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A pesar de toda la perorata de Martín que Frufrú escuchó mordiendo su pañuelito, Frufrú gritó cuando Carlos se acercó a la cómoda creyendo que la vieja estaba ya suficientemente tranquila como para descorrer el mueble.

Unos minutos más tarde empezó a llamar Carmen a la puerta diciendo que Damián ya no estaba en la casa, sino con su padre en el pabellón de los guardas y que por Dios y por la Virgen le abriera doña Frufrú para hablar con ella. Como nadie contestaba a Carmen, la mujer tomó la costumbre de llamar a la puerta a intervalos regulares, hasta que Anita le gritó que salían en seguida y que les esperase en la cocina.

Frufrú decía que no y que no con la cabeza, pero Anita se acercó a ella, la besó otra vez y le dijo que si Frufrú no tenía hambre ella tenía un hambre horrible y los chicos tenían un hambre horrible también. Frufrú miró las caras de Martín y de Carlos que asentían a todo lo que Anita iba diciendo y suspiró más convencida.

– Además, Frufrú, no pretenderás que nosotros seamos prisioneros ahora y que hagamos pipí en un cubo, como Damián. ¿Verdad que no, guapa?

Frufrú dijo que no y todos comprendieron que aceptaba la apertura de la puerta. Los tres chicos se aplicaron a descorrer la cómoda de nuevo y a veces se tenían que parar de risa. Nunca olvidó Martín ni las caras de espanto que ponía Frufrú en aquel momento, ni las carcajadas de Carlos y de Anita.

XVII

El sábado por la tarde, Carlos y Anita le dijeron a Martín que tenían que hacer un recado en el pueblo y los tres emprendieron la marcha por la carretera polvorienta y soleada como tantas veces habían hecho. Martín empezó a respirar ampliamente junto a sus amigos. Les dijo, en tono de broma, el único tono posible con los Corsi para las cosas serias, que había temblado la noche antes en la cena y aquel mediodía, sobre todo, en la comida de su casa, incluso se había atragantado con una cucharada de puré porque Eugenio empezó a hablar de los guardas de la finca del inglés y dijo que el marido de Carmen había sido un asesino durante la guerra.

– Mi padre ya ha dicho eso otras veces, aunque él no conoció nunca al marido de Carmen, son cosas que oye por el pueblo y le interesan por ser de los vecinos. Cuando lo dijo creí que había adivinado algo de lo nuestro y me atraganté. Mi padre empezó a darme golpecitos en la espalda y mi madrastra a gritar y a decir que no puede comer cuando me ve delante porque le doy asco.

– Hum… Una señora encantadora. Podría estar agradecida. Nunca más volvimos a molestarla desde aquel día, ¿te acuerdas?, aquel día que salimos por la ventana de su alcoba.

– Fue el día que nos conocimos.

– ¿De veras? No me acordaba de eso, ¿y tú, Carlos?

– No, tampoco… Estaba pensando una cosa, Ana. ¿Por qué no cambiamos el texto del telegrama de Frufrú? Podíamos poner un telegrama que dijese: «Corsi urge mandes dinero». Creo que resultaría muy lógico.

Martín miró pensativo a sus amigos. Ya sabía que iban al pueblo a poner un telegrama de Frufrú para el señor Corsi y esto le tenía inquieto. No estaba seguro de la actitud de Frufrú respecto a Damián.

– ¿Es que habla de Damián el telegrama?

Anita le dio un ligero papirotazo en la cabeza.

– Martín, imbécil… Ese nombre no se dice fuera de casa, en plena carretera. Me parece que no sabes guardar un secreto. Frufrú no es tan tonta. En el telegrama le pide a papá que venga a buscarnos, sencillamente. Está nerviosa como un flan desde ayer.

A pesar de aquel hermoso sol encima del mundo, encima de la cara de Martín, de todo su cuerpo, el chico notó la sensación del frío, el aire frío y negro dentro de los huesos. Una sensación que no parecía posible en Beniteca.

– No te entristezcas, pescador. Papá no recibirá el telegrama hasta dentro de unos días seguramente. Unas veces está en Lisboa y otras en Madrid. No vamos a tener tan mala suerte como para que le pille en Madrid.

– Mientras viene papá o no viene, Anita piensa tranquilizar a Frufrú y hacerle comprender que es ahora cuando el verano empieza a gustarnos.

– Desde luego se ha convencido ya -Anita bajó la voz aunque en la carretera no se veía nada más que el polvo y el sol y sus tres sombras- de que el hombre, por ser marido de nuestra guardesa, es de la familia y hay que protegerle. Pero a pesar de todo está asustada.

– Lo que más le asusta es que el hombre le parece muy feo. Ya sabes cómo es Frufrú. Si no fuese de la familia yo creo que habría insistido en que se marchase.

