– Anita, linda, no cuentes esas cosas a los muchachos.
– Me muero de risa al acordarme. Llegamos por la noche a tiempo de cenar y yo me arreglé en seguida y bajé al patio del hotel para esperar a papá y a Oswaldo. Y el patio del hotel era una cosa increíble, extraordinaria, llena de macetas con palmeras, calendarios, estatuas de negros sobre repisas, sillones de mimbre y escupideras de loza y otras macetas que bajaban hacia la cabeza de una con unos alambres colgados de la galería. Bueno, en uno de aquellos sillones encontré a un señor extraordinario. Alto, de nariz ganchuda, grueso. Un señor que una vez que empezaba no paraba de hablar.
– Tienes que tener más prudensia con las amistades, linda. No era nada extraordinario el aspecto del señor. Era un viajante y tenía cara de viajante.
– Para mí extraordinario porque es el primero que he visto… Figuraos que ese señor me empezó a decir que para conservar la juventud no había nada como las pildoritas que él tomaba antes de la comida y yo no sé… -la risa la ahogaba-. El caso es que Oswaldo y yo las tomamos.
– Explica las cosas, linda. Aquel buen hombre vino a nuestra mesa invitado por ti y era insoportable. Cuando cogiste su pildora y la tragaste sin que tuviese tiempo de detener tu mano, me asusté. Tú no tienes experiensia, linda.
Anita se reía a carcajadas.
– Sí, el buen señor tuvo que jurarle a Oswaldo que aquello era buenísimo y entonces Oswaldo, fascinado, lo tomó también. Y os tengo que contar lo que pasó.
El poeta se puso en pie.
– Linda, me gustaría darme un baño. ¿Puede ser?
– ¿Quieres darte un baño de mar? A mí me apetece mucho. ¿Quién me acompaña?
– Yo -dijo Carlos.
– Yo, Anita, preferiría bañarme hoy de manera más sivilisada como dise tu papá.
– Tienes que esperar a que papá termine en el cuarto de baño. Pero mira, aquí viene algo para ti. Sifón y el whisky que tú nos regalaste últimamente y que a nadie le gusta más que a papá y a ti. -Anita se fijó en la muchachita que venía con la bandeja-. ¿Cómo te llamas, guapa? No te había visto nunca. Yo soy Anita.
Benigna, ruborizada y tímida, casi no acertaba a colocar la bandeja en la mesita.
– ¡Ah! -gritó Anita-. Qué alegría para ti, Oswaldo. Frufrú es maravillosa. Hasta ha encargado hielo. Puedes ir bebiendo esto mientras nosotros nos vamos al mar. Vamos, chicos.
Oswaldo quedó abandonado en el balancín y diez minutos más tarde estaban los chicos en la playa con un mar rosado y pálido delante de ellos en el que se metieron. Al salir, después de correr un rato, Carlos preguntó:
– ¿Qué pasó aquella noche, Ana, la noche en que tomasteis las pildoras?
Anita se echó a reír.
– ¡Increíble! El señor de las pildoras durmió perfectamente, lo sé muy bien porque yo tuve que ir más de treinta veces al único water del piso que estaba lejísimos de mi cuarto y no lo encontré nunca en mi camino. A Oswaldo sí que lo encontré dos veces en el pasillo, aunque fingimos por delicadeza que no nos veíamos y no se le puede hablar de eso. Como es poeta… Resulta que las pildoras eran un purgante. Pero, ¿no es extraordinario que al viajante no le hicieran daño? Oswaldo tenía una cara malísima cuando salimos al día siguiente casi de estampía y me agradeció mucho que en el primer restaurante yo pidiese arroz blanco. Papá el pobre no sé si se ha enterado o no. Ya sabes que siempre está de broma, pero siempre es muy delicado también.
Se reían los tres alegremente mientras iba anocheciendo al subir a la casa.
La alegría de Martín, sin embargo, su misma risa que no podía contener tenía una nota falsa, vacilante, aquella tarde.
Carlos cogía la mano de Anita y empezó a correr hacia la casa de la finca bajo las primeras estrellas que empezaban a temblar en la última luz del día. Martín, retrasado, les siguió como siempre.
