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– ¿Qué? ¿Se te ha pasado el entusiasmo por Benigna, chico?

Martín no recordaba haber manifestado tal entusiasmo y se sintió azarado. Carlos le dio unas cuantas sacudidas cariñosas por los hombros.

Martín trepó al muro y se dejó caer lo más silenciosamente posible al otro lado. El perro empezó a ladrar cuando él cayó más allá de los geráneos y la sombra de Eugenio se levantó de la mecedora de Adela. Parecía la sombra de un gigante, pero tomó cuerpo y volumen cuando Eugenio bajó los escalones del porche hasta el jardín.

– Ven aquí, condenado sinvergüenza.

– Papá. He ido a la verbena con Carlos y con Frufrú.

– ¡Ven aquí te he dicho!

Martín se acercó a la noche brillante donde las plantas y los senderos, y hasta el brocal del pozo, se distinguían perfectamente, casi como en pleno día.

Eugenio llevaba en la mano una correa de cinturón y con esa correa cruzó las espaldas de su hijo pegando fuerte.

– Así -jadeó-, así. ¿Crees que podías engañarme? He sido cocinero antes que fraile. Me gusta que no llores, eso está bien. Cuando yo prohibo salir no se sale, ¿entiendes? Como vuelvas a escaparte de noche no te pego, te pongo en la camioneta de Juan y te mando a pasar las vacaciones con los abuelos. Y digo que no te pego otra vez, condenado, porque si te toco otra vez creo que me embalo y te mato… Y ahora sube a tu cuarto por el mismo sitio donde has bajado. A ver si eres capaz. ¡Vamos! ¡Sube por el palo de la luz! ¡Sube te digo, coño!

Martín trepó por el palo de la luz. Al llegar a la azotea se sentó en el suelo, derrengado, y se volvió a levantar rápidamente porque le escocían los correazos de Eugenio. Respiró el aire limpio y callado de la noche haciendo profundas inspiraciones y aspiraciones y luego se fue a la cama.

En aquel momento no guardaba ningún rencor a Eugenio. Y estaba seguro, sin saber por qué, de que tampoco Eugenio estaba muy enfadado. Tumbado sobre la cama, en calzoncillos, pensó que salir con Frufrú a una verbena no era cosa como para exponerse a que le devolvieran a sus abuelos. No tenía ganas de volver a la fiesta con Frufrú, aunque sabía que quedaban dos noches de fiesta aún.

XXI

TRES SEMANAS PASARON como un día. Una tarde de julio, después de merendar, estaban sentados en el balancín de Frufrú Martín y Carlos, cuando oyeron rodar un coche por la avenida. Después de hacer sonar el claxon apareció un automóvil grande color crema y quedó aparcado junto a la fuente seca de la explanada, Martin sintió un sobresalto terrible.

Tres semanas habían pasado como un día. Tres semanas llenas de aventuras para los dos muchachos que eran aventuras imposibles de concebir en compañía de Anita, y la llegada de aquel coche anunciaba la presencia de Anita.

Se habían dedicado Carlos y Martin a lo que ellos llamaban -guiñándose un ojo por detrás de Frufrú- la caza del lagarto. Por las mañanas, en vez de salir a las dunas descalzos, sin más ropa que su pantalón de baño, durante la primera de aquellas semanas se habían vestido lo mejor posible sobre el bañador -Martín había terminado por dejar siempre el suyo en la finca del inglés- y después de remolonear un rato por la finca seguidos por la mirada suspicaz de los brillantes ojitos de Frufrú decían aquello de los lagartos y se iban.

La cosa empezó por el afán de lucir la moto que tenía Carlos. Carlos sin darle explicaciones obligó a Martín a vestirse un día y lo llevó detrás de él, con gran ruido, carretera adelante hasta Beniteca y luego por una bajada entre las calles del pueblo hasta aparcar la moto junto a la playa en el lugar donde estaban las barcas de los pescadores y al lado de ellas, bajo grandes sombrajos de hojas de palma, las señoras que hacían crochet vigilando el baño de los jóvenes y de los niños.

La espectacular llegada fue advertida inmediatamente. Martín notó dentro de él una timidez terrible, pero Carlos, con la mayor desenvoltura, le condujo a la sombra de una gran barca, donde se despidieron. Después Martin vio con terror que Carlos se dirigía con las ropas en la mano hacia el dominio de las señoras, hacia los sombrajos. Le siguió cuatro pasos atrás y vio cómo su amigo, después de echar una ojeada a toda aquella gente se acercó a una de las damas, la saludó con desenvoltura y le rogó por favor que guardase sus ropas y su reloj de oro. Todas las señoras del sombrajo y hasta las de los sombrajos vecinos miraban a Carlos. Él, seguro de su cuerpo adolescente, sonreía con la mayor dulzura y al parecer sin darse cuenta de la expectación de los demás.

