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– Qué, ¿te ha gustado?

– Mucho más de lo que imaginaba. Oye, los cañones, ¿de qué marca son?

– Wikers.

– ¿Los habéis instalado nuevos ahora?

– Chico, ¿qué quieres decir con eso de nuevos?

– Pues eso; que brillan.

– Estaban aquí antes de la guerra ya. Alguno habrá hundido barcos durante la guerra. Barcos nacionales si quieres saberlo. Chaval… preguntas más que un cotorro y hace un calor del demonio.

Cuando llegaban ya a la casa Martín dijo que quería contarle todo a Adela y hubiera echado a correr si no le retiene el padre sujetándole por la nuca.

– Calma, chaval.

Martin miró a Eugenio sonriente. Le agradeció que le frenase, que le hiciese más hombre. Como la noche antes cuando al irse a la cama intentó dar un beso al padre y éste le detuvo.

– ¡Coño, no eres una niña para besuqueos! Si quieres, bésame la mano como yo hacía con mi padre. Los hombres no dan otros besos, es una porcada.

Y desde entonces Martín a cada instante se sentía más hombre.

Encontraron a Adela en el porche arrellanada en la mecedora con el mismo quimono que llevaba por la mañana, sobre el mismo camisón cuyos bordes aparecían sucios. Adela estaba llorosa y mordía su pañuelo.

– He tenido un desmayo, Eugenio, aquí solita.

Eugenio se asustó.

– Coño, Adela, ¿por qué no me mandaste un recado con Benito?

– No está Benito. Yo necesito que venga mi mamá. Desde que ha venido el nene tú no te ocupas de mí. Ya me lo dijo mi mamá: «Si te casas con un viudo con hijos nunca serás la dueña en tu casa». ¡Ay si me viera, si me viera aquí tan sola! Tú no vas a querer a mi hijo, lo estoy sintiendo.

– Coño, Adela, mujer.

Martín retrocedió de puntillas, se alejó por el jardín y empezó a silbar suave, suavemente, con las manos en los bolsillos.

El jardín no tenía muchos rincones. Había un cipresillo junto al brocal del pozo de agua salobre y algunas matas de romero. Mirando hacia la calle el gallinero quedaba a la izquierda y el muro de la finca de al lado y las matas de geráneos a la derecha; mirando hacia la casa resultaba al revés. Siguiendo a lo largo del rnuro de la finca del inglés, quedaba un espacio estrecho entre el lateral de la casa -donde abría la ventana de la cocina- y aquel muro. Junto a la ventana de la cocina subía un palo de la luz hasta más arriba de la azotea. Detrás de la casa estaba la puerta que daba a las dunas y al mar y junto a ella la casita del perro.

Martín se balanceó un rato en aquella verja. Estaba pensando en el recinto de la Batería. Quería dibujarlo.

«Este niño, tiene trazos casi geniales en sus dibujos.» Eran dibujos de trenes aquellos primeros dibujos: locomotoras grandes, vagones atestados con gente descolgándose por las ventanillas, niños rapados y encogidos como el mismo Martín y viejas acurrucadas junto a sus bultos, en un andén, esperando. Lo que importaba ahora no era pensar en esos dibujos, sino en los muchos que podría hacer sobre la vida militar.

Al cabo de un rato se aventuró hacia el jardincillo delantero. Asomó la nariz por la esquina de la casa y en seguida escapó corriendo. Eugenio y Adela seguían hablando a gritos.

A la hora de la cena todo estaba calmado. Adela recogió los platos y los llevó a la cocina arrastrando las zapatillas. Luego volvió a su mecedora que instaló esta vez junto a la ventana del comedor. Martín la vio bostezar y quedarse luego somnoíienta.

Eugenio había sacado la pistola, la escobilla, trapos blancos y grasa para limpiar el arma. Todo esto estaba sobre el hule. Martín se sintió fascinado por aquella pistola desde el primer momento. Le gustaba el olor de aquellos trapos manchados de grasa, se los llevaba a la nariz. Se acumulaban alas transparentes de hormigas voladoras sobre el hule. Estas hormigas daban vueltas alrededor de la luz junto a las mariposas nocturnas y después iban soltando sus alas.

