Anita taconeaba por las calles muertas del pueblo. Se había puesto su traje blanco de piqué, con el cinturón muy apretado en la estrecha cintura. El cabello suelto caía por su cuello y llevaba la cara encendida por el sol. Bajo el brazo, el paquete con las alpargatas que había cambiado por los zapatos a la entrada del pueblo. Ni un alma por las calles. Sólo la sombra de Anita y su taconeo ligero.
Tuvo un momento de pánico y se refugió en el hueco de un portal cuando vio aparecer a un hombre en lo alto de la calleja en cuesta. El hombre iba con la cabeza descubierta, los brazos a lo largo del cuerpo y la cara alzada con los ojos fijos como persiguiendo una visión que le hacía caminar rápidamente y en zig-zag de una a otra acera calle abajo. Anita sabía muy bien que se trataba del «Torcío», un tipo del pueblo con aquella manía que de pronto le hacía salir a la calle para caminar sin descanso siguiendo aquella imaginaria
línea quebrada. Cuando al «Torció» le daba la «iluminación» todo el mundo se apartaba de él, pues nadie podía detener su carrera. Anita sabía que en un momento determinado aquel hombre dejaba de ver sus visiones y se convertía en un ser pacífico y corriente… A pesar de esto el corazón de Anita latió más de prisa durante unos minutos y suspiró de alivio cuando vio desaparecer al «Torcío» calle abajo al fin.
Aparte del «Torcío», nadie. Anita no tenía ni la sospecha de que detrás de las celosías entornadas la iban acechando muchos pares de ojos. Tampoco pensaba en eso. Pepe le había dicho: «Si fueras capaz de venir a mi casa a la hora de la siesta tomaríamos café y anís en mi cuarto. Nadie se enteraría de tu visita y charlaríamos de todo lo que te interesa. Allí tengo todos mis libros. Claro que yo no le diría esto a una mujer vulgar, pero tú eres distinta de todas las mujeres que hay por aquí». Anita se había reído. «Si quieres aviso al tartanero para que te venga a buscar y te deje en la esquina de casa, no vas a ir por la carretera con este calor.» Pero Anita le contó que no avisase a nadie y le dejó en la duda de si iba a ir o no iba a ir a recibir lecciones de filosofía. «Puedes fiarte de mí.» Anita se sonreía al recordarlo, pues nadie en el mundo le parecía más inofensivo que Pepe. «Claro que sí. Tú de mí, en cambio, no te fíes. Te ganaría en una lucha, te lo aviso.» Había dicho esto por decir, pues estaba claro que no pensaba luchar con Pepe. Lo único que le ocurría era la seguridad un poco humillante de que aquel chico sabía muchas más cosas que ella -iba a la playa vestido y calzado y con un libro de filosofía escrito en latín bajo el brazo- y Anita quería advertirle al menos de una superioridad suya. Aquella superioridad física de que estaba completamente segura, ya que Pepe era casi tan flaco como Martín y parecía mucho más blando y menos musculoso. «¿Es posible que a una chiquilla bonita como tú le interese la filosofía tomista?» «A mí me interesa todo, además me gustaría ver tu casa.» «Serás la primera mujer a quien interesaran los libros.»
Anita llegó al portal que tenía las hojas de madera entornadas guardando la frescura del zaguán. En el zaguán antes de la cancela se veía a mano derecha una puerta con la placa dorada que anunciaba la profesión de don Clemente, el padre de Pepe. La cancela del patio estaba entornada también y Anita la empujó encantada de aquel patio lleno de macetones verdes. La cancela hizo un ligero clic al abrirse, la chica miró hacia arriba, hacia las ventanas del corredor que rodeaba el patio, unas ventanas con cortinillas blancas. Pero del mismo fondo del patio salió una sirvienta vieja, muy limpia, con el moño adornado por una flor y una sonrisa llena de arrugas en la cara.
– Pasa, pasa, pajarita -dijo en voz baja-, el señorito te espera. No hagas ruido, por lo que más quieras. Doña María está durmiendo y si oye algo nos mata.
Y cuando Anita entró, aquella vieja cerró la cancela con dos vueltas de llave.
La criada hizo que Anita diese la vuelta al patio bajo los soportales del corredor y entraron en un pequeño pasillo al final del cual se adivinaba el huerto. La vieja llamó a una puerta que abría a aquel pasillo. Parecía muy excitada la vieja aquella. Pepe apareció pálido y poco atractivo. Llevaba una chaqueta de pijama en vez de camisa sobre los pantalones. Habló en voz baja.
