Pero don Clemente estaba en el café acompañado de su hijo y se reunió en seguida con la tertulia de los oficiales en las mesas del fondo. Martín huyó hacia la ventana que daba a la plaza. Y la mamá de Mari Tere le llamó para que se sentase con su hija en una mesita cerca de las mesas de las señoras.
– Ya sé que ni a Mari Tere ni a ti os gusta estar junto a los niños más pequeños. Podéis sentaros solitos como si fuerais dos novios.
Martín se sentó de espaldas al grupo de los hombres y notaba a veces que le hormigueaba la nuca como si le estuviesen mirando. Tres veces volvió la cabeza. Pero don Clemente no le miraba. El chico notó una oleada de admiración dentro de él por don Clemente y su generosidad. Martín sabía que don Clemente tenía tanto prestigio en el pueblo, que si hubiese denunciado la paliza que le habían propinado Carlos y él, nadie creería en la palabra de ellos si decían que había sido en defensa de Anita. También sabía Martín -o lo intuía- que don Clemente podía haber explicado la cosa a Eugenio y sabía que Eugenio no se espantaría lo más mínimo de que don Clemente hubiera intentado besar a Anita. Eugenio y Adela tenían una idea tan disparatada de Anita, a juicio de Martín, que seguramente creerían que habría sido de ella toda la culpa. Y si Martín sabía eso, seguro que don Clemente lo sabía también. Por lo tanto el silencio de don Clemente era generosidad pura.
Mari Tere se inclinó hacia Martín.
– ¿Has oído lo que le contaba esa señora del vestido rojo a tu mamá y a la mía? Les estaba contando que don Clemente se cayó hace unos días en una zanja, en el campo, al volver de asistir a un paciente por la noche. Dice esa señora que se arañó toda la cara con las zarzas y que daba pena verlo.
Martín sintió las orejas quemándole y de nuevo aquella sensación en la nuca que le producía unas ganas irresistibles de mirar hacia atrás. Pero no quiso hacerlo. Lo único que deseaba era que terminase pronto la hora del aperitivo y volver a sentirse dentro del verdadero verano y la despreocupación de estar junto a los Corsi.
Don Clemente clavó los ojos durante medio segundo en la lejana nuca de Martín Soto, el hijo del teniente. Era una nuca delgada, de chiquillo. Y resaltaba muy morena sobre el traje de color crudo que llevaba el chico. Don Clemente había luchado consigo mismo en una lucha feroz para contenerse y no denunciar a los muchachos. Fue su mismo prestigio, por una parte el que le había impedido hacerlo; aquella sensación de ridículo de haber sido golpeado por unos crios y una mujer. Por otra parte un miedo terrible a que doña María, su mujer, se enterase de su aventura. Por eso había callado. Pero aquel domingo por la mañana, al mirar la odiosa nuca de Martín y su estrecha espalda cubierta por la chaqueta clara, y su oscuro cabello apelmazado por el fijador, don Clemente sintió que una saliva amarga, biliosa, le llenaba la boca. Fue entonces cuando supo de cierto que jamás olvidaría la ofensa que le habían hecho los chicos. Jamás.
XVIII
Frufrú no recobró su serenidad hasta que se recibió un telegrama del señor Corsi que decía: «Preparad equipaje. Llego en cualquier momento».
En cuanto se recibió este telegrama, las cosas cambiaron en la finca del inglés. Frufrú dejó de estar desorientada y temerosa y de hablar en voz baja a los chicos, de lo que Carmen hacía o no hacía. Frufrú volvió a ser la Frufrú de siempre, quizás un punto más segura de sí misma que otras veces. Carmen, en cambio, empezó a desequilibrarse por momentos, como hasta Martín pudo apreciar.
Al día siguiente del telegrama estaba Martín merendando con los Corsi, sentados todos alrededor de la mesa de mármol de la cocina, cuando apareció Carmen -que según había explicado Frufrú la estaba persiguiendo todo el día-. Se quedó allí de pie retorciendo una punta de su delantal y volviéndola a retorcer, mientras miraba a los chicos unas veces y otras veces a una Frufrú pequeñita, seria, indiferente, que tomaba su té -haciendo sonar sus pulseras cada vez que cogía la taza- sin mirar a la guardesa. Carmen al fin se decidió.
– Doña Frufrú, se lo pido ahora delante de los señoritos. No le diga al señor nada de mi Damián. Usted no sabe cómo son los señores. No quieren complicaciones, no quieren líos.
Frufrú levantó las cejas y luego arrugó los labios.
