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Adela gritó sollozante que de eso sería Eugenio capaz, de pegar a una mujer inocente que no hacía más que repetir lo que doña María le había dicho del chico de al lado que era un indeseable, que tenía sugestionado a Martín. Al fin y al cabo ella, si Martín se maleaba, le daba lo mismo. Eugenio con el hijo estaba ciego y ya se arrepentiría algún día de tratar así a su mujer.

Antes de terminar Adela su parrafada ya estaba gritando Eugenio que bien pudiera ser que don Clemente y toda su familia fueran unos cochinos rojos camuflados, y que si era así él mismo los llevaba al paredón, por cochinos y por sinvergüenzas. La confusión de las dos voces que gritaban era terrible. Un momento más tarde a esos gritos se mezclaron otros: los de Ramona, la criada, y los de Adelita llamando a su papá.

Martín se escurrió entre las sombras desandando el camino hasta la caseta del perro, que volvía a ladrar atado a su cadena. Allí esperó un rato. Sabía que la cosa iba a terminar muy pronto y que cuando entrase en el comedor no quedaría de la discusión más que un poco de enrojecimiento en el cuello y la cara de su padre y mucho mal humor en los ojos huidizos de Adela.

Acarició al perro, calmándolo, y el animal rozó su cara con la lengua áspera, húmeda. Bajo sus dedos sintió el temblor de la vida cuando acarició el cuello y las orejas del pachón.

La imagen de Anita parecía partida dentro de su cerebro. Y la de Carlos, y la de Frufrú y la del señor Corsi y la de Oswaldo. No comprendía exactamente el sentido de las palabras que acababa de escuchar a su padre y Adela, pero sí sentía el odio de aquel hombre, el médico. «¿Qué le habéis hecho, demoños, a don Clemente…?» Algo de eso había dicho Frufrú una vez. Le pareció asombroso que don Clemente siguiera recordando y recordando aquella paliza, sin decidirse a hablar de ella claramente. ¿Qué pensaría Eugenio de aquella paliza, si él, Martín, le hablase, si le confiase todo aquel viejo asunto?

– Si yo le hablase de hombre a hombre a mi padre…

Porque él era un hombre, efectivamente. Una larga figura de hombre doblada sobre el perro en la semipenumbra de aquel trozo del jardín. Y era también un niño sorprendido delante del primer rencor que había provocado. Mientras apretaba las orejas del perro sintió durante un segundo un deseo feroz de volver a pegarse con don Clemente. Y después, miedo. Un miedo indefinido que se iba concretando en la idea de que Eugenio pudiese no comprenderle, de que le obligase a dejar la compañía de los Corsi: el sol, el verano, por el procedimiento de enviarlo a Alicante. A otro sol, en verdad, a otro verano, pero que no era el suyo.

De la ventana de la cocina salía luz y humo y el rumor del aceite hirviendo en la sartén. El verano era lo que importaba. Y Carlos y Anita también; aunque ya no volvieran Carlos y él a la caza del lagarto. Le había hablado a Carlos de su sabiduría. No sabía ya si le había hablado de esto hacía mucho o poco tiempo. Esa sabiduría de la impasibilidad. Pero no podía permanecer impasible. No podía perder el verano. Estaba allí. Era suyo. Tan suyo como sus sueños de ser un gran pintor. Carlos y Anita; Anita y Carlos. La finca del inglés, las viejas paredes con enredaderas. Golpe a golpe, la vida. Era imposible recordar, volver a sentir furia. El no podía. Era necesario que pasase la noche, esperar la mañana y volver a disolverse en la luz y en los gestos de sus amigos. Lo importante era el minuto presente. Allá se las apañasen Eugenio y Adela con sus discusiones y su vida.

La casa estaba ya calmada y sin gritos en el momento en que decidió volver hacia el jardincillo de delante. Se dirigió hacia la luz de la ventana del comedor, por donde entraban los insectos nocturnos. Fue hacia la mesa familiar, hacia el gazpacho y el pescado frito que le esperaban para la cena.

XXIII

Otra vez el sol de colores en la mañana. Y las chicharras. Y el solarium. Todo lo mismo y nada igual al mismo tiempo, porque se siente cada año que no se es el mismo del año anterior. En el interior de Martín había una nota de malicia al mirar a Carlos y Anita. Sabía perfectamente sus puntos vulnerables. Anita se sorprendía y se interesaba con las demostraciones más burdas de superioridad que le mostraran. Carlos era vulnerable sólo a través de su hermana. Cuando desaparecieron el señor Corsi y Oswaldo en el coche color crema del poeta, ellos tres quedaron solos en el mundo, con el fondo de aquel paisaje conocido y las historias de Frufrú.