– Cuidado, Micaela. Avisa en seguida si mamá…
– No tengas cuidado, nene. Pero tú recuerda si pasa algo que Micaela no sabe nada ni ha visto nada.
Anita entró en la habitación curioseándolo todo. Había una ventana que daba al huerto y cuyas maderas estaban entornadas. Una biblioteca antigua, un armario encristalado, cubría toda una pared. Aparte de eso una pequeña cama turca y en el centro de la habitación una mesa de estilo español antiguo y dos sillas. Sobre la mesa un jarro con flores frescas y una bandeja con cafetera, botella de anís y una sola taza y una sola copa.
– Ya veo que has tomado al pie de la letra lo que te dije de que a mí no me gustaba ni el anís ni el café. Pide agua para mí. Tengo sed.
– Espera -Pepe se acercó a ella cogiéndola por los hombros sin que Anita protestase-, espera… No me has dado un beso.
Anita le retiró de un ligero empujón.
– No pienso dártelo. Haz el favor de pedir un vaso de agua para mí. Si no, deja, lo haré yo. ¿Cómo se llama la mucama? ¿Micaela?
Pepe se adelantó, abrió la puerta y salió fuera de la habitación. Anita abrió la ventana del huerto, admirada de la frescura que llegaba de allí, de los árboles frutales y de aquel rumor de agua que corría escondida por algún sitio. Cuando llegaron Pepe y la vieja sirvienta, que llevaba un vaso de agua sobre una bandeja cubierta por un pañito bordado, encontraron a Anita de rodillas sobre la cama turca curioseando el huerto.
– Cierra esa ventana, hija, por Dios -dijo la vieja con acritud.
Anita la miró con sus ojos más feroces.
– ¿Quién es usted para ordenarme nada? La ventana queda abierta.
– No quiero ningún disgusto, niña. Tú, bien calladita y a obedecer.
Y la mujer se dirigió a la ventana, decidida, pero Anita le dio un empujón y Pepe intervino asustadísimo,
– Anda, Micaela, vete de aquí. Déjanos solos.
La vieja levantó los brazos sobre la cabeza lanzando una retahila ininteligible para Anita y se marchó.
– ¿Qué le pasa a esa mujer? Es bastante descarada, ¿no?
– Ha sido mi nodriza.
Pepe estaba sumamente nervioso. Anita le observó con los ojos entornados, muy contenta del efecto que producía. Al muchacho le temblaban las manos y le debían sudar porque las secó con su pañuelo mientras hablaba.
– Nunca creí que vendrías… Micaela tampoco lo creía… Tenía que confiarme a ella, ¿comprendes? Es una mujer muy discreta. Pero es mejor que cerremos la ventana, Anita, es mejor. Pueden oírnos.
– ¿Y qué importa? ¿Es que te prohiben recibir visitas? Martín me dijo que había pasado aquí una tarde contigo.
Pepe tenía una sonrisa difícil. Se acercó a Anita, pero ante la curiosidad, la sonrisa y la frialdad de los ojos de la chica, se detuvo. Anita dio media vuelta y se acercó a la librería empezando a curiosear con la nariz pegada a los cristales. Pepe tuvo una idea repentina y corrió hacia la ventana cerrándola completamente, cristales y maderas. En la oscuridad oyó la indignada voz de Anita.
– ¿Estás loco? ¿Cómo quieres que veamos así?
Pepe, parpadeando en la oscuridad, pero fiado en sus conocimientos de la habitación, rodeó la mesa para alcanzar a Anita. Se dio un fuerte golpe con una silla y la silla cayó al suelo con estrépito. Pepe quedó con las manos levantadas y una expresión de horror que Anita no pudo ver aunque, poco a poco, con el pequeño rayo de luz que penetraba por las juntas de las maderas, los muebles iban tomando su forma ante las pupilas ya acomodadas a la semipenumbra. Anita, decidida, dio la vuelta a la mesa por el otro lado y se dirigió a la ventana abriéndola de par en par.
– Bueno, basta de bromas. Toda mi familia padece de claustrofobia. Nos gusta respirar. Una vez que cerré yo las ventanas y encendí unas velas para que hiciera más bonita la mesa, papá casi se muere del susto el pobrecito… Ah, voy a beber mi vaso de agua. Hemos armado tanto jaleo que lo había olvidado.