La segunda vez fue en la playa. Parecía venir de las dunas el silbido. Martín, cegado por el sol, corrió a las dunas. Nadie. A un lado kilómetros de playa con la arena reverberando al sol hasta Beniteca; al otro lado el promontorio del faro, también envuelto en aquel velo tembloroso de la luz.
La última vez -había pasado ya el domingo- Martín subía desganado el camino del faro en compañía del perro. Se detuvo creyendo oír cuchicheos y risas y hasta aquel silbido que ya conocía, pero más débil y lejano.
– ¡Busca -dijo Martín-, busca, Leal !
El perro emprendió su carrera hacia arriba entre las rocas. Un ave oscura salió en un torpe vuelo por encima de una peña y Leal la persiguió con ladridos. Luego volvió, la lengua colgando, los tristes ojos ribeteados de rojo, interrogando a Martín… Nadie. No había nadie. Martín se creyó loco. Tan desplazado se sentía que inventaba un interés de fantasmas hacia él.
Además de «el acecho» sucedieron otras cosas. Adela hizo que Martín la acompañara una tarde. Subieron juntos a una tartana que conducía un tartanero viejo y de la que tiraba un caballejo escuálido. Fueron al pueblo y las calles del pueblo le parecieron vacías a Martín, con la sombra del caballo en el empedrado.
Entraron en una casa grande, con patio, con salones en el piso de arriba. Era la casa de don Clemente el médico. La mujer de don Clemente estaba en un salón oscuro, vestida de negro entre otras señoras vestidas de negro. Había un sacerdote vestido con su sotana negra en la oscuridad del salón.
Dijeron algo del hijo de la señora que en aquel momento no estaba en Beniteca, lo que era una pena, pues hubiese sido un buen compañero para Martín. Vino una criada y se llevó a Martín al huerto. Allí le dieron al chico una pastilla de chocolate y el lujo de un trozo de pan. A pesar de que Martín siempre tenía hambre, a pesar de que no tenía ganas de estar en aquel salón oscuro de arriba, se sintió humillado por haber sido conducido al huerto.
Porla noche el padre preguntó a Adela que si vendría la mujer de don Clemente para la reunión del jueves.
– No. ¿Cómo va a venir? Está de luto. Mejor, ya somos muchos. Don Clemente sí que vendrá y yo estoy desesperada, Eugenio, estoy desesperadita con todas esas sanguijuelas que se van a comer lo mío. Como si no tuviéramos bastante con el nene para meternos en más gastos. No quieres que venga mi madre por no hacer gastos y me obligas a preparar una merienda para todos esos gorrones.
– Coño, Adela, eso está resuelto, tenemos que cumplir; todos los compañeros nos han invitado. Después no hará falta invitar más.
– ¿Y con qué termino el mes? ¿Sabes a cómo está el aceite?
– No voy a saberlo, coño, si el capitán se está quedando calvo de tanto pensar en la comida de la tropa.
Esto fue el preludio de una disputa terrible entre el matrimonio. Martín, en su inocencia, tuvo aquella noche la esperanza de que fuese verdad la amenaza de Adela de marcharse con su madre.
Aquella esperanza fue alimentada en la sombra del cipresillo, junto al fresco brocal del pozo, mientras Martín se tapaba y destapaba los oídos que recogían irregularmente los gritos que llegaban de la casa. Pero se terminó un rato más tarde durante la cena.
Adela tenía los ojos hinchados de llorar. De cuando en cuando suspiraba, pero después, misteriosamente, sonreía.
Eugenio, con la camisa desabrochada, la cara roja, erguido en su silla, tenía un aire singular de gigante en tensión.
Adela sirvió a Martín un plato de gazpacho y el chico empezó a tomar las cucharadas mirando solamente hacia el hule de la mesa alrededor de su plato. Oía los fuertes sorbetones de su padre a cada cucharada. Y de pronto el cubierto del padre cayó al suelo y Eugenio apartó la silla al levantarse. La mano del padre estaba sobre el hombro de Adela cuando Martín los miró boquiabierto.
– Largo, Martín, a la cama.
Le ardieron las orejas al chico. El padre estaba empujando a Adela hacia el pasillo que conducía a la alcoba.
– ¡Largo, arriba! A la azotea, coño.
La mitad de la cena quedó sobre la mesa. Martín, en su cuarto, se desvistió a oscuras. El estómago hambriento le mordía como un perro. Notaba el corazón en la garganta y en las sienes.