Un hermoso silencio entre el revolar de los insectos, un silencio cortado sólo por las manipulaciones del padre con la pistola: pequeños golpes al dejarla en la mesa, chasquidos del cargador vacío. Martín deseó tener las manos fuertes de Eugenio en vez de las suyas estrechas, largas, renegridas.

Hasta que se oyó sonar en la lejanía el toque de silencio, disfrutó Martín de la paz del hogar.

Lo que no pudo imaginar es que no iba a volver ya, en todo el verano, a la Batería. Al día siguiente le ordenó su padre:

– Quédate con Adela. Adela no puede quedar sola.

Tragó saliva y se quedó en el jardincillo mirando cómo Benito, el asistente, preparaba el pienso para las gallinas. Después Benito se marchó llevándose al perro. Adela, sudorosa, abotagada después de la siesta, despidió a Martín.

– Me duele la cabeza, nene, me da mareo verte siempre a mi lado… Ve por ahí, haz lo que quieras.

No había otra cosa que hacer más que volver a vagar por las dunas o subir a la azotea a dibujar en la sofocante torrecilla. Martín decidió esto último. Dibujó muchas cosas de los artilleros y dibujó guardias civiles con tricornio y unos trazos caricaturescos de Adela: Adela bostezando con el escote abierto, Adela en quimono, con un vientre enorme, arrellanada en la mecedora.

Hacía tanto calor que le sudaban las manos, cosa que nunca le había ocurrido. Secó las flacas manos en la sábana de la cama y allí quedó la huella negra del carboncillo.

Al día siguiente, la misma pregunta:

– ¿Cuándo volvemos a la Batería, papá?

– Ya te diré yo cuándo. No quiero que dejes sola a Adela, coño.

– Pero si Adela no quiere que yo esté a su lado…

– No llores, coño, ya tienes mi estatura.

– No estoy llorando.

Dibujó mucho aquellos días. En sus dibujos salían cosas vistas en Beniteca y otras cosas que no sabía él mismo cómo aparecían allí al trazarlas su mano.

Adela estaba casi en cada página, siempre con su quimono. A veces trozos de Adela: por ejemplo un pie gordo con la babucha moruna balanceándose en un pulgar monstruoso. Y cuando dibujaba a Adela de cuerpo entero, siempre le salía aquel vientre enorme que guardaba al hermano. Y sin embargo Adela no tenía aquel vientre. El hermano no se notaba aún.

Junto a Adela aparecían pistolas y banderas, niños falangistas desfilando con sus correajes y sus boinas de requeté sobre la camisa oscura. Después del domingo empezaron a verse en el álbum muchos curas. Manchas negras de sotanas con un fondo de calles del pueblo. La silueta de un soldado y la silueta de un cura. Un tricornio de guardia civil y una larga sotana.

Casi todo el álbum quedó lleno en diez días, los diez primeros días de la estancia de Martín en Beniteca. Después, Martín, allí en Beniteca, no volvió a dibujar más.

En aquellos diez días ocurrieron muchas cosas que no registró para nada el lápiz de Martín. Por ejemplo aquella sensación que él llamaba «el acecho». Una sensación de ser observado, seguido incluso, que le distrajo de sus penas. Quizá fue lo único que logró distraerle del pensamiento de la Batería, que era como un mundo perdido, para siempre, desde la prohibición de su padre de que pusiese los pies en él.

Precisamente estaba pensando en estas cosas la primera vez que oyó el silbido misterioso. Estaba Martín de bruces sobre su cama, en calzoncillos, con la luz apagada entre el resplandor suave y el alivio de la noche que entraba por la puerta abierta de la azotea.

Había sonado ya el toque de silencio. El cri-cri de los grillos se paraba a veces. Entonces algo crujía en el mundo, quizá los secos pinos de la finca de al lado, quizá las estrellas. Y de repente, Martín oyó un silbido.

Se incorporó con los oídos en tensión. Carreras, voces… No eran rumores nítidos, sino algo misterioso y oscuro. Pero parecían pasos de verdad, muy cerca. Martín salió a la azotea y se inclinó hacia el jardín. En el jardín estaba el perro, pero no eran sus pisadas duras lo que Martín había oído. En aquel momento el perro empezó a ladrar corriendo hacia la parte trasera de la casa; otros ladridos lejanos le contestaron. Un silencio y otra vez aquel silbido.

Martín, inclinado ahora en su azotea hacia la sombra de los pinos, no pudo ver a nadie.