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De pronto Frufrú dio una palmada con sus manitas como siempre que cambiaba de idea y dijo:

– Perdona, pescador. Soy una vieja charlatana y tengo mucho que hacer… Hasta luego, ñiño.

Se quedó solo otra vez, esperando. Tenía metido en los ojos el dibujo de aquella casa que veía enfrente, con sus viejos tejados, su torrecilla, sus ventanas enrejadas y la pintura roja y descascarillada en los lugares donde los muros no estaban cubiertos con enredaderas de jazmín o de flores azules. Aquella casa empezó a hacérsele extraña a Martín, extraña y enemiga. Carmen volvió a la explanada con una bandeja llena de platos y cubiertos que colocó en la mesa delante de Martín, pero sin decir a Martín una palabra. Luego se fue.

Se sentía terriblemente solo cuando oyó las voces del señor Corsi y de sus amigos. Instantáneamente recordó al señor Corsi y supo que iba a hablarle en su tono especial dirigiéndole aquellos vocablos italianos que no solía emplear con ninguna otra persona. «Senti, caro», «pescatore»… La frivolidad de lo que iba a decirle el señor Corsi le hizo daño al compararla con la amargura que sentía. Cuando vio la sombra de alguien que iba a salir de la casa; sin saber lo que hacía emprendió una retirada velocísima, corriendo pinos arriba, con desesperación, hasta llegar al muro de su casa.

Se detuvo jadeante, dándose cuenta de su absurdo. Se apoyó, contra aquel muro que había visto la paliza de don Clemente, tranquilizándose. Esperó la llamada de sus amigos. Escuchó a ver si oía el silbido de Carlos. Tenían que haberle visto correr si salieron en el momento que Martín pensaba.

No se oían más que los rumores de la noche. El cri-crí monótono de un solo grillo cerca de Martín. Por encima de los pinos Martín veía el guiño intermitente de la luz del faro. Según pasaban los minutos el cielo iba ganando en resplandor de estrellas y los pinos en oscuridad. Nadie llamó a Martín.

Aún no había sonado el toque de retreta. Faltaba mucho quizá para la cena de su casa. Pero él se decidió. Con los dientes apretados trepó por el muro que le separaba de su jardín.

Aquella noche casi no pudo dormir. Esperó mucho tiempo en la azotea una llamada, un aviso. Esperó bajo una agria luna en cuarto menguante a que los Corsi se acordasen de despedirse de él. Cuando se apagó aquella luz amarilla entre los pinos, que indicaba a Martín que aún había alguien despierto en la casa del inglés, Martín se fue a la cama. Durmió a ratos y algunas veces escuchó el llanto de su hermana en el piso de abajo. Se despertó con un sobresalto cuando apenas amanecía. Había oído en sueños el ruido de un motor de automóvil. Se puso en pie y salió a la azotea en calzoncillos, estremecido por el fresco mañanero.

Aunque venía del mar una luz verde y rosácea aún no había salido el sol. Los pájaros se despertaban en el bosque del inglés. Martín atendía a todos los rumores mirando fijamente hacia aquel bosque. Después corrió hacia la fachada delantera de su casa, desde donde veía al final de la callecita, la carretera.

No había nadie. Ningún vehículo turbaba la paz de aquella hora. Y sin embargo Martín supo que sus amigos se habían marchado ya. Se habían ido sin que él pudiese ver, siquiera, el automóvil que los llevaba.

SEGUNDO INTERMEDIO

Alrededor, crisis de adolescencias incipientes, melancolías y rebeldías ya superadas por Martín. Los retretes vuelven a tener nuevos letreros y dibujos obscenos después del encalado del verano. La poesía florece en los cuadernos. Las niñas, seguidas en el paseo por los estudiantes de bachillerato, tienen ya pecho bajo sus chaquetas o sus abrigos. Un tierno círculo familiar: la luz verde de la lámpara. Círculo cortado por los suspiros y ¡ejems, ejems! del abuelo, que parece tener cien años. Carne dos veces por semana o tres veces. La abuela, al fin, vendió el solar que sólo producía disgustos.

Algunos compañeros explican un placer que a Martín le da vértigo. Placer secreto que saca ojeras a la cara. Hay chicos que mienten sobre lo que hacen con sus novias en los portales oscuros. Martín sabe que mienten. Martín se acerca a una chica en el paseo y los demás se apartan de ellos durante una semana al menos. Semana interminable y aburrida para la niña y para Martín, que al fin huye de ella cobardemente, cuando la niña empieza a hablar de matrimonio.

