores, pero en China no importa, sencillamente porque no importa. Los ingenieros norteamericanos, al construir puentes, calculan tan bien y tan exactamente que los dos extremos se juntan con un décimo de pulgada de diferencia. Pero cuando dos chinos empiezan a excavar un túnel de ambos lados de una montaña, los dos salen por el otro lado. La firme convicción de los chinos es que nada importa, mientras se excave el túnel, y que si tienen dos en lugar de uno, pues tendrán doble vía, que es mejor. Siempre que no se tenga prisa, dos túneles son mejor que uno, aunque nadie sepa cómo fueron excavados ni terminados, y si el tren puede pasar de algún modo por ellos. Y los chinos son sumamente puntuales, siempre que se les dé abundante tiempo para hacer una cosa. Siempre terminan las cosas a horario, con tal de que el horario sea bastante largo.
El ritmo de la moderna vida industrial prohibe esta especie de ocio glorioso y magnífico. Pero, peor aun, nos impone un concepto diferente del tiempo, medido por el reloj, y, eventualmente, convierte al ser humano en un reloj. Esto ha de llegar a ocurrir en China, como es evidente, por ejemplo, en una fábrica de veinte mil obreros. La lujosa perspectiva de veinte mil obreros que lleguen a trabajar según les plazca, a cualquier hora del día, es, naturalmente, algo que aterroriza. No obstante, aquel afán es lo que hace a la vida tan dura y agitada. Un hombre que tiene que estar indefectiblemente en determinado lugar a las cinco en punto, ya se ha arruinado la tarde entera, de la una a las cinco. Todo norteamericano adulto arregla su tiempo según el modelo del estudiante: las tres en punto para hacer esto, las cinco para aquello, las seis y media para cambiarse; las siete menos diez para tomar el taxi y las siete para aparecer en el restaurante. Con esto no se hace más que lograr que la vida no merezca ser vivida.
Y los norteamericanos han llegado ahora a tan triste estado, que no solamente están comprometidos para el día siguiente, o la semana siguiente, sino hasta para el mes siguiente. Una cita con tres semanas de plazo es algo desconocido en China. Y cuando un chino recibe una tarjeta de invitación, tiene la felicidad de no estar obligado a decir si va a aceptarla o no. Puede escribir en la lista de invitación "Iré", si acepta, o "Gracias", si declina, pero en la mayoría de los casos el invitado se limita a escribir la palabra "Sé", que es una expresión del hecho de que sabe que está invitado, y no una expresión de intenciones. Un norteamericano o un europeo que se marcha de Shanghai puede decirme que va a asistir a una reunión de comisión en París el 19 de abril de 1938, a las tres de la tarde, y que llegará a Viena el 21 de mayo en el tren de las siete. Si ha de condenarse y ejecutarse una tarde, ¿debemos anunciar la ejecución tan por anticipado? ¿No puede nadie viajar y ser amo de sí mismo, llegar cuando quiera y partir cuando le guste?