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Carlos le puso la mano en la cabeza.

– ¡Eh, tú! Has tomado una insolación.

– Nada de insolación. Necesito que me escuches un momento; hace un rato, mientras decía esas palabras de la epístola a los Pisones… «spectatum admisi»…

– ¿Epístola a los qué?… Me parece como un chiste sucio, eso de Pisones.

– No me harás creer, por vacía que tengas la cabeza, que no sabes quién era Horacio.

– Un romano antiguo con toga y una corona de laurel en la cabeza.

Martín sonrió y Carlos siguió hablando mientras dibujaba en el aire con las manos una invisible vestidura.

– Algo así como yo cuando acompañaba a Anita en el recitado aquel de Berenice.

– Si me haces reír ya no te puedo contar lo que he pensado antes.

– Cuenta, genio pescador, cuenta. Vas a estallar.

– Sí, porque estoy en desacuerdo completo con Horacio no sólo en cuanto a pintura, sino en cuanto a cualquier arte. Lo he visto claramente. Si un pintor pusiera a una cabeza humana una cerviz de caballo y le pegase miembros, emplumase la figura e hiciese que un pecho hermoso de mujer acabase en pez horrible no sólo no sería torpe, sino que habría roto los moldes. Hay que romper con una tradición que le oprime a uno. Hay que romper con todo. Horacio habla luego de la libertad del artista, pero yo no admito ni los límites contra el absurdo.

Carlos volvió a hacer ademán de tocarle la frente, y luego, encogiéndose de hombros, dijo algo que a Martín le serenó por completo y le quitó toda su exaltación.

– Bueno, chico. De pintura no entiendo ni quiero entender tampoco. No me interesa. Ahora, lo que dices, es absurdo. Crees que has descubierto algo, ¿verdad? Pues no has descubierto nada. Yo he visto muchos cuadros que parecen ese que describe Horacio. Todo eso de romper moldes está descubierto ya.

Se puso en pie y volvió a silbar mirando hacia su hermana. Martín siguió sentado en el suelo, pensativo, tan nervioso que empezó a morderse las uñas. Abstraído no sintió llegar a Anita que venía corriendo hacia ellos después de dejar a su padre dormitando y a Oswaldo con la palabra en la boca. Martín no se dio cuenta de su presencia hasta que ella se echó encima de sus hombros, riendo.

– A éste le conviene una buena zambullida, Ana. Está más loco que una cabra. Hablando latín y todo eso. Así se ha despertado hoy.

– ¿Hablando latín? ¡Qué atrevimiento! Cógele por los hombros, Carlos, y yo le cogeré por los pies. Es largo, pero está más flaco que una sardina. No, no te revuelvas, podemos contigo.

Sacudido por la risa convulsiva que le provocaban las cosquillas y temiendo defenderse demasiado y hacer daño a Anita, Martín fue arrastrado al mar. Un rato después se encontró nadando lejos de los otros dos. Allá, en la arena, vio la figura rechoncha de Oswaldo que se acercaba hacia la orilla. Anita y Carlos, cerca de la playa, se perseguían nadando. Él, Martín, estaba solo. Ahora sabía que nunca podría continuar su conversación con Carlos. Era otro tipo de hombre Carlos. Resultaba bastante curioso observar la incapacidad de admiración que tenía fuera de su propia familia. «Has cogido una insolación», eso le había dicho. En verdad le pareció a Martín que el verano entero de Beniteca -los tres veranos unidos en un largo y llameante verano- constituía una enorme insolación, pero no en el sentido en que había hablado Carlos, sino al contrario. No porque a Martín se le excitase la imaginación hablando de su arte, sino porque lo olvidaba. Olvidaba todo en Beniteca.

Volvió a mirar hacia los Corsi, que estaban cerca de la orilla, de pie, animando a Oswaldo a entrar en el agua. Luego hizo una inspiración y se zambulló, nadando hacia ellos.

Por la tarde, la hora de la siesta era la única en que, aquellos días, estaban solos Carlos y Martín. Momento desperdiciado o ganado -Martín no sabía- en un silencio envuelto en el canto ronco de las chicharras, mientras ellos, subidos a las ramas de los pinos, fumaban uno de los cigarrillos con que -por mediación de Anita- les obsequiaba Oswaldo algunas veces. Momento que se completaba luego con los puñetazos contra el saco de cuero lleno de arena y que más tarde se llenaba de la expectación de Carlos, esperando a Anita para el baño de antes de la merienda.