– Usted no conoce a Corsi, criatura. Se lo he dicho hoy lo menos treinta veces. Me ha perseguido usted hasta el cuarto de baño y se lo he gritado. A Corsi le encantan los líos. Muy posiblemente anda metido él en líos ahora. Si no, ¿por qué esos viajes de Madrid a Lisboa y de Lisboa a Madrid?
Carmen con sus grandes ojos caídos por los extremos, unos ojos con los bordes enrojecidos, miró hacia Anita.
– Usted que es tan buena con mi Damián, señorita. Dígaselo a doña Frufrú. Dígale que está en peligro la vida de un hombre.
– Uf, ¿por papá? Papá es incapaz de hacer daño a nadie.
Carmen se llevó el delantal a los ojos.
– Es que todo el pueblo ha acusado a Damián de asesino. Como no estaba para defenderse… En la guerra todo el mundo se vuelve loco y después se cargan las cosas a los que no están.
Martín dijo algo entonces, pero la voz casi no salió de su garganta. Carlos le miró con curiosidad y también Frufrú.
– ¿Qué dices, ñiño pescador?
– Yo creo que tiene razón Carmen. Es mejor que no se diga nada. Mi padre también es muy bueno y yo no le digo nada.
Carmen dejó de llorar para mirar a Martín con esperanza. Y Martín se dio cuenta de lo mucho que había envejecido la mujer durante un año. Tenía el cabello tan negro como siempre, pero había algo flojo en toda su figura. La cara parecía colgarle por todas partes y debía ser un terrible dolor el que enrojecía sus ojos. A Martín le pasó durante un instante algo muy curioso. Tuvo como una unión con el dolor de aquella mujer y casi sintió un desgarramiento físico.
Afortunadamente, Frufrú quitó la tensión dando una serie de palmaditas para llamar al orden. Dijo a Carmen que recogiese aquellas cosas sucias y recomendó a los chicos que se fueran a tomar el aire. Estaba atardeciendo y el pimentero daba su fuerte y maravilloso olor. Anita lanzó su mano por última vez hacia los bollos que ya retiraba Frufrú. Con la boca llena propuso a los chicos que subieran con ella a ver a Damián.
– Está en la torre, ¿verdad, Carmen?
Carmen miró a Frufrú con timidez antes de contestar a Anita.
– Sí, señorita. Doña Frufrú lo sabe. El pobre no se acostumbra a estar en otro sitio. Claro que no puede dejarse ver… Pero aunque tiene su puerta abierta y puede bajar a la casa o estar en nuestra casa cuando no hay peligro, no quiere. Hace lo mismo que hacía antes. Se pasa horas y horas en la torre tallando barcos y sólo con una rayita de luz cuando es de día, aunque le digo que puede abrir la ventana de atrás. Por la noche sale al bosque y luego a dormir otra vez en la torre. Así está el pobrecito, como un cordero.
– Vamos -dijo Anita.
A Martín no le agradaba hacer aquella visita. Ya sabía que Anita y Carlos tenían conversaciones con Damián, pero Martín no le había vuelto a ver desde el día en que le encontraron. Y no había tenido otro contacto con Damián que el de sujetarle cuando intentó escapar por el hueco de la ventana. Aún recordaba la peste del agrio sudor de Damián mezclada al mal olor que había en todo el cuarto.
No tenía ganas de subir, pero como siempre siguió a Carlos y Anita. Damián había cerrado las maderas de las ventanas y tenía encendida una pequeña bombilla eléctrica en una lámpara antigua de Mr. Pyne, con pantalla de seda azul. Anita abrió la puerta sin llamar y el hombre se sobresaltó.
Efectivamente, como había dicho Carmen estaba tallando madera con su terrible y afilada navaja que dejó sobre la mesa, junto a la lamparita, cuando entraron los chicos. La habitación no olía tan mal como la otra vez. El cubo con tapadera había desaparecido y el colchón sobre el que dormía Damián estaba doblado. Pero a pesar de la limpieza hecha por Carmen se notaba que la habitación se había ido impregnando de la vida de aquel hombre. Los muebles que estaban unos sobre otros, los jarros cubiertos con paños blancos, las bonitas y delicadas sillas, las dos mesitas donde Damián colocaba sus barcos de vela unos junto a otros, todo estaba como empapado de un aliento a madriguera salvaje.
Martín, al mirar a Damián, se fijó otra vez en el tremendo parecido entre este hombre y el «Torcío», el loco pacífico del pueblo. El parecido no tenía nada de particular, pues el «Torcío» era primo de Damián. Pero lo que llamaba la atención a Martín era algo más importante que la semejanza de las facciones. Era un parecido en la fijeza de los ojos, en algo impalpable y fuera de toda razón.