Carlos se echó a reír.
– Vaya, te la dejo. También tú tienes que cazar tu lagarto, aunque sea un lagarto pequeño.
Una vez embalado en conversaciones de esta clase con Martín, Carlos no se paraba en barras. Le decía a Martín que no sólo las jovencitas sino también las señoras mayores le resultaban fáciles y que si él quisiera las conquistaría. Pero no le gustaban y prefería asombrarlas. Y estas cosas las creía Martín. Las creía y a veces le punzaban dentro del pecho. Sentía miedo de que Carlos llegase a interesarse demasiado por la caza, de que se interesase tanto que dejase de interesarle ya la magnífica camaradería de las confidencias.
El repuesto de combustible que tenía Carlos para la moto acabó pronto. Carlos y Martín iban ahora a la playa civilizada, sin vestir, andando descalzos por la orilla del mar. Si llegaban pronto Carlos prefería mantenerse retirado, hasta que, echado en la playa a lo lejos, veían cómo se llenaban los sombrajos vacíos.
– Para la caza lo importante es aparecer cuando le echan a uno ya de menos.
El día del Carmen fueron invitados, con todos los de la pandilla, a casa de Carmencíta, una muchacha que a Martín le parecía insoportable, que a Carlos le habían dicho era una de las ricas herederas de la provincia y que llegaba a la playa, en compañía de su hermano, en un carricoche tirado por mulas con cascabeles en las riendas.
Aquel día echaron de menos la moto. Carmencita vivía en un chalet grande rodeado de palmeras como un oasis en el desierto y a dos kilómetros de Beniteca en la carretera contraria a la que conducía al faro.
Fue una caminata grande para llegar hasta allí y Carlos estaba muy preocupado porque su jersey de seda se empapaba de sudor. La preocupación llegó a ser tan grande que a Martín le pareció cómico aquello.
– A ver si en vez de cazar tú el lagarto, el lagarto te caza a ti.
En la voz de Martín había una nota de angustia que a él mismo le sorprendió. Pero Carlos se reía.
Muy cerca ya de casa de Carmencita, Carlos se empe ñó en sentarse a la sombra relativa de un cañaveral junto a una charca llena de mosquitos. Carlos se quitó el jersey y lo puso a secar. Los mosquitos le acribillaron a pesar de que Martín los espantaba con su chaqueta blanca. Martín se reía como un loco en aquellos momentos, y Carlos estaba un poco fastidiado.
A pesar de todas estas operaciones o a causa de ellas quizá, Carlos fue recibido con el mismo alborozo de siempre. Y en cuanto llegaron a la reunión se separó de Martín. Martín se mantuvo apartado y casi olvidado de todos hasta que Mari Tere le rogó con coquetería que la permitiese enseñarle a bailar. Martín llevó entonces a la niña a la terraza y bailó con ella un fox de moda, entre las demás parejas. Mari Tere quedó asombrada de sus cualidades de bailarín. Como faltaban chicos que tuvieran estas habilidades, desde aquel momento Martín estuvo solicitadísimo. Mari Tere, cuando él la sacó a bailar otra vez, ya casi de noche, le pidió que fuese con ella a pasear por el jardín un poco.
Fue un paseo inocente, casi silencioso, un poco incómodo también, que le recordó a Martín vivamente sus experiencias con la Mari Tere de Alicante y aunque estaba azarado y halagado al mismo tiempo por el interés de la chica, procuró conducirla hacia la terraza iluminada lo más pronto posible.
Cuando salieron de aquella casa, ya de noche, Carlos empezó a contarle a Martín cómo habían picado sus lagartos. Poco a poco, según el camino avanzaba, Carlos se iba embalando en descripciones de la persecución de aquellas niñas, sobre todo de Carmencita, que le había llevado a un rincón oscuro para que él le pusiese la mano en el pecho y le diese un beso.
– ¿Sabes lo que le dije después? Le dije que yo sólo juego a esas cosas con mujeres experimentadas.
– A mí me ha ocurrido algo por el estilo, pero es más fuerte. Y fue en el jardín, a la sombra de las palmeras -mintió a su vez Martín, excitado.
Carlos le miró de reojo en la sombra de la carretera.
– Chico, ¿sabes que la caza del lagarto se pone interesante?
Poco a poco la conversación se fue acalorando. Una explicación seguía a otra, cada vez más atrevida y más cortada por risas. En este mentir y mentir Martín encontró un gozo turbio, jamás experimentado hasta entonces.
Un goce que, como todos los del verano, estaba mezclado a la sensación de la presencia de Carlos junto a él, caminando por la carretera bajo las estrellas magníficas de la noche sin luna. Tan clara aquella noche que el cielo parecía arder.
