Frufrú acompañó sus últimas palabras con unas palmaditas alegres.
A Martín no hacía falta llamarle a la alegría. No sentía la menor preocupación por la ausencia de Anita. Carlos le bastaba para notar aquella sensación de arrebato fuera del mundo conocido y cercano que había notado por primera vez cuando aparecieron los dos Corsi sobre el muro del jardín. Aquel esplendor interno en el que Martín no pensaba, sino que llamaba simplemente «el verano».
No volvió a su casa aquella noche hasta el toque de retreta, hasta las diez de la noche, recién terminado el día en aquella época en que los días eran más largos.
Adela, asomada a la ventana del comedor, le vio saltar el muro del jardín y llamó a gritos a su marido. Cuando Martín entró en el comedor Eugenio le dijo:
– Oye, ¿no te parece que tienes demasiado cuerpo ya, para andar saltando tapias? Vas a destrozar los geráneos, coño.
– A mí me da lo mismo -dijo Adela-, el año que viene, si Dios quiere, no estaremos aquí. Lo siento por el pueblo donde tengo muy buenas amistades, pero me alegro por dejar esta casa dichosa que me parece un destierro.
Eugenio movía el cochecillo donde Adelita solía estar siempre el verano anterior y Martín se acercó con cierta aprensión.
– Esta niña es exacta que la otra el año pasado.
– Se parece mucho, sí -dijo Eugenio con complacencia-. La llamamos Mariquita porque doña María, la mujer de don Clemente, ha sido su madrina… Y ahora la sorpresa, Martín. Al año que viene tendrás otro hermano. Adela está empeñada en que sea varón. A mí me da lo mismo, coño. Ya tengo un varón en casa. Adela no se convence por más que se lo digo. Se toma unos disgustos, coño, que no sé cómo quiere tener leche luego para criar a las hijas.
Adela metida en su bata y con cara de pocos amigos miró a Martín con asco. Pero Martín no se daba cuenta. Pensaba en sus cosas, sentado en el extremo de la mesa donde le habían puesto su cubierto.
– ¿Sabes, papá? Carlos tiene un par de guantes de boxeo y un saco de cuero. De cuero, ¿sabes? Lleno de arena para practicar.
Se abrió la puerta y apareció una mujer con la cara muy curtida, como si trabajase en faenas de campo. Bajo su traje de color marrón se adivinaban unas formas opulentas: era la criada de Adela. La pequeña Adelita cogía las faldas de la mujer y trataba de andar a su compás. La sirvienta dejó la sopera de gazpacho sobre la mesa y se quedó mirando a Martin con cazurrería y curiosidad.
– ¿Qué le parece mi hijo, Ramona? Buena altura tiene ya el mozo. Me pasa un palmo a mí.
– ¡Jesús! Es un hombre ya. ¡Jesús María! -la mujer hacía aspavientos de admiración y después se volvió con descaro a Eugenio-. No sé cómo se atreve a tener este hombre en casa cuando hay una mujer tan joven y tan guapa aquí, don Eugenio.
– Coño, no diga usted barbaridades, Ramona. Coño, en mi vida oí cosa igual.
La pequeña Adelita intentaba trepar por las piernas de Eugenio, que seguía diciendo palabras cada vez más fuertes a la mujer que huía hacia la cocina. Al fin se dio cuenta de la niña, la cogió y la sentó encima de el. Martín dijo:
– Fíjate, papá, tenemos la moto y los guantes de boxeo.
Pero Eugenio y Adela estaban ahora hablando y discutiendo en una discusión que había derivado acerca de la niña mayor, que no quería acostarse hasta que la criada se acostase a su vez. Adelita dormía con Ramona en el cuarto de junto a la escalera.
Las hormigas con alas y las mariposas volaban alrededor de la lámpara. Llegó del jardín un olor a tierra reseca y, a ráfagas, el olor del lejano jazminero. Martín miraba hacia el mantel mientras comía y sonreía a la vez como un bendito.
XX
El día de San Juan, Martín fue a misa con su padre y Adela. No fueron en el coche militar como los años anteriores, sino en la tartana de Perico, que vino a buscarles.