Anita frunció el ceño.

– Si Damián no fuese de la familia yo tampoco le protegería. No. Después de lo que dijo anoche Paco a Frufrú, no. Confesó que ellos habían envenenado a todos los perros creyendo que así protegían mejor a quien sabéis. Yo no puedo pensar en eso. Si pienso en Lobo tengo que hacer un esfuerzo horrible para sentir simpatía por el hombre.

– Pero Anita, tú eres mejor de lo que piensas. Protegerías a Damián de todas maneras. Dices que es de vuestra familia, ¿por qué es de vuestra familia?

Anita tapó la boca de Martín y empezó a mirar a todos lados hasta convencerse de que la carretera seguía solitaria.

– Nada de decir el nombre. Es una precaución elemental.

Carlos contestó a la pregunta de Martín mirándole con cierta superioridad.

– Nosotros llamamos «la familia» no sólo a papá y a Frufrú aparte de Anita y yo, naturalmente; llamamos «la familia» a todos los que nos rodean y nos sirven. Tú, durante el verano, también eres de nuestra familia.

Martín se pasaba la mano por la mejilla sonriendo con un poco de asombro.

– Bueno, vosotros tenéis el mismo concepto de familia que los antiguos romanos, me parece.

– Le favorece mucho al «misterioso» -dijo Anita-. Le favorece muchísimo si pienso en los perros… Pero por otra parte el hombre es encantador. He ido a verle y me ha parecido que tenía cara de hombre de la edad de piedra. ¡Extraordinario! He logrado que hable conmigo.

Llegaban al pueblo casi sin darse cuenta. A Martín el camino se le había hecho tan corto que le sorprendieron las primeras casas.

– Bueno, Ana. ¿Cambiamos el telegrama de Frufrú? Piensa que yo no me he divertido este verano hasta ahora.

Anita propinó a su hermano un pellizco que le hizo saltar.

– No. No cambiamos nada. Piensa que si engañamos a Frufrú ella no querrá volver jamás a Beniteca. Ya sabes que es tozuda. Tienes que usar tu cabeza, Carlos.

– Es terrible -dijo Martín-, lo de prisa que pasa el verano. Para mí es terrible pensarlo, porque aunque no venga en seguida vuestro padre, dentro de quince días, veinte como más tarde, tendré que marcharme yo.

El pueblo parecía blanco y dormido con sus calles estrechas. «Las sombras y la cal, eso es todo», pensó Martín sin darse cuenta de que lo pensaba. Sin darse cuenta de lo que recogía su cerebro como pintor.

Anita se adelantó a ellos cuando vio el letrero que anunciaba «telégrafos» en una fachada. Entraron todos en un zaguán oscuro que tenía a un lado una ventanilla abierta. Por la ventanilla se veía la máquina transmisora y receptora de los telegramas y a un viejo medio adormilado que recogía las largas cintas blancas que salían de aquella máquina. El viejo no les hizo caso durante un rato, y al fin se acercó con paso cansino a la tercera vez que Anita le llamó agitando el formulario del telegrama en la mano. El hombre se ajustó las gafas, que antes llevaba subidas en la frente y leyó en voz alta:

– Corsi, Hotel Palace, Madrid. Ven inmediatamente. Urge final vacaciones… Firma: Frufrú. ¿Frufrú? Vaya nombrecito… ¿Eres tú esa Frufrú, guapa?… Remite: Corsi. Finca Pyne. Beniteca… ¿De modo que sois los chicos de la finca del inglés? Ya había oído hablar de vosotros. Ya he oído hablar… ¿De modo que tú eres Frufrú? Ya he oído hablar de ti, ya he oído…

Los chicos se miraban unos a otros asombrados. Les parecía que el hombre no iba a terminar nunca de hacer comentarios. Pero al fin contó las palabras y contó el telegrama.

Cuando salieron nuevamente a la claridad de la tarde, Carlos dijo que había sobrado dinero y que deberían gastárselo.

– Eso sí, Carlos. Podemos ir al café del Casino a pedir un refresco.

A Martín se le encogió el corazón al pensar en el café del Casino, en los domingos por la mañana, y sobre todo en don Clemente, a quien no había vuelto a ver desde la noche del martes. Su recuerdo le aterró. Fue quedándose atrás en la carrera que llevaban Anita y Carlos hacia la plaza del Casino. En un momento determinado los vio desaparecer al volver una esquina y entonces la calle, con su cielo azul, los cables de la luz sobre las azoteas blancas, los pájaros sobre los alambres, las ventanas, el empedrado, los niños que jugaban junto a una puerta, todo le pareció enormemente melancólico. Echó a correr de nuevo y encontró en la plaza a sus amigos.