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Y Martín se sintió orgulloso en efecto. Incapaz de razonar claramente. Feliz tan sólo de estar con todos ellos. Feliz también cuando salieron a la finca y se sentaron alrededor de una mesita junto al balancín y bajo la sombra del pino más cercano. El señor Corsi se sentó en el balancín con Frufrú a un lado y Anita al otro y Martín y Carlos en dos sillas de hierro frente a ellos. El señor Corsi pasaba un brazo por el hombro de Frufrú y otro por el de Anita y a veces atraía a una o a otra hacia él en una caricia fraternal.

– Cuídame a esta loquilla Frufrú. Aunque si es verdad lo que me ha contado el teniente Soto no me da cuidado alguno lo que hace en este pueblo. Nada más sano que subirse a las tapias de los huertos y robar fruta. Fue mi sueño dorado cuando niño. Pero sólo pude robar fruta en las fruterías, nunca me llevaron al campo. Ah, qué tiempos aquellos…

– Este verano no pienso robar fruta, papá. Este verano pienso buscarme un enamorado.

– Como no te enamores de Paco el guarda o de Martín…

Carlos se reía, a un tiempo despectivo e inquieto.

– Julieta tenía doce años o cosa así cuando se enamoró Romeo de ella, ¿verdad, papá? Yo estoy resultando una vieja solterona ya sin que me pasen aventuras.

– Bien, haced lo que queráis -dijo el señor Corsi bostezando-. Yo voy a dormir un poco de siesta. Lo necesito. El olor del pimentero no me dejó dormir anoche.

– ¿Qué pimentero, papá?

– El jazmín, efebo mío, el jazmín que trepa por las paredes de esta casa es un pimentero. Da su olor cuando cae la noche. ¿No lo habéis notado?

Un rato más tarde Martín y Carlos estaban solos. Habían trepado a un pino acomodándose entre las ramas. Carlos tenía la esperanza de que Anita viniese a buscarles y de poder hacerla rabiar un poco hasta que les encontrase. Martín dijo pensativo:

– ¿ Por qué te llama tu padre de esa manera tan rara: efebo?

– Ah, no sé. Cosas de papá. Me lo ha empezado a llamar este invierno y me lo seguirá llamando hasta que se le quite la costumbre… ¿Has visto qué tonta se vuelve Anita cuando la mima mi padre? Ha dicho que quería estar sola esta tarde hasta que se levante papá de la siesta y es tan cabezota que estará en su cuarto, aburrida, antes de dar su brazo a torcer y venir con nosotros. Me estoy aburriendo yo también aquí. Hace mucho calor.

Martín acomodado en aquella horquilla del árbol dominaba un paisaje de ramas rojizas y cielo intensamente azul. Respiraba el olor de los pinos envuelto en el canto rasposo de las chicharras. Y se sentía muy bien.

– ¿Por qué no nos vamos tú y yo por ahí? ¿Qué falta nos hace tu hermana? Ninguno de mis amigos del instituto van nunca con sus hermanas. Ya sabes cómo se vuelven las mujeres cuando crecen. Creo que los hombres nos entendemos mejor solos. ¿Qué te parece? ¿nos vamos sin esperarla?

Carlos volvió hacia Martín su cara pensativa con un ligero frunce en la frente, tan lisa otras veces.

– No. No nos vamos.

Martín consideró a su amigo desde el fondo de sus oscuros ojos con una mezcla de compasión y de ternura que sin embargo no lograban quitarle la admiración que sentía hacia él. No protestó y esperó pacientemente a que Carlos decidiese lo que tenían que hacer aquella tarde.

IX

Allí estaba el verano con todo su esplendor. El camino del faro y la casa de los fareros tantas veces visitada, las alambradas de la Batería brillando al sol, tantas veces observadas, sin haberse acercado nunca a las garitas de los centinelas.

Por la carretera de Beniteca a ciertas horas se veía pasar el camión cuba de la Batería en busca de agua o cargado ya para reponer el agua de los aljibes. Tres veces por semana los chicos veían, a media tarde, la camioneta militar que llegaba con el suministro de víveres y a las seis comenzaba a llenarse la carretera con la animación de los artilleros libres de servicio que iban al pueblo en la hora del paseo.

Una tarde, Carlos y Martín encontraron a Anita junto el portón principal de la finca, hablando con tres soldados. La chica se escapaba siempre que podía de la compañía de su hermano y de Martín, pero en aquel momento apenas les miró. Sólo les dijo con una voz fría -muy de teatro- que se fueran a jugar y que la dejaran a ella con sus amigos.

