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El punto de vista chino sobre el hombre también llegó a la idea de que el hombre es el Señor de la Creación ("Espíritu de las Diez Mil Cosas"), y en el criterio confucianista el hombre figura como igual del cielo y la tierra (en el "Trío de Genios"). El ambiente era anímista: todo estaba vivo o habitado por un espíritu, las montañas, los ríos, y todo lo que llegaba a una gran edad. Los vientos y el trueno eran espíritus también; cada una de las grandes montañas y cada río estaba regido por un espíritu que era prácticamente su dueño: cada clase de flor tenía en el cielo un hada que atendía a las estaciones y al bienestar de la flor, y había una Reina de Todas las Flores cuyo cumpleaños caía en el duodécimo día de la segunda luna; cada sauce, pino, ciprés, zorro o tortuga que llegaba a una gran edad, digamos unos centenares de años, adquiría por ese mismo hecho la inmortalidad y se convertía en un "genio".

Con este ambiente animista, es natural que el hombre sea considerado también una manifestación del espíritu. Este espíritu, como toda la vida en el universo entero, es producido por la unión del principio masculino, activo, positivo, o yang, y el principio femenino, pasivo, negativo, o yin, lo cual, en realidad, no es más que una conjetura afortunada y sagaz sobre la electricidad positiva y negativa. Cuando este espíritu se encarna en un cuerpo humano se le llama p'o; cuando no está sujeto a un cuerpo y flota como espíritu, se le llama hwen. (Un hombre de poderosa personalidad, o "espíritu", se dice en China, tiene mucho p´oli o energía p'o.) Después de la muerte, ese hwen sigue ambulando. Normalmente no molesta a la gente, pero si nadie sepulta y ofrece sacrificios al extinto, el espíritu se convierte en un "espectro errante", por cuya razón se establece un Día de Todas las Almas en el decimoquinto día de la séptima luna para un sacrificio general a aquellos que se ahogaron en el agua o murieron en alguna tierra extraña y no fueron sepultados. Además, si el extinto fue asesinado o murió sufriendo un daño que se le infería, el sentido de la injusticia, en el espectro, le obliga a vagar siempre y causar molestias hasta que se venga el daño y se satisface el espíritu. Entonces, todos los inconvenientes se detienen.

Mientras vive, el hombre, que es espíritu hecho forma en un cuerpo, tiene necesariamente ciertas pasiones, deseos, y un flujo de "energía vital", o en lenguaje de más fácil comprensión, "energía nerviosa". En y por sí mismas, estas características no son buenas ni malas, sino apenas algo que se ha dado a la vida humana y es inseparable de ella. Todos los hombres y las mujeres tienen pasiones, deseos naturales y nobles ambiciones, y también una conciencia; tienen sexo, hambre, temor, enojo, y están sujetos a enfermedades, dolores, sufrimientos y muerte. La cultura consiste en producir en armonía la expresión de estas pasiones y deseos. Este es el punto de vista confucianista, que cree que viviendo en armonía con esta naturaleza humana que se nos ha dado, podemos llegar a ser los iguales del cielo y de la tierra, según se repite al final del Capítulo VI. Los budistas, sin embargo, consideran los deseos mortales de la carne esencialmente como los cristianos medievales: son una molestia de la que hay que librarse. Hombres y mujeres demasiado inteligentes o inclinados a pensar en demasía, aceptan a veces este punto de vista y se hacen monjes o monjas; pero, en conjunto, el buen sentido confucianista lo veda. Asimismo, y con un toque taoísta, se considera que las jóvenes hermosas y talentosas que sufren una suerte áspera son "hadas caídas", a quienes se castiga por tener pensamientos mortales o haber descuidado sus deberes en el cielo, y se las envía a esta tierra a vivir una predestinada suerte de sufrimientos mortales.

El intelecto del hombre es considerado como una corriente de energía. Literalmente, este intelecto es "espíritu de un genio" (chingshen), pero tomándose esencialmente la voz "genio" en el sentido en que hablamos de genios de los bosques, genios de las rocas. El equivalente más cercano en este idioma es, como lo he indicado, "vitalidad" o "energía nerviosa", que sube y baja a diferentes momentos del día y de la vida de la persona. Todo hombre nacido en este mundo comienza con ciertas pasiones y deseos y esa energía vital, los cuales siguen su curso en diferentes ciclos durante la niñez, la juventud, la madurez, la ancianidad y la muerte. Confucio dijo: "Cuando joven, cuídate de pelear; cuando fuerte, cuídate del sexo; cuando viejo, cuídate de las posesiones", lo cual significa sencillamente que al niño le gusta pelear, al joven le gustan las mujeres y al viejo le gusta el dinero.

