– Hum, pero ¿qué pasa aquí?… María, por Dios, sube arriba. Éste no es tu sitio. Sube en seguida. Llévense a la señora. Atiéndanla.
– No le cures -gritó doña María al salir-. La hermana ha intentado meterse en esta casa honrada. Ha intentado comprometer a Pepe para casarse con él.
– ¡Usted es una vieja bruja! -gritó Carlos-. Una bruja fea y más mala que la quina… ¡Pégale, Martín! Dale una bofetada a ella. No eres hombre si no le pegas.
Y Martín, como paralizado. Don Clemente sacó a su mujer suavemente fuera de la consulta y con doña María salieron las criadas. Todas aquellas mujeres alborotadas alrededor del llanto de su señora.
Martín no se atrevía a volver a sentarse junto a Carlos. La mirada furiosa de éste le detuvo.
– Bueno, gallito -don Clemente miraba a Carlos-, quiero saber quién me va a pagar a mí si yo te curo.
– Nadie -dijo desdeñosamente Carlos-. Mi padre pagará a quien me cure, puede preguntar en el pueblo cómo paga mi padre a todo el mundo. Pero yo me marcho de aquí y no es usted quien me va a curar… Me marcho ahora mismo.
– Calma, chico, calma. Dile tú, Martín, quién es el otro médico. Si no fuera un borracho yo mismo te llevaría allí. Pero no tengo conciencia de dejarte en sus manos… Vamos a correr un velo sobre lo que ha pasado aquí esta tarde. Para mí eres un paciente y nada más.
– Su mujer ha insultado a mi hermana y yo me voy. Martín, ayúdame. Me voy.
Don Clemente estaba lavándose las manos, tranquilo, con una sonrisilla escéptica bajo el fino bigote. Y en aquel momento en que Carlos estaba hablando y don Clemente le miraba a través del espejo del lavabo, el pomo de la puerta de la consulta empezó a moverse y la puerta entera a temblar como si alguien quisiese abrir aquella puerta desde fuera.
– Abre, Martín, haz el favor -dijo don Clemente. Martín descorrió el pestillo, abrió y entró Anita. -He ido a buscar la tartana. Ahí fuera está ya para llevarte a casa, Carlos.
Anita estaba muy fea con su cara enrojecida, el cabello suelto, despeinado y aquella expresión de furia.
Don Clemente miró a la chica con una larga mirada que recorrió la figura de la muchacha de arriba abajo. Su mirada se detuvo en las piernas de Anita.
– Bien, señorita, bien. Usted se llevará a su hermano, pero antes tengo que mirarlo.
– Lo llevaré a otro médico.
– Le recomiendo que le lleve a Murcia o que le lleve a Alicante. Por lo que puedo apreciar a simple vista va a ser mejor que traten a su hermano como es debido.
Y honradamente no puedo recomendarle a mi compañero.
Anita tenía las cejas fruncidas, la boca prieta. Pero la mirada de don Clemente -una larga mirada de gato viejo que dejaba traslucir admiración- empezó a dulcificarla un poco.
– Reconozca usted a mi hermano -dijo al fin.
Carlos se negó. Había logrado sentarse y estaba dispuesto a marchar. Pero Anita se le acercó sugestionándole con su mirada y con caricias sobre la cabeza del muchacho, como si Carlos fuese una fiera que tuviese que amansar. Y al fin el chico hizo un gesto de asentimiento. Y don Clemente se acercó a él y empezó a tocar aquel brazo hinchado mientras Carlos apretaba los dientes para no gritar. Martín apretó los dientes también todo estremecido por aquel dolor.
Carlos dijo que no quería ir a Murcia ni a Alicante a que le vieran a rayos X. Quería ir a su casa de una vez.
– Es lo mejor -dijo don Clemente-. Tres o cuatro días de reposo absoluto en cama. Yo puedo atenderle después si ustedes quieren y si no, ya saben mi consejo: llévenlo fuera de este pueblo. Ah, entendido: si voy a la finca del inglés tendrán que pagarme el vehículo que yo turne para ir allí.
– Ya -la voz de Anita era fría-. Lo más probable es que mi padre mande un especialista desde Madrid.
El viaje en tartana hasta la finca fue bastante malo. A Carlos le dolía mucho el brazo con el traqueteo del carricoche, aunque Anita le sujetaba con cuidado, amorosamente. A veces insultaba en francés a doña María, o al idiota cobarde de Pepe y también a Martín que había hecho un papel tan poco airoso. Martín, desolado, notaba aún en la nariz el olor a desinfectante de la clínica de don Clemente. Se sentía malo, con ganas de vomitar.
