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– Métase usted cartujo, hombre. El escándalo público no puede ser tolerado en la casa de Dios.

– Con la entrada de Mussolini en la guerra, el Mediterráneo tiene que cambiar de aspecto. ¡Menuda base aeronaval ha encontrado Hitler en la península italiana!

– Usted no quiere comprenderlo, don Manuel. No puede haber mujeres marcadas como animales para la venta. En un país católico, después de una cruzada, no y no.

– Me apuesto lo que quiera por el papel que juega Libia en la faena.

– La cartilla, don Francisco, es una simple cuestión de higiene. No puede suprimirse.

– Hitler quiso terminar la guerra en seis semanas, pero la cosa está prendiendo como una chispa en un polvorín.

– ¿Usted cree, Soto, que podremos salvarnos de entrar en el conflicto?

– Tenemos que ocuparnos de otras cosas más importantes que de esas desgraciadas. A pesar de los frailes yo no doy abasto en la parroquia con las confesiones y las comuniones. Usted dirá si en plena Misa Mayor iba yo a dar el escándado de una comunión a una mujer que todo el mundo conoce como dueña de una casa de ésas.

– Esas casas son las que deben desaparecer.

– ¿Qué opinión tiene usted de los italianos, Quintana?

– Que me dejen a mí de italianos. Ya los probamos bastante durante nuestra guerra.

– Yo no me siento capaz de negar la comunión a nadie. Pero estoy hablando de otra cosa. Estoy hablando de esa vergüenza…

– Qué quiere usted, ¿que se confundan con nuestras hijas? ¿Que los hombres no sepan a quién tienen que respetar?

– ¿Por qué no les dan cartilla a los hombres que van a casas de ésas?

– Don Francisco -dijo la áspera voz del cura viejo- cambie de conversación, por favor. Hay un niño escuchando.

Martín se estremeció con la larga y dolorosa mirada del cura joven sobre él. El capitán también se volvió para verle. Sofocado, con las piernas temblorosas, Martín se levantó y luego echó a correr entre las mesas, el ruido, el humo de los cigarros, el olor a vermuth, hasta apoyar las manos en el borde del ventanal que abría a la plaza y respirar allí.

La sensación de sobrar en todas partes se apoderó de él. Se sintió como una especie de fenómeno con pantalones cortos y piernas largas en un mundo lleno de novios que se miraban a los ojos, de niños que jugaban entre las mesas, de mujeres que hablaban de criadas y de partos, de hombres…

A ninguno de estos grupos pertenecía Martín. En ninguno podía entrar. Entre las mujeres y los niños se sentía asqueado y los hombres le rechazaban. No podía hacer otra cosa que dibujar, dibujar siempre.

Martín dibujó hasta el jueves. El jueves, día marcado para aquella discutida recepción de Eugenio y Adela, la vida de Martín tuvo un giro imprevisto y se salió de aquel interés de las caras de los hombres y de las mujeres, de la vida del pueblo que comenzaba a adivinar, y hasta de su necesidad de dibujar continuamente.

III

Nunca se explicó Martín por qué tuvo que ser el jueves precisamente, ni por qué aquel jueves le dejaron solo en casa, a media tarde, con el encargo de cuidar de que ningún gato entrase en la cocina donde estaban las fuentes de empanadillas y croquetas, pescado frito y huevos rellenos, tapadas con paños blancos.

Se quedó solo en la casa y en el jardín. Hasta la caseta del perro estaba vacía. El perro se lo había llevado el asistente para entrenarlo -según explicó a Martín- en vistas a la próxima temporada de caza.

– Nene, si te aburres riega los geráneos… Pórtate bien, ¿sí? No te comas nada, que he contado las cosas.

Adela se marchó en la tartana. Martín se encogió de hombros cuando la vio desaparecer. Adela le irritaba mucho. No es que la odiase, pero le irritaba. Y no pensaba regar los geráneos, naturalmente.

Era media tarde y no sabía qué hacer. Al fin se acercó al pozo y lanzó el cubo hacia la hondura hasta que notó que se hundía en el agua y que pesaba. Lo alzó lentamente con ayuda de la polea, lo sujetó con esfuerzo cuando llegó al brocal y vertió agua en la regadera. Sintió placer al salpicarse de agua el traje limpio y las sandalias. Las sandalias eran ahora como las de un franciscano porque el asistente las había cortado por las punteras con una navaja. Así los largos dedos de Martín salían libres. Parecían los de un Cristo románico.

