Frufrú manifestó entusiasmo con las luces de colores de la plaza y el barullo de gente y los altavoces. Empezó a tararear una musiquilla de circo. Esto ya antes de que los chicos la condujesen a una de las barracas donde se servían bebidas. Fruirá pidió anís y los chicos pidieron anís también. Después fueron a tirar al blanco y la risa cloqueante de Frufrú llamó mucho la atención entre los que se apiñaban junto a la barraca de tiro.
En un momento determinado Martín vio cómo Carlos levantaba en el aire a un chiquillo que iba a cuatro patas entre el gentío dispuesto a pellizcar a Frufrú en las piernas. Carlos lo levantó por los pantalones y al dejarlo en el suelo le dio una patada que no le hizo gran cosa. El chico salió corriendo y ya nadie más se volvió a meter con Frufrú. Frufrú ni se enteró siquiera, tan entusiasmada estaba con su juego. Pero excepto alguna risa, miradas y comentarios, nadie se metió con ella aquella noche. Carlos y Martín probaron suerte también con el tiro al blanco, después fueron a beber de nuevo otras copitas y en seguida pidió Frufrú a Carlos que la sacara a bailar entre las parejas de la plaza.
Martín quedó en un rincón, junto al tiovivo, avergonzado con aquella capita de piel que tenía que sostener en las manos. Pero aún fue peor cuando Carlos y Frufrú volvieron terminado el baile y Frufrú, animada, incansable, sacó a bailar a Martín.
Era terrible bailar con Frufrú. Aunque Frufrú, con gran sorpresa del chico, bailaba bien, y se dejaba llevar por la música y por la pareja, era terrible, Martín fue un muchachillo sofocado por el calor, la vergüenza, los apretones en la pista cargadísima y las ocurrencias que le lanzaban gentes desconocidas a los oídos: «Hijo mío, ¿qué vas a hacer con esa momia, sacarla al sol?» o «¿Has sacado a la abuela del manicomio, chico?» Cosas de ésas al paso, que a Martín no le hacían gracia, sino que le causaban angustia y fastidio.
– ¡Ahora quiero un refresquito, ahora quiero un refresquito!
Frufrú batía palmas animadísima, al terminar el baile. Carlos, sentado en la barandilla que rodeaba el tiovivo, sonreía.
– Frufrú, mira quién está aquí.
Junto a Carlos un grupo de jóvenes del pueblo. Tres o cuatro jovencillas muy arregladas, pintadas y compuestas y dos muchachos algo torpes, uno de los cuales llevaba un palillo de dientes en la boca como si fuera un adorno. Se quitó el palillo para saludar con un «buenas, doña Frufrú», algo fastidiado. Era el hermano de Benigna, la sirvienta de los Corsi, y Benigna estaba en el grupo de las muchachas con su melena rizosa, suelta, y sus grandes pendientes. Estaba muy ruborizada. Martín la miró. La chica llevaba un adorno de flores en el escote y un traje muy apretado que ceñía su busto grande como el de una paloma buchada. Había algo en Benigna, quizá su juventud -Benigna a pesar de su aspecto de mujer no tenía más edad que Martín-, su lozanía o su susto al encontrarse con Frufrú inopinadamente, que a Martín le gustó. No hacía más que mirar para ella. La chica se dio cuenta y bajó los ojos apretándose luego contra sus amigas,
– Vamos, ñiños, vamos todos a tomar un refresquito al café. Invita doña Frufrú. Todos, todos, el hermano también, el novio también. ¿No es novio? Todos, todos, las lindas muchachitas también.
El grupo aquel no sabía cómo negarse. Al fin las chicas y los dos mozos que las acompañaban se decidieron a seguir a Carlos, Martín y Frufrú. Martín notaba un calor enorme dentro de él y unas ganas instintivas, absurdas, de colocarse junto a Benigna, mientras se abrían paso entre la gente, hacia el café del casino.
Una de las mesas de fuera quedaba vacía en aquel momento y Frufrú se adelantó a tomarla cogiendo una de las sillas. Carlos cogió otra colocando allí la capita de Frufrú y animó al grupo entero a sentarse.
– ¡Camarero!… Sillas para estos señores.
En algunas mesas cercanas la gente se volvía con curiosidad. El camarero lanzó una mirada a Frufrú, miró a las muchachas que se apretaban unas contra otras, a los dos hombres del pueblo, a Carlos y a Martín. Se dirigió a Carlos.
– Perdone, señor, no pueden sentarse aquí. Hay que ser socio. Lo siento, ya ven ustedes. Reservado el derecho de admisión. Aquí hay otros señores que esperan la mesa.