Frente a este compuesto de bienes físicos, mentales y morales, como frente al hombre mismo y a todos los demás problemas, el chino toma una actitud que puede resumirse en la frase: "Seamos razonables". Esta actitud es de no esperar demasiado, ni muy poco. El hombre, digamos, está colocado entre el cielo y la tierra, entre el idealismo y el realismo, entre pensamientos elevados y pasiones muy bajas: tal es la esencia misma de la humanidad; es humano tener sed de conocimientos y sed de agua, amar una buena idea y un buen plato de cerdo con gajos de bambú, y admirar una frase hermosa y una mujer hermosa. Por ser éste el caso, el mundo es necesariamente un mundo imperfecto. Es, claro que existe la probabilidad de encargarse de la sociedad humana y mejorarla, pero los chinos no esperan la paz perfecta ni la felicidad perfecta. Hay una narración que ilustra este punto de vista. Había un hombre que estaba en el Infierno, a punto de ser reencarnado, y dijo al Rey de la Reencarnación: "Si quieres que vuelva a la tierra como ser humano, iré solamente según mis condiciones". "Y, ¿cuáles son?", preguntó el Rey. El hombre respondió: "Debo nacer como hijo de un ministro del gabinete y como padre de un futuro «primer graduado literario» (el estudioso que sale primero en los exámenes nacionales). Debo tener diez mil acres de tierra en torno a mi casa, y estanques con peces, y frutas de todas clases y una bella esposa y bonitas concubinas, todas buenas y amantes, y habitaciones llenas hasta el techo de oro y de perlas, y sótanos repletos de cereal, y arcas atestadas de dinero, y yo mismo debo ser un Gran Canciller o un Duque de Primer Rango, y gozar honores y prosperidad, y vivir hasta los cien años". Y el Rey de la Reencarnación respondió: "Si en la tierra pudiese haber una suerte así, ¡pues me reencarnaría yo y no lo dejaría para tí!"

La actitud razonable existe, desde que tenemos esta naturaleza humana: comencemos con ella. Además, no hay modo de escapar. Las pasiones y los instintos son, en su origen, buenos o malos, pero no se gana mucho hablando de ellos, ¿verdad? Por otra parte, hay peligro de que nos esclavicen. Quedemos en el medio del camino. Esta actitud razonable crea una especie de filosofía tan llena de perdón que, al menos para un estudioso culto, de amplio criterio, que vive según el espíritu de la razonabilidad, todo error o mal comportamiento humano, sea legal o moral o político, que pueda clasificarse como "naturaleza humana común" (más literalmente, "pasiones normales del hombre"), es excusable. Los chinos llegan a presumir que el Cielo, o el mismo Dios, es un ser bastante razonable; que si se vive razonablemente, según las mejores luces de cada uno, no se tiene nada que temer; que la paz de la conciencia es el más grande de todos los dones, y que un hombre con la conciencia limpia no tiene por qué temer ni siquiera a los espectros. Con un Dios razonable que vigila los asuntos de seres razonables, y algunos irrazonables, todo está bastante bien en el mundo. Los tiranos mueren; los traidores se suicidan; se ve al avaro vender sus propiedades; se ve a los hijos de un poderoso y rico coleccionista de curiosidades (de quien se cuentan hechos de codicia y de extorsión por la fuerza) cuando venden la colección por la cual perdió el padre tanto tiempo y dinero, y esas mismas curiosidades se dispersan entre otras familias; se descubre a los asesinos, y hay venganza para los muertos, para las mujeres engañadas. A veces, pero muy raras veces, una persona oprimida clama: "¡El Cielo no tiene ojos!" (La justicia es ciega.) Eventualmente, tanto en el taoísmo como en el confucianismo, la conclusión y la meta suprema de esta filosofía es una completa comprensión de la naturaleza y una armonía con ella, resultante en lo que puedo llamar "naturalismo razonable", si hemos de buscar un término de clasificación. Un naturalista razonable se allana, pues, a esta vida con una especie de satisfacción animal. Ya lo dicen las mujeres analfabetas de China: "Otras nos dieron a luz, y nosotras damos a luz a otras. ¿Qué más hemos de hacer?"