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Martín había descansado en aquellos días de espera sintiéndose perezoso y tranquilo entre el sol de las mañanas y la calidez de las noches en el silencio de la azotea. Por las noches no oía ahora, antes de dormir, los pasos y los ladridos del perro. Leal, según le dijo su padre, había muerto aquel invierno. Martín oía los grillos y el llanto lejano de la niña de Adela algunas veces, mientras cerraba los ojos y pensaba, vagamente, que quizá el siguiente día le trajese el encuentro con sus amigos.

Ahora echó a correr hacia el sombrajo y luego se detuvo frenando sus largos pasos, acercándose con cierta precaución y con más desconfianza cada vez. No podía imaginar a los Corsi refugiándose en la sombra, junto a la puerta de su casa, en vez de correr como salvajes hacia las peñas que rodeaban el «solarium». Bajo la sombra de aquel toldo rústico aún le esperaba otra sorpresa. Un sillón de lona colocado en el lugar más protegido del sol parecía aguardar a alguien. Pero nadie se veía por los alrededores.

Martín un poco retirado de aquellas cosas tuvo una molesta conciencia de su propio cuerpo desgalichado sin más protección que su pantalón de baño. La conciencia de sus largas piernas cubiertas de vello oscuro, de la piel levantada en sus hombros y en su nariz por las quemaduras del sol. Tuvo conciencia de sus palpitantes costillas y hasta tocó su cara donde las facciones aparecían desencajadas por el crecimiento de aquel año. Hasta tuvo el impulso de oler su brazo. Olía a sal aunque aún no se había metido en el mar. No era un olor fuerte ni desagradable, pero Adela se empeñaba este año en que el olor de Martín le daba náuseas. Eugenio había explicado a Martín que Adela estaba embarazada de nuevo y que este año e! embarazo le daba por los olores, de modo que Martín no hacía caso de lo que dijese o dejase de decir Adela. Pero en aquel momento allí en la playa, contemplando el sombrajo vacío, Martín tuvo un impulso de timidez y de miedo a que los Corsi le desconociesen como le había desconocido Carmen la guardesa o que, como Adela, huyesen de él. Y además también tenía miedo -aquel sombrajo le inquietaba- de que a él le resultasen distintos los Corsi.

Acabó tumbándose al sol boca abajo, de espaldas al mar y de cara a las dunas acechando el camino que los Corsi deberían recorrer para llegar al sombrajo. Tardaron mucho, tanto que Martín se cansó y apoyó la frente entre los brazos doblados respirando muy de cerca el aliento de la arena y tratando de evocar con los ojos cerrados la figura de sus amigos. Sólo los veía en lo alto del muro como cuando aparecieron a sus ojos la primera vez. Pero sus facciones estaban borrosas. Podía evocar sus siluetas y el llamear de sus cabellos, pero las facciones se habían borrado. Empezó a pensar en la edad de sus amigos. Carlos era unos meses mayor que Martín. Habría cumplido ya los dieciséis aquella primavera. Anita tenía un año más que su hermano. Anita daba mucha importancia a la edad, pretendía que un año más da una madurez enorme a una persona, una sabiduría y un dominio. Pero era imposible que un año les hubiese cambiado totalmente. Era imposible. El sol se metía en la nuca y en la espalda de Martín, el mar lanzaba un aliento ronco y suave entre el hervor del sol y Martín llegó a sentirse sin edad y hasta sin cuerpo ahora, tumbado y esperando.

Cuando oyó voces y risas se incorporó de un salto conteniendo el extraño deseo de echar a correr. Retrocedió unos pasos cuando les vio aparecer entre las dunas, pero se quedó quieto al fin arrodillándose en la arena como si quisiera disminuir de estatura y desaparecer disuelto en la luz.