En aquel momento le pareció sentir «el acecho». Ningún silbido, pero sí «el acecho». Alguien vivo, mirando. Apretó los dientes y no quiso desconcertarse como otras veces. No quería inventarse personajes inexistentes, como en sus noches de niño cuando la abuela tenía que entrar en su cuarto para tranquilizarle. Estuvo a punto de decir para sí mismo aquella palabra que empleaba siempre su padre: «coño». Quiza fuese un alivio pronunciarla. Pero recordó que no sólo su padre empleaba la palabra. Todo el mundo decía eso cuando estaba enfadado. Hasta Adela. Él no necesitaba ese alivio. Prefería callarse si el taco en su boca tenía que resultar tan histérico y repugnante como en boca de Adela.

Levantó la regadera con fuerza y se dirigió al pie del muro comenzando a volcar el agua sobre las hojas carnosas requemadas en los bordes, sobre las flores, rojas algunas, rosadas otras, sobre los pequeños caracoles que se aferraban a los tallos, sobre las resistentes telas de araña que se doblaban al peso del agua y no se rompían.

Entonces empezó a oír las risas. Sonaban casi encima de su cabeza y tuvo que mirar. Quedó con la boca entreabierta, con una expresión de asombro que a los otros les hizo reír más.

Estaban a horcajadas sobre el muro. Un chico y una chica. Uno delante de la otra, erguidos como si fuesen a caballo. El chico llevaba pantalones de pescador remangados hasta un poco más abajo de la rodilla, una blusa blanca con las mangas cortadas y abierta sobre el pecho. La chica llevaba un trajecillo estampado, como de tela de cortina, sin mangas. La falda le subía descuidadamente hasta medio muslo y aunque los brazos eran flacos, muy tostados por el sol, la pierna que veía Martín era una pierna suave y fuerte de mujer. A los dos les llameaba el pelo con el sol y los dos calzaban alpargatas. El muchacho, para reírse, volvía la cabeza hacia su hermana. Martín supo en seguida que eran hermanos, aunque no tuvo tiempo de saber si se parecían o no se parecían en el primer momento. Ella fue la que habló con la boca llena de risa y el ceño fruncido.

– ¡Chico, eh chico! ¿Eres hijo del capitán?

Sucios de tierra como iban, vestidos de aquella manera y la chica con los pelos tiesos y revueltos encima de la cabeza, se les hubiera podido tomar por unos golfillos, por unos gitanos. Y sin embargo no se les podía tomar por golfillos ni por gitanos. Y aquel acento de la muchacha resultaba muy especial, medio andaluz -el abuelo Martín era andaluz y Martín conocía de sobra el acento-, medio extranjero.

Martín no contestó. No preguntó tampoco «¿quiénes sois?» No dijo nada. Estaba allá abajo, flaco y larguirucho, con sus ojos profundos -un poco hundidos en las cuencas como los del abuelo Martín-, con su pelo tieso cayéndole sobre la frente, la boca entreabierta y una mano apretando la mejilla, rozando aquella mejilla con los dedos, frotándola de arriba a abajo.

El chico se inclinó un poco hacia él en tono de mando.

– Vamos, contesta a Anita. ¿Cómo te llamas?

Anita, sin más preámbulos, pasó la otra pierna por encima del muro y se descolgó en el jardín. En medio minuto su hermano la siguió, y cuando Martín lo tuvo delante pudo darse cuenta de que era alto y bien formado como un hombre, aunque su cara no tenía bozo alguno.

– Somos Carlos y Anita Corsi.

La chica hizo la presentación mientras Martín seguía callado. Carlos movió la cabeza. Llevaba el pelo recortado a cepillo como un alemán. Quizá Martín pensó en un alemán porque Carlos tiraba a rubio, mientras que su hermana era morena.

– Éste no entiende español. Parlez-vous françáis? Do you speak English?

Entonces Martín sonrió con aquella amplia sonrisa que le iluminaba la cara.

– Me llamo Martín Soto.

– ¿Martín?, ¡martín pescador!

– ¿Martín pescador?

– Martín Soto.

– Martín pescador. Ya decíamos que tenías cara de martín pescador. ¡Es extraordinario!

Los dos hablaban a la vez llamándole martín pescador y Martín no sólo no estaba ofendido, sino que se divertía.

– Desde luego, martín pescador.

– Bueno, pues martín pescador.

Aquello se había convertido en una especie de juego de despropósitos. Anita echó a correr hacia el brocal del pozo y se asomó a la oscuridad gritando su propio nombre para ver si le contestaba el eco.