Carlos se empeñó, sombríamente, en acecharla y en seguirla cuando vieron que se iba con los soldados camino del pueblo. Según iban andando por la carretera Anita y sus amigos, otros grupos de soldados se les unían y la veían a ella charlar y reír entre aquella tropa caminando sobre sus tacones altos. Cuando vieron cómo entraba en la primera tabernilla del pueblo rodeada de su escolta, Carlos y Martín cruzaron la carretera y entraron también en la taberna. Anita estaba junto al mostrador con todos los artilleros, que se quitaban la palabra de la boca para preguntarle cosas. Carlos y Martín dieron codazos para acercarse a la chica y uno de los artilleros reconoció a Martín como al hijo del teniente Soto. Aquello surtió efecto seguramente, pues los soldados fueron amables con los chicos, les invitaron a un chato y les dejaron ponerse cada uno a un lado de Anita. Poco a poco el grupo empezó a clarear y a disolverse y al fin Anita quedó, con ellos, sola en la taberna y tan rabiosa que ni siquiera acertó a insultar a su hermano en francés.

A Martín aquella persecución le hubiera aburrido si no fuese porque siempre encontraba un encanto especial en marchar junto a Carlos y observar sus reacciones y ser confidente de los agravios que Carlos tenía contra su hermana. Martín esperaba, al acecho de las reacciones de Carlos. Con la misma tensión que el año anterior esperaba oculto entre las piedras a que un lagarto apareciese despacio, distraído, con su buche temblón y la tela de sus párpados ocultando los ojos a la caricia del sol. Con la misma tensión de alegría con que entonces veía de pronto que el lagarto se lanzaba a morder el trozo de tomate con el anzuelo oculto, esperaba ahora el momento en que Carlos dejase de una vez de pensar en su hermana y se volcase completamente en aquella amistad desinteresada, casi caballeresca, que le ofrecía Martín.

Martín sabía que aquella amistad necesitaba consolidarse. Durante la célebre comida del día en que estuvo en la finca el señor Corsi, Martín había adivinado que, bajo la calma aparente y aquella especie de vacío que había en los ojos de Carlos, muchas cosas preocupaban al muchacho. Aquellas cosas que no se podían ni rozar con preguntas. Por ejemplo, el tema de Peggy, que según parecía no era la madre de Carlos ni de Anita y el tema de quién era esta madre que indudablemente los chicos la habían tenido alguna vez y si esta señora había muerto o no había muerto, pues claramente Carlos indicó sus dudas a este respecto al interrogar a su padre.

Martín no preguntaba nada. Sabía que aún no era tiempo. Se limitaba a ir por la carretera junto a Carlos o a iniciar conversaciones sobre los ensayos de arte dramático que tanto parecían interesar a los hermanos el año anterior. Pero este año Anita se encogió de hombros en el solarium cuando Martín inició la conversación sobre Berenice y dijo bostezando que ya no se acordaba de Berenice. También intentó Martín explicar a sus amigos ciertas inquietudes de su espíritu y cómo había pintado aquel invierno a la acuarela y que empezaría con el óleo el próximo curso. Como estas confidencias no interesaban, Martín hablaba otras veces de la guerra mundial repitiendo las opiniones de Eugenio. Pero Martín sabía que Carlos -Anita también, pero a Anita le interesaba este año mucho menos- era un mundo cerrado para él aún, un misterio que no podía traspasar del todo, ni siquiera en los momentos más íntimos, en los momentos de lucha cuerpo a cuerpo a que tan aficionados eran Carlos y Martín y en la que Martín ponía tanto ardor, tanta furia, que a veces lograba vencer al compañero más alto y más fuerte, pero también menos interesado en el asunto.

A los ocho días de la llegada de los Corsi, Martín sólo pensaba en el momento en que Carlos se desengarfiase de Anita al fin y comprendiese que su amistad de hombres tenía más fuerza y más verdad que todas aquellas tonterías de hermano mimado y sometido a las que se entregaba Carlos con tan poca dignidad.

Anita no hacía más que lanzar puyas a los dos chicos y una mañana les anunció que había pedido a uno de sus amigos artilleros que le consiguiese un perro y se lo regalase para salir con él por las noches. Un perro -dijo- era compañía más discreta y mejor infinitamente que la de dos niños pequeños.