– Oh, qué fastidio -dijo Frufrú.
– Nosotros nos vamos, doña Frufrú, muy buenas…
Y otra vez, casi sin darse cuenta, quedaron solos los tres entre tanta gente. Martín estaba furioso y avergonzado. Sabía muy bien que no había necesidad de ser socio del casino para sentarse en el café.
– Tenemos que buscar otro lugar, ñiños, no hay más remedio. Estoy cansada.
– Podíamos irnos a casa ya -apuntó Martín.
Carlos le miró enfadado.
– No, no, qué estupidez. Habrá otro café, otro bar, digo yo… Ah, Martín, ¿te acuerdas de la taberna que vimos anoche, donde tocaban la guitarra? Está en una de estas calles. A Frufrú le gustará. Habrá mucha gente también. Creo que a estas fiestas viene gente desde no sé cuántos kilómetros a la redonda. Todo está lleno.
Encontraron la tabernilla ocupada por hombres que bebían y algunas mujeres de mal aspecto que bebían con ellos. Efectivamente, un ciego tocaba la guitarra allí y una de las mujeres empezó a cantar y a bailar luego jaleada por sus amigos. Frufrú seguía contentísima. Sólo quería agua fresca para beber y aquello no se podía servir allí. Martín y Carlos pidieron vino y rajas de salchichón para tener derecho a que Frufrú tuviese su agua. Y al fin Frufrú, después de tomar un sorbo de agua, bebió vino también.
Martín empezó a animarse, a divertirse sin hacer nada más que estar allí, con Frufrú y con Carlos sentado junto a una mesa y mirando la animación de los demás. También estaba bebiendo vino y comiendo aquel salchichón tan malo, aquellos pedacitos de pan negro y áspero, aquellas aceitunas y unos arenques luego. Desde la llegada al pueblo, cuando quería recordar aquella noche, todo lo que había hecho y había visto se le aparecía ahora en una confusión de colores y ruidos con algunas imágenes sueltas que se le escapaban a veces.
– Es una pena que no haya venido Benigna -dijo sin saber lo que decía-. Es muy simpática Benigna.
– Muy buena -contestó Frufrú-, muy buena ñiña aunque algo tonta.
– Es bonita Benigna, atractiva…
– ¿Qué te ha dado, idiota? -dijo Carlos-. Benigna es una cateta de pueblo. Todo menos atractiva.
– ¡Es atractiva!
– Anda, vamos, tú… ¿Con ese buche?
– ¿Ese buche? -dijo Martín con los ojos brillantes volviendo a servirse vino del jarro-, ese buche es atractivo, caray.
– ¡Para ti será! ¡Qué tío éste, Frufrú! Le gusta Benigna… Para ti será atractivo ese pechazo. A mí me gustan sólo las mujeres finas y elegantes, chico. Esa carnaza me da asco. Yo, sobre una Benigna, no pondría una mano.
– Ñiños, ñiños… Es hora de marcharnos. Sí, es hora de marcharnos. Estamos algo booorrachitos todos. Todos… No nos vayamos a matar con la moto.
Frufrú les dominaba aún. Uno de los grupos animados de aquella aberna empezó a gritar, batiendo palmas cuando se puso en pie Frufrú. «¡Que baile la vieja, que baile la vieja!»
Pero Frufrú no hizo caso. Tenía la cabeza perfectamente clara para pagar la cuenta y salieron los tres de la taberna para encontrarse con la maravillosa noche encima, llena de luz y de estallidos de cohetes aún. Fue muy difícil encontrar al guardián que les había aparcado la moto. La cabeza se les fue despejando a los tres mientras caminaban por las calles y luego en la búsqueda de aquel hombre. Al fin recuperaron su vehículo. Algunas de las sillas del paseo central estaban vacías ya. Martín veía a personas que le parecían distintas a las de antes. Parejas que ahora se arrastraban con más cansancio o por el contrario parecían más animadas a aquella hora. Carlos puso en marcha su moto y emprendieron una marcha fantástica por la carretera.
– A mí -dijo Martín-, no me dejes en la esquina de mi casa. Tendré que saltar el muro.
Cuando se detuvo la moto en la explanada, delante de la casa de los Corsi, Frufrú estaba contenta y cansada también.
– Ha sido divertido, ¿verdad, ñiños? Hacía mucho tiempo que no me divertía tanto. Buenas noches, ñiños.
Martín no tenía sueño ahora, estaba despejado. Carlos también y acompañó a Martín entre el pinar hasta el muro.