El domingo, Adela prohibió a Martín que bajase a la playa y le dio estropajo y jabón para que fregase sus rodillas y sus orejas. Le hizo ponerse los pantalones blancos, la camisa planchada, la corbata, los calcetines y los zapatos.
A Martín los zapatos le quedaban pequeños y Adela dijo que tenía que aguantarse, que no iba ella a comprarle zapatos sólo para un verano. Le compraría alpargatas si acababa de romper las sandalias que usaba a diario, pero nada más.
El dolor de los pies caracterizó el domingo por la mañana como todos los domingos de aquel verano.
Adela, perfumada con esencia de violetas, llevaba su mantilla de encaje, su rosario y su libro.
Martín vio pasar a la tropa en formación por la carretera camino del pueblo, un rato antes de que Adela y él comenzasen a aguardar sentados en el porche. El fijador con que Martín se había embadurnado el cabello se le secó en seguida con aquel calor y el pelo del chico se levantó apelmazado, formando una especie de cresta de gallo.
– Nene, mientras más te arreglas más feo estás.
Les vino a buscar la mujer del capitán con su hija Mari Tere. Vinieron en un automóvil color caqui que esperó en la esquina de la calle. Mari Tere era una niña alta, con el cabello suelto. Una niña ya mayor de once o doce años que sonrió a Martín al hacerle sitio a su lado, junto al artillero que conducía.
Después de la carretera el pueblo apareció muy blanco con sombras bien marcadas en las esquinas y más lleno de vida que de ordinario.
Al terminar la misa, Eugenio Soto y otros oficiales se reunieron con sus familias. Todos juntos fueron al café del Casino donde tenían costumbre de tomar un aperitivo. El café tenía un toldo a rayas y grandes ventanas abiertas a la sombra del toldo. Las mesitas de fuera estaban llenas de jovencitas con sus madres y en cada mesa había un novio hablando al oído de una de aquellas jóvenes. Martín pensó que aquello era el amor. Y lo encontró aburrido.
Dentro, en el café, dominaban los hombres, y dominaban los uniformes sobre los trajes de paisano. Las señoras se agruparon alrededor de dos mesas. A Martín lo instalaron en otras mesas con niños pequeños y con Mari Tere. Al fondo del café estaba el padre entre un animado grupo masculino charlando y bebiendo vermuth. Olía a vermuth y a aceite malo en el café del Casino.
Un camarero pálido, con chaquetilla blanca, puso delante de los niños refrescos coloreados que tenían un sabor ácido y dulzón. Martín no pudo resistirlo. Se levantó de la mesa. Miró hacia el padre allá lejos y Eugenio le hizo señas de que se acercara.
Martín fue presentado al capitán y a don Clemente el médico, que era un hombre con cara alargada, bigote finísimo y sienes grises. Eugenio hizo que su hijo besase la mano de dos sacerdotes y luego se olvidó de él. Todos aquellos hombres siguieron hablando a gritos, sin apenas interrumpir la conversación para mirarle. Él no sabía qué hacer, pero concluyó por sentarse casi furtivamente cerca de ellos.
Varias conversaciones se cruzaban entre los contertulios. Los ojos de Martín iban de unas caras a otras caras; las de los oficiales estaban curtidas por la vida al aire libre. El capitán y otro oficial hablaban con los curas. Uno de estos curas era viejo, fuerte y malhumorado. El otro era muy joven, de una palidez ascética y ojos de iluminado.
El padre de Martín -de espaldas a Martín- hablaba con don Clemente el médico y con otros militares. Las conversaciones subían, cruzándose unas con otras sobre el barullo del café.
– Usted ha salido del seminario, don Francisco, completamente inocente, permítame que se lo diga. Aquí don Manuel me dirá si no tengo razón. Las putas, con perdón de usted, son un mal necesario.
– También los esclavos parecían en otro tiempo un mal necesario, capitán.
– No hay quien resista el empuje de la Luftwaffe.
– Sin los carros de combate la aviación no sería eficaz. Se ha demostrado que la artillería…
– Usted cree que los hombres dejarían de ser hombres si no existiesen, con perdón, las putas. No me haga reír, don Francisco.
– Don Francisco es un insensato. Con el trabajo que tenemos, ahora le ha entrado la obsesión de pensar en esas desgraciadas.
– No será pecaminosa esa obsesión, ¿eh, don Francisco?