Martín ardía. Notaba arder a Carlos a su lado mientras hablaban y hablaban. Carlos, naturalmente, como a veces hacía con Anita, le cogió la mano. El fuerte contacto un poco áspero conmocionó a Martín un instante y luego con deliberación se desprendió de aquella mano bruscamente. Carlos entonces le pasó el brazo por el hombro. Y así, medio borrachos de sus propias palabras, llegaron a la esquina de la casa de Martín.
Sólo tres días habían transcurrido desde aquella tarde y ésta la habían pasado como casi todas. Ensayaron a boxear un poco y luego cansados y sudorosos bajaron a la playa para bañarse otra vez, compenetrados uno con el otro en la alegría de tener secretos entre los dos y de sentirse al mismo tiempo más a gusto en aquella salvaje soledad.
Al atardecer pidieron a gritos a Frufrú una merienda. Tenían tanta hambre aquella temporada que Frufrú se guardaba muy bien de darles galletas ni cualquier cosa delicada. Frufrú había discurrido -pensando en la escasez de pan- prepararles diariamente una fuente de ensalada de patatas que los chicos devoraban junto a la taza de té obligatoria.
Después de la merienda charlaban perezosamente en el balancín de Frufrú y fue entonces cuando oyeron el rodar del coche y el claxon antes de verlo aparecer en la explanada y pararse junto a la fuente.
Del coche bajó el señor Corsi con gafas de sol, pañuelo de seda blanco al cuello, jersey de seda, pantalones grises y cabello gris también, pidiendo a gritos un baño.
En seguida vio Martín a Anita, con un traje estampado de fondo blanco, aquellos altos zapatos «de coja», que estaban de moda y la misma impetuosidad y movimiento de siempre abrazando a Frufrú y abrazando a Carlos.
Martín encontró a Anita tan cambiada, en el primer momento, que tuvo ganas de abrir la boca de asombro. Un rato más tarde se dio cuenta de que las facciones de Anita no habían cambiado lo más mínimo, ni tampoco su cuerpo. Ni su vitalidad. Pero era distinta.
Del automóvil bajó, casi al mismo tiempo, un caballero rechoncho y moreno, muy elegante también, que contempló a Anita, sus movimientos, sus risas y sus besos y abrazos a Carlos con una sonrisa embelesada. Martín se fijó entonces que bajaba del coche desde la portezuela abierta el perrito pequinés de quien le había hablado Carlos, arrastrando la fina correíta que colgaba de su collar. Anita se fijó al mismo tiempo en el perro y en Martín. Cogió el pequinés en brazos y se acercó al muchacho.
– Mira, pescador, mira Tití, ¿no es precioso? Después de Carlos es lo que más quiero en el mundo. Me lo regaló Oswaldo. Oswaldo es el mejor poeta de América. Oswaldo, éste es martín pescador. No sé si te he hablado de él o no, pero es lo mismo, es nuestro martín pescador… Mira qué vergüenza tiene, no me quiere dar un beso.
Soltó el perro en el suelo y corrió detrás de Martín para besarle dejándole después ruborizado y retraído delante de la mirada del poeta.
– Ya le llegará el tiempo de apresiar los besos de las jóvenes lindas. Ya le llegará, amigo.
El señor Corsi había desaparecido y Frufrú también después de coger al perrito en brazos y llevárselo dándole besos. Anita se sentó en el balancín con el poeta a su lado y Carlos junto a ella, en el suelo. Martín estaba enfrente de pie y acabó por sentarse en una de las sillas de hierro. Anita aceptó un cigarrillo de Oswaldo y después tomando la lujosa pitillera que éste le ofrecía sacó de ella un cigarrillo para Carlos y otro para Martín. Carlos aceptó y Martín también. Martín había fumado muy pocos cigarrillos en su vida y a Carlos tampoco le había visto fumar, pero los dos encendieron sus cigarrillos con aire de hombres mundanos.
Anita fumaba, tosía con el humo al reírse y no paraba de charlar en todo el tiempo.
– Qué viaje, Carlos, ¡extraordinario! Tú te habrías divertido como yo. Papá y Oswaldo, los pobrecitos, como no les divierten las incomodidades, sufrieron muchísimo. Imagínate que en cuanto encontraban un hotel bueno ya no querían salir de allí. Gracias a que yo les obligaba, si no no hubiéramos llegado nunca… ¿Te acuerdas de aquel pueblo, Oswaldo? ¿Cómo demonios se llamaba? El pueblo del hombre… Nos recomendaron el hotel como muy bueno y ni siquiera había baño allí. Extraordinario. Unos cuartos con camas muy altas de metal, lavabo y jarro y muchas fotografías de esas de hace siglos que eran de todos los dueños muertos del hotel. ¿Y las mesillas de noche? Unas mesillas de noche enormes, con mármol por encima y con orinales enormes también. Yo por lo menos tenía mi cama de matrimonio para mí sola, pero Oswaldo y papá tuvieron otra cama de matrimonio para los dos porque no había más habitaciones. ¡No os podéis figurar lo que fue!