– ¿Eres tú el que ha venido en la moto?

Esta fue la primera pregunta que percibieron las encendidas orejas de Martín. A esta pregunta siguieron otras muchas, a las que Carlos contestaba sin darle importancia y con desenvoltura admirable.

– ¡Si ni siquiera sé de dónde soy! Mi padre tiene pozos de petróleo en Venezuela, yo nací en la Argentina y mi madre era española. Un lío de familia.

Después de esto Carlos hilvanó hermosas mentiras, más hermosas cada vez y más adaptadas al gusto de aquellas damas según se iban acercando para escucharle las jovencillas que unos momentos antes andaban por la orilla del mar. En aquel primer contacto quedó establecido que Carlos iba a prepararse para el ingreso en la escuela de ingenieros en el próximo curso. En Martín nadie se fijó hasta que Carlos pidió gentilmente que también guardasen las ropas de su amigo.

Todo lo demás fue muy sencillo. Cayeron entre el pequeño grupo de bañistas juveniles con un éxito absoluto. Martín se sentía a un tiempo exasperado y feliz de la corte que rodeaba a Carlos diariamente al llegar a la playa.

El primer día, cuando bajaron de la moto al volver a la esquina de la calle de Martín, Carlos le dijo lleno de euforia:

– Esto es mejor que cazar lagartos. Todos estaban alrededor de mí como moscas alrededor de una cuchara de miel.

Martín llegó tarde a su casa a la hora de la comida. Ya habían terminado Adela y su padre y Adela se negó a darle su ración a pesar de sus explicaciones. Pero Eugenio atendía a aquellas explicaciones y con un «coño» y un puñetazo en la mesa le dijo a Adela que la comida de su hijo se le guardaba aunque llegase a las cuatro.

– Es cosa de la edad, coño. Va a cumplir diecisiete años y es más natural que ande buscando novia entre las muchachas forasteras que no perdiendo el tiempo solo con ese pájaro de al lado todo el día. Nadie puede decir que no es sano que un muchacho de su edad vaya a buscar a las chicas.

Las reacciones del padre, tan sencillas, le parecían un poco misteriosas a Martín. Pero en aquel momento fueron muy convenientes para él a pesar de la mirada de odio con que Adela ordenó a Ramona que le sirviese un plato de comida.

Todas las mañanas iban a cazar lagartos de aquella manera. Martín llegó a sentirse arrebatado por el mismo interés que cuando dos años antes, escondido entre los pedregales y en la mano el hilo que terminaba en el anzuelo con su cebo de tomate, esperaba entre Carlos y Anita el tirón indicador de que el bicho había picado.

El interés de ahora era tan absurdo y tan disuelto en la luz y el calor del verano como todo el interés de vivir que había sentido siempre junto a los Corsi. El interés consistía en observar los manejos de los demás. Los de los muchachos queriendo coger a Carlos en contradicciones, los de las chicas para hacerse notar por él. Todo esto entre baño y baño. En el mar se lucía Carlos casi teatralmente con sus habilidades natatorias y también lograba éxitos de esta manera.

Algunas veces Martín se cansaba de ver a Carlos alejado de él y rodeado de tanto admirador. Pero Carlos le guiñaba el ojo con tanta gracia cuando se quedaban solos, que Martín comprendía que el olvido de su amistad era sólo aparente y se preparaba para volver al otro día a las nuevas delicias de la caza. Lo mejor de todo eran las conversaciones, al caer de la tarde, mano a mano en el pinar. La vanidad de Carlos era tan radiante, tan ingenua, que a Martín le gustaba contemplarla.

– Tengo a todas ésas enamoradas de mí.

– Hay una que no -dijo tímidamente Martín.

– Ah, ¿conque no? Dime quién es y la conquisto en seguida.

Una niña de quince años, morenita y espigada, hija del nuevo notario de Beniteca y de nombre Mari Tere, prefería hablar con Martín que con Carlos o con los otros chicos. Al oír la salida de Carlos, Martín se encogió de hombros y tragó saliva.

– Hombre, si tú quieres conquistarla…

Le parecía imposible que alguien pudiese resistir a la gallardía y al encanto de Carlos.