Iban los tres solos a la playa sin Oswaldo y sin el señor Corsi y a Martín se le antojaba que entonces representaban una especie de parodia de lo que había sido su amistad dos años antes. Anita soltaba algunas frasecitas en francés, mezclándolas ahora con palabras inglesas para aturdir a Martín, y Carlos le seguía el juego. Luchaban un poco en la playa y al fin se zambullían.

Aquella tarde, cuando Anita se les reunió, Carlos le explicó, riendo, que Martín hablaba latín correctamente y que quería entrar en el seminario el próximo octubre.

– Oh, qué interesante, Martín. Siempre dije que tenias cara de cura.

– Ya está bien de bromas.

– ¿Te molesta? Claro, tú eres un fanático español.

– Yo no creo en nada.

– ¿Ves? Fanático español. Carlos, Martín es un caso perdido. O cree en todo o no cree en nada. No puede ser tolerante como nosotros.

Martín sintió que su violencia se disolvía en las carcajadas de sus amigos. Al cabo de un rato era uno de ellos, riendo también y bromeando. Hasta sintió verdadera alegría cuando Carlos, al volver del mar, le dijo otra vez que por fortuna aquella era la última tarde en que tendrían que soportar al poeta.

Ya de noche Martín echó a andar con paso largo y firme por el senderillo de las dunas que conducía desde el portillo trasero de los Corsi a la verja trasera de su casa. Y se iba riendo solo. La tensión del día anterior parecía haberse disuelto en su espíritu hasta no quedar rastros de ella. Otra vez los Corsi llenaban de tal manera su universo que ni pensaba en esto. Pensaba en las cosas que Anita había dicho al poeta mirándole a los ojos muy cerca, sentada junto a él en el balancín. Otro que no fuese Oswaldo se habría dado cuenta de la burla de Anita. El señor Corsi hasta intervino algunas veces tratando de desviar la conversación de las alabanzas exageradas que hacía Anita a los versos del poeta, hacia otros temas. Carlos, detrás de Oswaldo, hacía muecas feroces a Martín. Los Corsi representaban su comedia. Siempre estaban representando. Y Oswaldo, delante del señor Corsi, de Martín y de Carlos, aprovechaba todos los momentos propicios para tocar a Anita. Se cogía de su brazo y la apretaba contra él en un momento de risas; otras veces le arreglaba el cabello, le tocaba la nariz con su dedo índice y con un pretexto cualquiera hasta palmeaba sus pantorrillas. Muy inocente debía de ser todo esto para que el señor Corsi no se molestase en absoluto. A Carlos, en cambio, este juego le molestaba. Martín lo sabía, pero también sabía que no le molestaba como le habría molestado a él mismo si viese a otro hombre tratando de aprovechar la proximidad y la inocencia de una mujer de su familia. A Carlos le molestaba porque tenía, como siempre, unos celos infantiles de Anita. Martín, camino de su casa, se reía solo.

La verja no estaba cerrada aún con la cadena y el candado que le ponía Eugenio por las noches, y Martín se alegró. La verja era alta y puntiaguda, muy incómoda de saltar, y si hubiese estado cerrada, Martín habría preferido dar una larga vuelta hasta la carretera para meterse por la entrada principal antes de exponerse a romper sus pantalones con aquellos pinchos.

Acarició al perro que ladraba. Vio luz en la cocina y la sombra de Ramona con una sartén en la mano. Un olor de aceite fuerte, sin refinar, salía por la ventana de la cocina envuelto en un humo grasiento. Cuando el perro quedó tranquilo, se escucharon los grillos.

Martín avanzó descuidadamente, doblando la esquina hacia el jardincillo delantero y la realidad doméstica y familiar le envolvió. Por la ventana abierta del comedor salían gritos mezclados de Eugenio y de Adela. En esos gritos se entendía el nombre de Martín y el muchacho se detuvo en seco. No podía ver el interior de la ventana, allí, a un lado donde estaba, pero oía perfectamente.

Eugenio dio uno de aquellos puñetazos que hacían temblar la mesa. Quizá por el ruido había sido otra cosa. Quizás había golpeado la mesa con la pistola descargada, si es que la estaba limpiando. A veces lo hacía, aunque luego juraba, mirando arrepentido hacia la pistola como si el «Astra» fuese un niño a quien hubiese pegado injustamente.

– Te callas, coño, te callas y me escuchas. Estoy cabreado ya con ese médico del demonio y su mujer y toda su maldita parentela, ¿entiendes? En ese chico de al lado no hay maldad, ni maldito peligro alguno, ni maldita porquería, coño, y menos en mi hijo… ¡Pues estamos buenos, coño! Un día me quito el uniforme y le arreo una paliza al individuo ese que le dejo tuerto, coño. Y a ti, como vuelvas con cuentos, te pongo la cara al revés.