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Hay una terrible filosofía en esa frase: "Otras nos dieron a luz y nosotras damos a luz a otras". La vida se hace una procesión biológica, y la misma cuestión de la inmortalidad queda soslayada. Porque ese es el sentimiento exacto del abuelo chino que tiene a su nieto de la mano y va a las tiendas a comprar dulces, con la idea de que a los cinco o diez años volverá al seno de la tierra o a sus antepasados. Lo mejor que podemos esperar de esta vida es que nuestros hijos y nietos no lleguen a avergonzarnos. Todo el patrón de la vida china se organiza de acuerdo con esa única idea.

II. SUJETO A LA TIERRA

La situación, pues, es esta: el hombre quiere vivir, pero debe vivir sobre esta tierra. Todas las cuestiones de vivir en el cielo deben ser dejadas de lado. No dejemos que el espíritu cobre alas y se remonte a las viviendas de los dioses, y olvide la tierra. ¿No somos mortales, condenados a morir? El lapso de vida que se nos concede, setenta años, es muy breve, si el espíritu se encocora y quiere vivir para siempre; pero, por otra parte, es suficientemente largo si el espíritu es un poco humilde. Se puede aprender mucho y gozar mucho en setenta anos, y tres generaciones es un tiempo largo, largo para ver las locuras humanas y adquirir humana sabiduría. Todo el que sea sagaz y haya vivido bastante para presenciar los cambios de costumbres, moral y política, a través del alza y baja de tres generaciones, debería quedar perfectamente satisfecho con levantarse de su asiento y marcharse diciendo, cuando baja el telón: "Fue una buena función".

Porque somos de la tierra, nacidos en ella, a ella sujetos. No hay motivo para no ser felices por el hecho de que, dijéramos, se nos coloca en esta hermosa tierra como huéspedes transitorios. Aunque fuese un sombrío calabozo, tendríamos que hacer de él lo más posible; seríamos desagradecidos si no lo hiciésemos cuando tenemos, en lugar de un calabozo, una tierra tan hermosa para vivir durante una buena parte de un siglo. A veces nos ponemos demasiado ambiciosos y desdeñamos la tierra humilde, pero generosa. Mas debemos tener un sentimiento por esta Madre Tierra, una sensación de verdadero afecto y apego por esta vivienda temporal de nuestro cuerpo y nuestro espíritu, si aspiramos a poseer un sentido de armonía espiritual.

Necesitaremos, por consiguiente, proveernos de una especie de escepticismo animal, así como de una fe animal, y tomar esta tierra como es. Y hemos de retener la plenitud de la naturaleza que vemos en Thoreau, que se sintió semejante al suelo y compartió largamente su muda paciencia, esperando en invierno el sol de primavera; que en sus momentos más mezquinos solía pensar que no era cosa suya "buscar el espíritu", sino más bien cosa del espíritu buscarle a él, y cuya felicidad, según la describía, era muy igual a la de las marmotas del bosque. Al fin y al cabo, la tierra es real, como el cielo es irreal; ¡ cuán afortunado es el hombre porque nació entre la tierra real y el cielo irreal!

Toda buena filosofía práctica debe comenzar con el reconocimiento de que tenemos un cuerpo. Ya es hora de que algunos de nosotros hagamos la franca admisión de que somos animales, una admisión que es inevitable desde el establecimiento de la básica verdad de la teoría darwiniana y los grandes progresos de la biología, especialmente de la bioquímica. Ha sido una gran desgracia que nuestros maestros y filósofos perteneciesen a la clase llamada intelectual, con un característico orgullo profesional por el intelecto. Los hombres del espíritu eran tan orgullosos del espíritu como el zapatero de sus 'cueros. A veces ni siquiera el espíritu era suficientemente remoto y abstracto, y tuvieron que emplear las palabras "esencia" o "alma" o "idea", escribiéndolas con mayúsculas para atemorizarnos. El cuerpo humano fue destilado, dentro de esta máquina escolástica, en un espíritu, y el espíritu fue aun concentrado en una especie de esencia, olvidando que hasta las bebidas alcohólicas deben tener un "cuerpo" -mezclado con agua pura- si se quiere que se las pueda paladear. Y se suponía que nosotros, pobres legos, debíamos beber esa concentrada quintaesencia de espíritu. Este exceso de acentuación del espíritu fue fatal. Nos hizo batallar con nuestros instintos naturales, y mi crítica principal es que hizo imposible un punto de vista, cabal y redondeado, de la naturaleza humana. Provenía, además, de un conocimiento inadecuado de la biología y la psicología, y del lugar de los sentidos, emociones y, sobre todo, instintos, en nuestra vida. El hombre está hecho de carne y de espíritu a la vez, y debería ser empeño de la filosofía ver que la mente y el cuerpo vivan armoniosamente juntos, que haya una reconciliación entre los dos.