Mientras el viejo caballo iba a paso cansino por la carretera junto al mar, Martín se fijó en Adela. Y a pesar de su distracción pensó que había cambiado mucho desde el día en que la conoció en casa de sus abuelos.
Con el traje negro de seda que la ceñía se notaba muy bien la deformación del cuerpo de la mujer. La cara, hinchada, resultaba muy rara, Y la mirada de sus ojos, tan hermosos y adormilados en otro tiempo, era una mirada hosca, como llena de rencores. No es que el chico pensara esto de los rencores, sólo se daba cuenta de la transformación de su madrastra vagamente mientras escuchaba a Eugenio que estaba explicando la procesión del pueblo aquel día. La procesión ya no la alcanzarían a ver, pero según Eugenio resultaba muy pintoresca, casi como las de Semana Santa, en que todos los hombres de Beniteca se vestían de nazarenos o de figuras bíblicas o de la historia de la antigüedad. Algo muy curioso. Todos los hombres bebían lo suyo en aquellas procesiones y las mujeres se encerraban en sus casas. El día de San Juan no pasaba esto, pero Eugenio lamentaba que Martín no hubiese visto la procesión.
Al salir de misa vio Martín que Carlos le estaba esperando frente a la iglesia apoyado en su moto. Carlos se acercó a saludar a Eugenio y Adela.
– Me llevo a Martín, si no les importa.
– Bien -dijo Eugenio-, por mí… Este año Martín sin Mari Tere… Aquella rubia tan mona, ¿eh Martín?, la hija del capitán que había antes. Sin Mari Tere se va a aburrir en el café.
Los chicos dieron la vuelta por la plaza montados en la moto. La plaza estaba animada por los barracones de tiro al blanco y despacho de bebidas y por los hilos de bombillas de colores que cruzaban por encima de la pista de baile para la iluminación nocturna. Algunos puestos estaban cerrados en aquel momento.
Desde el café, don Clemente vio pasar a los chicos y se permitió algunas observaciones cáusticas acerca de ellos y del ruido de la moto y del peligro de que un chico tan joven la llevase por el pueblo con riesgo de atropellar a alguien.
– Se ve que esos chicos de la finca del inglés son privilegiados para todo el mundo y hacen lo que les da la gana. Soto haría bien en vigilar la amistad de su hijo con esa gente.
Al cabo de un rato, completa ya la tertulia con una serie de oficiales entre los que estaba Eugenio, don Clemente se creyó obligado, según dijo, a hacer una advertencia al teniente.
199
– Soto, la amistad de Martín con ese chico de la finca del inglés no me parece una amistad sana ni conveniente para Martín.
Don Clemente tenía su cara fina y pálida ligeramente inclinada y miraba hacia sus afiladas manos que jugaban con un palillo de dientes sobre el mármol de la mesa.
Eugenio se asombró.
– ¡Cómo! ¿Por qué? No creo que haya amistad más sana -se echó a reír-. Gracias a la amistad de esos chicos, mi hijo estos veranos no ha parado de correr por el campo ni de fortalecerse, hombre. Son un poco trastos esos chicos y la Anita lleva mala fama. Pero mire, don Clemente, a mi hijo comprenderá que no le va a perjudicar la reputación acompañar a una chica más o menos ligera de cascos…
Eugenio volvió a reírse, mientras algunos amigos suyos sonreían también y otros le miraban con curiosidad. Al fin, Eugenio se sintió molesto con la sonrisita de don Clemente.
– Usted es un hombre tan sano, tan normal, amigo Soto, que creo que no me entiende siquiera… Escúcheme sin enfadarse. Yo no le estoy diciendo a usted que su hijo no sea sano y normal como usted, le estoy advirtiendo como amigo suyo y como médico, que esa amistad de su hijo con el Carlos Corsi ese, no es conveniente. Anoche les vieron por aquí, por entre los barracones de verbena, cogidos de la mano. Sí, cogidos de la mano, sí. ¿Tiene esto algo de particular?… Usted mueve la cabeza. Sí, no quiere decir nada que dos hombres se paseen por la verbena cogidos de la mano, pero aquí no se usa, Soto, esa demostración de amistad pública. Y no es que yo crea nada malo, yo creo que la cosa es inocente, contra lo que puede opinar gente más grosera y amiga de broma…