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Poco a poco se fue haciendo en su cerebro una luz extraña y dolorosa. Comprendió que nunca podría explicar a Eugenio que lo que había visto -y sólo había visto a dos muchados dormidos en una cama- no tenía nada de vergonzoso, nada de horrible. Pero quizás Eugenio no había pensado más allá de lo que había visto. Quizá esto bastaba en la mentalidad de Eugenio para rechazar a su hijo. Eugenio, que no quería que su hijo le besase, porque los besos le parecían efusiones poco viriles. Quizá tenía razón su padre y él, Martín, era poco hombre.

Entonces, Martín quiso matarse. Quiso buscar un cuchillo para abrirse las venas, pero estaba demasiado débil y aturdido para encontrar aquel cuchillo -¿deseaba encontrarlo en el fondo?-, para rechazar a la fuerte Ramona y a Adela, que chillaban a punto de un ataque histérico. Después de esta exaltación cayó en la apatía.

Llegó la noche y Martín, que estaba en el recibidor de su casa, sentado en la mecedora de Adela, perdió la esperanza última de la visita de los Corsi. No contestaba a ninguna pregunta. No decía una sola palabra ni hacía ningún movimiento. En el comedor, Adela y Ramona estaban bajo la luz de la lámpara.

– A mí me da lo mismo que te escapes o que te quedes. Mañana llega tu padre. Si quieres, Ramona te lleva la maleta hasta la esquina. Tú verás si tienes hombría para marcharte o no la tienes.

Martín no supo nunca cómo se encontró en la sombra del muro del inglés esperando la camioneta.

Los faros de la camioneta eran como dos pequeñas lunas amarillentas en la madrugada. Martín se encontró instalado junto al asiento del chófer; antes de que Juan hiciese maniobras con el vehículo para dar la vuelta hacia Beniteca, Martín pudo ver los muros de la casa del inglés en la amanecida. Los Corsi no habían aparecido al volver de su excursión. La idea de que no volvería a verlos jamás le vino a Martín sin dolor alguno. Su sensibilidad estaba embotada. Metió las manos en sus bolsillos y encontró dinero allí. Adela había sido generosa por una vez. Tenía dinero y salvoconducto para el viaje. Martín podía escapar.

Se encontró en Alicante una tarde calurosa. En el garaje donde Juan había introducido su camioneta estaban dos guardias entre la gente que se apiñaba junto a un mostrador para recoger los bultos recién descargados. Aquellos guardias entre la gente le dieron miedo a Martín. Guardias civiles, falangistas, militares y todos los uniformes que había visto en el viaje le habían dado miedo a Martín. Durante la noche en Murcia bajó las escaleras de la fonda dispuesto a escaparse y la presencia de una pareja de la guardia civil le había producido tal temblor, que había vuelto a la habitación compartida con Juan y con otros dos hombres.

– ¿Dejas la maleta para que vengan a buscarla o te la llevas?

Juan eí chófer también le pareció un enemigo. Todo el mundo era enemigo.

– Me llevo la maleta.

Nada más. Juan le había mirado con curiosidad durante el viaje. En ciertos momentos de este viaje, durante las paradas, Martín había creído sorprender risas y conversaciones de Juan con otros hombres en las que la palabra marica resonaba en el cerebro de Martín. Pero no había sido verdad lo que pensaba. Juan lo único que había intentado averiguar era el porqué de que Martín estuviese hecho un Ecce Homo, con aquella cara hinchada y golpeada, y por qué se volvía a Alicante en lo más caluroso del verano. Cuando se convenció de que era imposible hacer hablar a Martín, Juan le dejó en paz.

Nunca había cargado con su maleta. Otras veces al volver a Alicante la dejaba en el garaje y un mandadero enviado por los abuelos la iba a recoger más tarde. Pero entonces cargó con ella a pesar de su debilidad y el dolor de sus músculos.

Se habían terminado sus pensamientos. Su voluntad también. Iba andando por calles conocidas, siguiendo con seguridad su camino aunque frecuentemente se detenía a descansar. Las calles por las que caminaba no eran calles muy concurridas. Tuvo la visión de dos frailes que desaparecieron al volver una esquina. En el café donde su abuelo solía tomar el sol vio algunos uniformes de militares alrededor de las mesas. Un grupo de muchachitas que pasaron a su lado le miraron con curiosidad. Una fila de beatas con mantillas y rosarios entraba en una iglesia. Un cura, una mancha negra, le sorprendió como algo extraordinario. A cada encuentro, Martín temblaba.