XXII
Tumbado boca abajo, los codos en la arena, la cara angulosa entre las manos y el ceño fruncido, Martín, junto a Carlos, observaba distraídamente el toldo bajo el que se veían -separadas de ellos por la brillante neblina del calor- las figuras de Oswaldo, Anita y el señor Corsi. La que se movía era Anita, que en aquel momento quitaba a Oswaldo el sombrero de paja para ponerlo sobre su cabeza. Un segundo después lo volvió a colocar sobre la del poeta. Oswaldo y el señor Corsi, sentados pacíficamente en las butacas de lona, en bañador, tomaban el sol en las piernas.
– «Humano capiti cervicem pictor equinam junguere sivelit»…
– ¿Qué demonios murmuras?
– Nada, estaba mirando a Oswaldo: «spectatum ad-misirisum teneatis, amici?»
– Caramba, eso deberías decírselo a Anita, le impresionaría tu latín. Nosotros, con el inglés tenemos bastante, ¿sabes? ¿Cómo te ríes del poeta ese?… Me gustaría aprenderlo. Mañana se va. A ver si empezamos a divertirnos de una vez este verano.
Martín no le escuchaba, metido en sus pensamientos.
– Ya está.
Se sentó en la arena en un gesto brusco, volviéndose de espaldas al sombrajo, cara al mar.
– En este momento he comprendido lo que debe ser mi pintura.
Puso su mano en el hombro de su amigo, caliente por el sol, y Carlos se volvió a mirarle perezosamente de reojo.
– ¿Qué demonios te pasa?
– Escúchame. Es toda una teoría sobre la pintura. Llevo tres días pensando en mi pintura. Sobre todo ayer, cuando me dejasteis solo todo el día. Había llegado a creer que en Beniíeca me volvía burro. No hago nada durante los veranos. Es desesperante. Otros años me traje todo el equipo de carboncillos y demás. Este año, no ya los pinceles, ni un lápiz se me ocurrió coger, nada absolutamente. Pero esto no puede ser. Ayer estuve pensando todo el día en mi pintura. Ni siquiera me di cuenta de que os habíais marchado de excursión la familia entera. Te digo que todo el día de ayer fue muy extraño. Fue decisivo para mí.
– El Oswaldo ese nos llevó a comer a un hotel que hay cerca de aquí en otro pueblo de la playa. Un hotel que es una birria, pero donde nos dieron una caldereta de pescado que a Frufrú le gustó muchísimo y luego con el coche se divierte uno de verdad. Nos paramos en cada playa que le apetecía a mi hermana para darnos remojones. Oswaldo sufrió mucho por la tapicería del automóvil. Nos subíamos chorreando y él se empeñaba en que extendiésemos toallas debajo. Frufrú, para congraciarse con Oswaldo, nos reñía, pero imagínate que a ella se le ocurrió bañar a Tití, y cuando el bicho subió al coche sacudiéndose, fue lo peor de todo. Te digo que nos divertimos Ana y yo. Casi estoy pensando si Anita no querrá que hagamos algo con ese tipo. Algo como lo de don Clemente. ¿Te acuerdas?
– Yo, ayer, de pronto, lo vi todo muy claro. Tenía ganas de hablar contigo. Tú y yo no hemos hablado nunca en serio, Carlos. Hasta ahora, chico, mi único confidente ha sido muy extraño. Mis mejores conversaciones las he tenido con un amigo de mis abuelos. Un hombre inteligente, desde luego, pero un viejo al fin y al cabo. Ayer me di cuenta de lo que era mi verdadero destino en la vida. Me di cuenta de la fuerza que puede tener un hombre para crear. Sé que no me explico bien. En realidad un hombre es una especie de insecto entre la corteza de un mundo perdido entre otros mundos. Y sin embargo, dentro de mí yo siento el universo entero.
Carlos se sentó también en la arena y le miró extrañado.
– Oye, ¿te has vuelto loco?
Mientras Carlos se sacudía la arena de las manos, Martín apreció la perfección de la cara de su amigo y su ceño fruncido.
– Estoy hablando en serio, Carlos. Ya te dije que nunca te he hablado en serio.
Carlos miró a un lado y a otro de la gran playa vacía. A un extremo el pueblo de Beniteca se desvanecía en la brillantez del calor. Al otro lado, mucho más cerca, el promontorio del faro, con las olas rompiendo entre las rocas que guardaban el secreto del solarium.