– ¿Por qué no le pegaste tú misma, Ana, a la vieja bruja?
Anita permaneció callada un rato. Martín observó su cara, sus mejillas llenas, sus cejas fruncidas, su boca.
– No sé, Carlos… Nos han educado mal… Nunca podemos pegar a los viejos. Entonces no pude y ahora me gustaría pegarle hasta hacerle sangre. No sé por qué no me tiré a ella a arañarla. No lo sé… Y a esas otras brujas, sus criadas. A todas las mordería.
– ¡Juiiiiip! -gritó el cochero estremeciendo a Martín-. ¡Sooo! Despacio, caballo.
– No quiero que me cure este tiparraco; no ha hecho nada más que hacerme retorcer de dolor. Tampoco quiero ir a Murcia ni a Alicante. Quiero que venga el otro médico, el borracho.
– No -Martín estaba asustado-. El otro médico, no. Ha dejado morir a una mujer que iba a dar a luz. Lo contó mi padre. Está siempre borracho.
Anita seguía pensativa acariciando a Carlos.
– Debí de haberle tirado el florero a la cabeza al granujiento ese cuando me besó. Pero tuvo su castigo. Intentó cogerme en brazos y no pudo.
– ¡Juiiiiip! ¡Arre, Lucero!
– Te dejaste besar.
– No, tonto. Sólo un poco… No sabe nada de filosofía. No sabe latín. Todo es cuento.
– Te dejaste besar.
– ¡Pero si tampoco sabe besar! Es un idiota el tipo ese… Tú, quieto ¿Te duele mucho? Ya llegamos.
Fue Martín quien se bajó de la tartana para abrir el portón y luego el cochecillo inició la subida por el camino entre los pinos. Carlos maldecía. Anita tenía un ceño severo. Y Martín no podía olvidar aquel armarito de instrumental de don Clemente, el diván de reconocimientos forrado de hule de color blanco tirando a amarillo, y aquel olor y las manos afiladas de don Clemente y aquella doña María, tan distinta de la abuela María, pero también vestida de negro. Y Pepe huyendo por detrás de las criadas. Y la bofetada de doña María en la cara de Anita.
Más tarde, paseando por una sala oscura con muebles enfundados, tuvo ganas de llorar esperando a que Frufrú, Carmen y Anita acomodasen a Carlos en su cama. Anita apareció de repente a su lado, mientras Carmen pasaba hacia la cocina con una palangana llena de agua sucia y una toalla al brazo. Martín estaba mirando a Carmen cuando Anita le dio un pellizco en el brazo.
– Espabila, tonto. Ahora entraremos a ver a Carlos. Espabila. No pasa nada… ¿Tú eres el que siempre estas hablando de ir a la guerra? ¿Y el que sabe manejar la pistola de tu padre? Pues sí que sirves para un momento de apuro tú.
Frufrú no había querido instalar a Carlos en la leonera, sino en su propio cuarto, en la cama que el año anterior ocupaba Anita. Carlos estaba muy pálido cuando entraron a verle y Frufrú le daba una aspirina y le hacía beber agua. Martín sentía en la nariz el olor a desinfectante de la clínica de don Clemente y se notaba malo.
– Estamos demasiado bien educados -dijo Anita-. Estamos demasiado bien educados para lo que se usa en este pueblo.
– He visto más de una rotura de huesos en el circo -explicó Frufrú muy nerviosa, atrepellando las palabras que no podía contener, aliviándose al hablar-, no es nada una rotura de huesos. Yo le pondría un telegrama a Corsi, si Corsi sirviera para algo en las enfermedades… Pero Corsi para estas cosas es una calamidad… Ah, qué demoños estos, en qué apuros me ponen.
Anita se acercó a Frufrú y empezó a besarla.
– No te preocupes, pobrecita. Ya sabes que a papá le dijeron que ese don Clemente es muy buen médico. No te preocupes de nada y no le pongas telegramas a papá. Es mejor ponérselo cuando Carlos esté ya bueno.
Frufrú paseó un poco por el cuarto, luego se sentó en la cama vacía junto a la de Carlos, suspiró y empezó a hablar como si contase un cuento.
– Una vez el león Bermello arrancó el brazo al domador. Nadie se lo pudo explicar nunca, porque era el león más viejo que habíamos tenido. Creíamos que no tenía dientes ya… Para mí fue el destino… El domador era un buen mozo que se llamaba Serginaz, yo era joven y me tenía loca aquel Serginaz. Bermello fue mi salvador.