Eran tres los que venían. Anita y Carlos desde luego, pero entre ellos algo muy extraño, un hombre -parecía un hombre- envuelto en un enorme toallón a rayas de colores y con la cabeza cubierta por un sombrero de paja. Anita y Carlos iban en bañador y sostenían al bulto de la toalla por el lugar donde debía de tener los brazos ayudándole a caminar entre las dunas. Cuando llegaron al sombrajo el hombre se desprendió de la ayuda que le prestaban Carlos y Anita y de la toalla enorme. Martín pudo ver a un señor muy moreno, con el torso y las piernas desnudos y metido en unos pantaloncitos azules. Llevaba los pies calzados con magníficas sandalias.

Después del toallón aquel señor se desprendió del sombrero, sonriendo a los chicos que le miraban como fascinados. Martín vio su fuerte y rizoso cabello gris en contraste con su cara morena, vio también las cejas espesas de la misma forma que las de Anita y hasta los ojos magnéticos de Anita en aquella cara irregular de hombre. Martín comprendió que estaba delante del señor Corsí. El señor Corsi hizo algunos ejercicios respiratorios aplaudido por sus hijos y luego descubrió a Martín, a quien sonrió en seguida.

– Ahí tenéis a vuestro amigo, hijos, si no me equivoco. Haced el favor de presentármelo.

Anita y Carlos corrieron hacia Martín al grito de «¡martín pescador, martín pescador!» Le cogieron de la mano y le llevaron delante del señor Corsi.

El señor Corsi se había arrellanado en su sillón de lona y asentía complacido a las noticias que le daban sus hijos de lo mucho que había crecido Martín aquel invierno, tanto que ya no parecía pequeñajo junto a Carlos, aunque Carlos había crecido también y seguía siendo más alto. Anita si no llevase el pelo recogido sobre la cabeza en aquel momento -lo que aumentaba dos dedos su estatura, al menos- sería más baja que Martín.

Carlos había crecido desde luego, pero no se le notaba porque no había perdido la armonía de su figura. No era un espantapájaros como Martín. Con el sol se le notaba en la cara un ligero vello rubio, pero su piel no tenía granos como Martín había visto tantas veces en otros chicos con barba incipiente. En cuanto Anita parecía más mujer, quizá por aquel pelo largo recogido sobre la cabeza con peinecillos. O por cualquier otra cosa que Martín no sabía explicarse. Seguía teniendo el cuerpo muy parecido al año anterior, sus senos apenas abultaban bajo el bañador aunque sus piernas y sus caderas eran de mujer. Su cambio consistía en algo que no se podía apreciar con los ojos.

– Papá, fíjate en este pescador… Martín, si no te hubieses vuelto tan feo te tomaría por amante este verano, ya tienes estatura para eso. Pero… ¡qué feo estás. Dios mío! Tienes cara de vieja.

– Si quieres tener amantes, descarada -el señor Corsi dirigió a su hija una sonrisa divertida y bondadosa al mismo tiempo-, no digas nunca a un hombre que es feo… Siéntate, siéntate aquí, pescatore, y cuéntanos algo de tu vida. Ah, qué ojos más inteligentes tienes, pescatore, caro. Uf, qué calor. Estos pobres bambinos míos no sé cómo pueden quedarse aquí tan contentos. Claro que están castigados como siempre, pero a pesar de todo qué viaje hemos hecho, Dios mío… Dame el sombrero, Anita, guapa, deja que me abanique un poco… Y ese mar, brrrr, debe estar frío en contraste.

Martín había olvidado por el momento a Carlos y a Anita para estar pendiente del señor Corsi. Buscaba en su cara el parecido con los hijos y aparte de aquellos ojos de Anita era difícil encontrar parecido alguno. Sucedía como con la madurez de Anita, era algo impalpable porque aunque facción por facción el señor Corsi no se pareciese a sus hijos, al mismo tiempo se parecía muchísimo. Tenía un cuerpo muy bien formado aunque era más bajo que Carlos y hasta que el mismo Martín.

– Pescatore, caro, tú comprenderás el sacrificio de un padre. Venir a este desierto para acompañar a los hijos es un sacrificio. Meterse en esta tierra de fuego…

Anita y Carlos se reían.

– Papá, no hables de tierra de fuego. Tú has estado en Tierra de Fuego de verdad. Cuéntale a Martín cosas de allí. Martín no te ha oído nunca contar esas cosas.