Martín se preguntó con curiosidad si Anita sentiría nostalgia del poeta, pero Anita parecía incapaz de recordar, parecía nacer cada día,

– Vosotros me recordáis a los monos.

– ¿Ah, sí, pescador? ¿Por qué a los monos? Te has vuelto muy impertinente desde que sabes latín.

– Pues porque parecéis una bandada de monos. Llegáis, lo tocáis todo y después os quedáis tan tranquilos. No os importa nada de nada. Muchas veces me pregunto si tendréis incluso inteligencia normal.

– Carlos, vamos a tirarle al agua.

– ¿Qué os importa a vosotros en esta vida? ¿Os importa lo que pasa en el mundo? ¿Os importa el arte? No os importa nada.

– Carlos, este pescador está insufrible. ¿Cómo lo has aguantado tanto tiempo tú solo? Está siempre hablando de arte y no ha hecho un solo cuadro en su vida.

– Me gustaría haberme traído las pinturas. Entonces verías.

– Muchas gracias. Carlos, cógele de los pies. Vamos a chapuzar al gran pintor… Te perdonamos el chapuzón si nos enseñas a decir esa frase latina tan rara que sabes, risum teneatis… ¿qué más?

En cierta manera los ojos de Anita eran ingenuos. Martín comprendía que envidiaba su latín. Y los ojos de Carlos, más sombríos, detrás de la cara de su hermana, eran ingenuos también. No quería que Anita hiciese demasiado caso a Martín tampoco. La quería sólo para él, ahora que no estaba Oswaldo. Y Martín, que quería a Carlos más que a Anita, encontraba más fácil ahora que Anita le respetase, que inspirar respeto a Carlos. Respeto. Esa palabra tan rara quizá resultaba demasiado solemne. Inspirar curiosidad. Martín trataba de inspirar curiosidad y lo conseguía más fácilmente con Anita.

Todo el día del sábado Martín trabajó su propia importancia con los dos hermanos; aquella primera tarde sin el poeta compró lápices de colores en el pueblo y un trozo de cartulina y se dedicó a hacer un dibujo de tipo cubista delante de los dos hermanos en el fresco de la leonera de Carlos.

– Es algo horrible y disparatado, chico. ¿Qué has querido representar ahí? Jamás llegarás a ser un pintor.

– Es un arlequín.

Martín se reía y Anita le miraba inquieta. Carlos, aburrido, trataba de demostrar su desinterés dándoles la espalda, junto a la ventana.

– Si yo hubiese inventado este cuadro sería un gran pintor, niña. Claro que esto no es un cuadro, sino un dibujo coloreado, pero trata de copiar, y bastante bien (¿me oyes, Ana?: bastante bien), un Picasso 1915. Lo copié este invierno y lo sé de memoria. Lo copié de un libro de arte muy bueno… No me digas que no sabes quién es Picasso.

– Si pinta cosas de ésas, un tonto.

– Y si Oswaldo te oyera repetir ese juicio, ya verías lo que pensaba de ti. Oswaldo, con todas sus tonterías, era un hombre culto, me parece. Demasiado cultivado para ti.

– No era: es… No se ha muerto.

Carlos, vencido, vino hacia ellos y les puso las manos en los hombros; una mano en el hombro de Anita, otra en el hombro de Martín.

– Bueno, vamos a dejar de perder el tiempo, ¿verdad? Siempre nos hemos divertido juntos y no sé qué pasa este año que no podemos divertirnos.

Anita se volvió graciosamente y besó a su hermano en la mejilla. Tuvo que empinarse para ello.

– Bueno; pues vamos con Frufrú. Vamos a pedirle que nos cuente el viaje a Tierra de Fuego. ¿Quieres, tonto mío?

Debía ser algo convenido entre los dos hermanos esto del viaje a Tierra de Fuego, porque Martín notó una rápida gratitud y alegría en los ojos de Carlos. El se limpió las manos, descuidadamente, en el pantalón y luego rompió el dibujo que había hecho, mientras los Corsi salían de la habitación. Le llamaron desde el jardín, eso sí, para que oyese las historias de Frufrú.