Cerca de casa de sus abuelos se detuvo en la acera. No había nadie en aquella calle. Aún podía dar media vuelta y huir hacia otro lugar. No sabía hacia dónde, pero aún podía huir. Estaba solo y el mundo en masa era enemigo suyo. Había un mundo alrededor que no entendía el deslumbramiento del verano ni de la amistad. Ni siquiera los Corsi entendían la amistad. Nadie.

Las ventanas de don Narciso el médico estaban entornadas. Tuvo que reconocer, a pesar de su obcecación, que detrás de aquellas ventanas alentaba la amistad. Algo muy diferente de lo que él había sentido por los Corsi, pero que era amistad. Don Narciso y los abuelos eran amigos. Ningún peligro en aquel sentimiento que unía a los viejos y que era algo seguro y firme a través de los años. A él, Martín, le habían criado entre viejos de sentimientos firmes y seguros. La casa de don Narciso era su casa tanto como la de los abuelos, a ojos cerrados hubiera podido recorrer las habitaciones que estaban detrás de las ventanas entornadas del médico. Conocía la biblioteca de la casa, siempre abierta para él, y don Narciso le había alentado en su vocación de pintor.

En el piso de los abuelos colgaban las persianas verdes sobre el balcón del despacho, sobre las macetas que la abuela tenía en aquel balcón. Una de aquellas persianas tembló un poco, como si alguien acechase detrás de ella. Muchas veces lo había esperado su abuela, detrás de aquella persiana, cuando él llegaba desde el instituto. Cuando la abuela le veía venir abría la puerta del piso y le esperaba en el rellano de la escalera, con tanto afán como si él, Martín, llegase de un viaje largo. En los últimos tiempos, Martín había rehuido el beso de bienvenida de la abuela, porque ya era un hombre y le molestaban las efusiones.

Estaba en medio de su vida de siempre. La luz y los olores de la calle le resultaban conocidos y parecía que nunca hubiese salido de allí. No tenía otra casa que aquel piso de los abuelos, con el comedor, que ahora en verano estaría a oscuras, con el despacho con su mesa grande y el viejo sillón de tapicería desteñida. El pisapapeles de bronce del abuelo tenía como adorno la figura de un caballo al galope y había sido su mejor juguete cuando niño. La idea de su cuarto con el escritorio, con el ventanillo junto al techo donde entraba por las noches la luz del patio que se reflejaba en la pared de enfrente en cuadrados superpuestos como en una pintura, le dio la sensación de un refugio deseado.

Arrastrando su maleta había llegado hasta el portal. Volvía a sentir miedo. Pero la idea de superar aquel miedo, la idea de que no tenía motivos para temer empezaba a imponerse. «El miedo es unas cosquillas en el estómago. Nada más.» Retrocedía su pensamiento, como el de un viejo, hacia las regiones oscuras de la infancia.

Brillaba la placa de metal en la puerta de don Narciso y brillaban los limpios escalones de mármol desgastado. Empezó a subir escalón a escalón arrastrando la maleta hasta la mitad de la escalera y allí se detuvo.

«No tengo por qué huir. No he hecho nada malo. No tengo por qué huir.»

Y estaba temblando. Las piernas le temblaban en el afán de dar la vuelta y de salir corriendo. No recordaba nada ya. Beniteca, el verano larguísimo y ardiente y los Corsi, se habían esfumado de su cabeza, pero la idea de la huida la notaba en aquellas piernas temblorosas y en los fuertes latidos de sus sienes y de sus muñecas. Iba a huir. Lo único necesario era la huida.

Se abrió la puerta del piso y Martín quedó quieto, paralizado.

La abuela apareció en el rellano de arriba y a Martín vista desde abajo, le pareció muy alta y muy delgada. Vestía de negro y tenía el cabello rizoso, casi blanco. En su gran confusión, a Martín le pareció que ella sonreía, pero no estaba seguro. Sólo estaba seguro de que si la abuela gritaba echaría a correr.

La abuela no le dijo nada. Tendió las manos hacia Martín, simplemente, llamándole con aquel gesto sencillo. Aquel gesto que Martín conocía tan bien. El gesto con que le había recibido siempre, año tras año, cuando él volvía del colegio, de la escuela de arte o del instituto.