III. ESPÍRITU Y CARNE

El hecho más evidente que los filósofos se niegan a ver es el de que tenemos un cuerpo. Cansados de ver nuestras imperfecciones mortales y nuestros salvajes instintos e impulsos, a veces nuestros predicadores desearían que estuviéramos hechos como los ángeles, y sin embargo estamos del todo perdidos cuando queremos imaginar cómo será la vida de los ángeles. ' O damos a los ángeles un cuerpo y una forma como los nuestros -salvo el par de alas- o no se los damos. Es interesante que el concepto general de un ángel sea todavía el de un cuerpo humano con un par de alas. A veces creo que hasta para los ángeles es una ventaja tener un cuerpo con los cinco sentidos. Si yo tuviera que ser un ángel, me gustaría tener cutís de colegiala, pero ¿cómo voy a tener cutis de colegiala si no tengo cutis? Todavía me gustaría beber un vaso de jugo de tomate, o de jugo de naranja helado, pero ¿cómo voy a apreciar el jugo de naranja helado sin tener sed? Y, ¿cómo voy a gozar de la comida, cuando soy incapaz de tener hambre? ¿Cómo pintará un ángel sin pigmentos, cómo cantaré sin escuchar sonidos, cómo sentirá el perfumado aire de la mañana sin nariz? ¿Cómo gozará la inmensa satisfacción de rascarse una picazón, si no tiene piel que le pique? ¡Y qué terrible pérdida en la capacidad de felicidad sería todo eso! O hemos de tener cuerpo y satisfacer todas las necesidades del cuerpo, o somos espíritus puros y no tenemos satisfacción alguna. Todas las satisfacciones implican necesidad.

A veces pienso qué terrible castigo para un ángel o un espectro sería no tener cuerpo, mirar a un arroyo de agua fresca y no tener pies que sumergir allí para obtener esa deleitosa sensación de frialdad, ver un plato de pato de Pekín o de Long Island y no tener lengua para saborearlo, ver unos bollitos y no tener dientes para comerlos, ver los rostros amados de aquellos a quienes queremos y no tener emociones hacia ellos. Terriblemente triste sería que un buen día volviéramos a esta tierra como espectros y nos allegáramos silenciosamente al dormitorio de nuestros hijos: ver a un niño tendido en su camita y no tener manos para acariciarle ni brazos para abrazarle, ni pecho para que en él penetre su tibieza, ni redondo hueco entre la mejilla y el hombro para que en él anide su cabecita, ni oídos para escuchar su voz.

Se verá que es sumamente vaga e insatisfactoria una defensa de la teoría de ángeles-sin-cuerpos. El defensor podría decir: "¡Ah, sí! Pero en el mundo del espíritu no necesitamos tales satisfacciones". "Pero, ¿qué tienen ustedes en cambio de ellas?" Completo silencio; o quizá: "Vacío… Paz… Calma". "¿Qué ganan ustedes con eso?" "Ausencia de trabajo y de dolor y de pena". Admito que un cielo así tiene una tremenda atracción para los esclavos que reman en galeras. Ese ideal negativo, esa concepción de la felicidad están peligrosamente cerca del budismo, y se remontan finalmente hasta Asia (Asia Menor, en este caso) más que hasta Europa.