Cara radiante de la abuela. Le dicen que Martín va a ser un guapo mozo. Se está robusteciendo un poco. Muy poco aún. Sigue teniendo, a pesar de todos los esfuerzos, cierto parecido a los espantapájaros. Y crece. Crece aún. La abuela hace reformar sus pantalones y sus chaquetas. Hay guerra en el mundo. Millones de seres pasan hambre. Los judíos con perseguidos. Anita y Carlos Corsi viven en Madrid en una calle que se llama del Cisne y que Martín no puede imaginar. El abuelo Martín, que tantos años vivió en Madrid, no conoce la calle del Cisne, y si la ha conocido alguna vez la ha olvidado ya. En Navidades ha llegado una tarjeta con un Papá Noel y la firma de Anita y de Carlos. Por el remite de esta tarjeta sabe Martín que viven en la calle del Cisne. Martín escribe dos cartas a los Corsi. A estas cartas no obtiene contestación.

Este año la vida no es oscura. Es una vida muy difícil para todo el mundo y Martín lo sabe, pero la abuela ha vendido el solar. No falta cisco en el brasero ni sol en la calle. En Europa hay terribles hambres. El aceite no se encuentra más que con dificultades; la abuela lo raciona mucho. Martín sigue teniendo hambre. Siempre boniatos asados. Los aborrece pero se los come. A veces hasta come la cáscara tostada. Conversaciones sobre la estrategia de la guerra. La escuelita de arte sigue funcionando. Martín empieza a pintar al óleo bajo la dirección de su maestro. Se habla de arte abstracto en la escuela y el maestro se enfada. 1942 trae dentro de él muchas matanzas. Los alemanes se extienden por todo el mundo. En Alicante también hay alemanes. Aunque existe la División Azul, existe una paz en España. Es una paz débil, quizá, como un cascarón. Pero dentro del cascarón uno se siente protegido y puede hablar de estrategia con los amigos.

Martín se interesa por el tallado de la madera. Hace un mueble para la abuela con cajones viejos y la abuela queda extasiada ante su habilidad. En Reyes le han regalado un banco de carpintero, ya que le gusta tanto la carpintería. También le han regalado una maquinilla para que se afeite. La abuela ha vendido el solar. El abuelo se encorva cada día y la abuela se asusta de que salga solo y por primera vez en la vida le acompaña al paseo. La abuela con su abriguito negro y su mantilla y un broche con adornos de plata sujetando la mantilla sobre el pecho. Los aliados y los rusos -nadie lo sabe aún- hacen preparativos para un pacto que sirva -si la guerra se gana- para que Alemania no pueda volver a empuñar armas. Los alemanes tienen ganada la guerra a pesar de todo. A Martín le da lo mismo en el fondo, pero su abuelo sigue de parte de los aliados. La abuela ya no es germanófila. Ya no cree que ser germanófila significa ser defensora de la religión. Por las mañanas va a misa muy temprano y el abuelo, ahora, se obstina en acompañarla en vez de quedarse en cama como siempre. Martín está siempre en la calle menos ese rato en que el círculo de luz bajo la pantalla verde riega la mesa bajo la cual vive el alma rojiza del braserillo. El abuelo no quiere que Martín sea militar. Martín tampoco quiere serlo, pero no sabe qué va a ser de su vida si no le dejan ir a la academia de San Fernando en Madrid. La abuela dice que Martín es un niño y hay tiempo por delante para pensar en su porvenir. Ahora los niños saben más que nosotros los viejos, Jozú, Jozú, dice el abuelo. Martín está seguro de que el abuelo tiene razón en esto.

A casi ningún compañero le interesa otra cosa que tener un porvenir seguro. No saben qué porvenir. Lo que digan los padres. Hay chicos a los que los rojos les mataron sus padres, y hay chicos que tienen a sus padres en la cárcel o que quedaron huérfanos después de la victoria de los nacionales. A Martín esto no le importa mucho. No le importa nada. Tampoco le importa mucho su propio padre, que casi nunca manda dinero en vista de que la abuela vendió el solar. El abuelo comenta a gritos que está manteniendo al nieto. Lo dice con sus voces de sordo en el café del sol y en la escalera de la casa. La voz sale por las ventanas del patío. La abuela calla, como siempre, sin hacerle caso. Martín pregunta un día a la abuela si cree ella que las mujeres deben estudiar como los hombres y si sirven para eso. La abuela le dice que ella cree que las mujeres sólo deben servir para llevar su casa y cuidar a su marido y a sus hijos. Si no tienen hijos ni marido la cosa es distinta. De todas maneras la abuela siente desconfianza por las mujeres que estudian. El abuelo hizo estudiar a la madre de Martín en una época en que las mujeres no estudiaban. La madre de Martín guardó los diplomas en un cajón. A los treinta años de edad y sin que los estudios le hubiesen servido de nada se casó con un militar de cuchara mucho más joven que ella. De ínfima graduación. El abuelo aún habla de la mala boda de su desgraciada hija. Se le presentó la tuberculosis y no podía besarte, Martín, ésta fue su mayor pena, dice la abuela.