– Es raro; no se ve la casa.
– Míster Pyne debía de ser espía para estar tan oculto.
– Ese viejo arrugado qué va a ser espía.
– ¿Conocéis vosotros al inglés?
Martín ya estaba junto a ellos, anhelante. Decepcionado por el desprecio a su álbum y olvidando ya el desprecio.
– Sí -dijo Carlos-, le conocimos en Tánger.
– No -dijo Anita-, le conocimos en Gibraltar.
– Ana, recuerda que fue en Berlín.
– Carlos, recuerda que fue en la Patagonia.
– Anita, íbamos en el Zeppelin durante nuestra vuelta al mundo.
– ¡Aquel cigarro puro! ¡Lo recuerdo!… Este martín pescador ni siquiera ha montado en avión, no hay más que verle la cara.
Estaban ahora representando una comedia mirando a Martín. Y Martín intervino:
– Estáis equivocados. He subido a un bombardero durante la guerra. Iba con mi padre: era un Yunker… Tirábamos las bombas y las veíamos caer como pelotas. Estallaban. Volábamos cabeza abajo muchas veces.
Los otros se miraron. Anita frunció el ceño.
– No se llaman así los aviones. No se llaman como has dicho.
– ¿Yunker? Sí, estoy bien seguro.
Y entonces se rieron los tres. De esta manera Martín había entrado en el juego. Lo divertido no eran los disparates, sino la manera de decirlos. Pero Carlos no estaba contento.
– Oye, tú, pescador. Si quieres ser amigo nuestro tienes que ser pacifista como nosotros. No nos gusta la guerra y al que le guste la guerra lo matamos. De modo que no te pongas con muchas, porque luchando cuerpo a cuerpo te pulverizo.
– Bueno -dijo Anita-, ¡pulverízalo!
Martín se puso en guardia. Reunió dentro de él toda su excitación y energía para la lucha. Carlos, quieto aún, dándose masaje en los brazos, le insultaba entre dientes.
– Sale béte, poule mouillée.
Martín decía interiormente: «Vamos, guapo. A ver qué te crees», pero de su boca no salía un sonido. Apretó las quijadas al mismo tiempo que su labio superior dejaba ver un filo de sus dientes blancos.
Anita en aquel momento se puso entre ellos y los separó antes de que hubiesen comenzado.
– Dejadlo ahora… Aún no hemos visto todo. Vamos abajo.
Carlos lanzó una especie de grito guerrero cuando bajaba las escaleras. Martín gritó también. Anita hizo bocina con las manos: «¡Locoooos!» Y su grito resonó más que el de ellos.
Ya no razonaban. Ahora no hacían más que correr alrededor de la mesa del comedor y luego atravesaron el recibidor, tropezando con los muebles, lanzándose al pasillito estrecho y asomando a lo que iba a ser el salón de Adela y aún no era nada, sino el reino de un pequeño tresillo forrado en terciopelo oscuro con flores estampadas. En el lavabo, Carlos cogió la brocha de afeitar de Eugenio Soto, la mojó en agua y la embadurnó de jabón. Después persiguió con aquella brocha a Martín y a su hermana.
Martín conectó la luz de la alcoba de su padre. Se encendió la lámpara central y las velas del tocador que estaba lleno de frascos de vidrio decorado con purpurina.
– Merde! -dijo Anita, añadiendo incongruentemente-: Esto es precioso.
La enorme cama relucía, el armario de luna relucía, la colcha de seda morada relucía y el cojín de raso amarillo que tenía cosido un muñeco de trapo, un polichinela vestido de seda, encima de él, relucía también.
Carlos cogió el cojín y lo tiró al aire, Martín lo recogió y lo volvió a lanzar como una pelota.
Carlos descorrió la cortina morada y abrió la ventana de par en par. La luz eléctrica palideció al entrar el rojo poniente. La ventana abría a las dunas, no frente al mar sino frente a la misma Beniteca que aparecía muy lejos llena de chispas de cristales encendidos, o quizá de luces.
Carlos jadeaba un poco, la camisa suelta del todo, abierta del todo ahora sobre el torso joven y tostado por el sol. Sonreía. Empezó a tantear los muelles de la cama y se sentó en ella. Así sentado, con las piernas muy rectas empezó a saltar. Un salto seguía a otro. La cabeza de Carlos subía y bajaba tapando el crucifijo colgado en la cabecera de la cama y volviendo a dejarlo al descubierto.
Martín se fijó en Anita.
Anita aparecía reflejada en el espejo del tocador, entre las velas eléctricas encendidas y era otra Anita. Una Anita femenina y desconocida. Los grandes, singulares ojos de Anita, no eran oscuros ahora, sino de color ámbar claro, más claro que su piel, pero llenos de reflejos rojizos. Un gesto de placer y de vanidad satisfecha llenaba aquella cara. La mano de Anita, pálida y pequeña, tomó la gran borla de los polvos de Adela y empezó a empolvarse la nariz una y otra vez hasta dejarla completamente blanca. Ella parecía entusiasmada de este arreglo. Cogió el perfumador y empezó a apretar la pera de goma perfumándose el pelo y el escote mientras el aire se llenaba con aquel olor a violetas sintéticas, fuerte y pegajoso. Y ella, encantada.
Tan abstraído estaba Martín que no oyó los pasos de Adela hasta que la tuvieron encima, hasta que entró en el recibidor hablando con sus amigas. La oyeron todos a la vez. Carlos saltó hacia la ventana, pero se detuvo para esperar a Anita. Anita lanzó una exclamación de pánico al caérsele el perfumador al suelo.
– Zut! -dijo-, zut!
Martín tuvo una rápida visión de su espanto, que resultaba cómica en aquella cara de payaso llena de polvos. Pero saltó rápidamente por la ventana y desapareció. Carlos estaba saltando aún cuando entró Adela.
De esta manera tan sencilla, los Corsi, descolgándose por el muro se metieron en la vida de Martín, y Martín recibió unos cuantos coscorrones y una bofetada por culpa de ellos y se quedó sin cenar la noche de los invitados.
Cuando Martín corrió hasta su cuarto escapando de un puntapié de su padre, gracias a que los amigos de Eugenio lo sujetaban, iba profundamente aturdido, pero no asustado. Eugenio le juró ajustarle las cuentas y darle una paliza soberana más tarde. Pero no se sentía asustado. Tenía la cabeza muy clara, extraordinariamente clara, según le parecía. Está era la palabra que ellos empleaban: ¡extraordinario! «Poule mouillée»… ¿Conque gallina mojada, eh? Vaya una expresión estúpida. ¿Eran franceses los chicos? A pesar de que se insultaban en francés, a Martín no le parecían franceses. Poule mouillée, ¡tenía gracia!. Sentía no haber luchado con Carlos. Deseaba luchar con él. Tenía la impresión de que a pesar de ser Carlos más alto y más fuerte él le vencería. No para humillarle, naturalmente, sino para hacerse admirar. Su deseo era tan fuerte que le ayudaría a vencer.
Un calor muy grande llenaba el cuerpo de Martín. Se quitó las sandalias y la camisa y anduvo por la azotea fingiendo un match de boxeo contra el aire cálido de la noche y al fin terminó cansado. Se asomó jadeante hacia los pinares. Ni un soplo de aire conmovía a aquellas ramas. Ni un silbido en la quietud. Una luz, sí, allá, en el centro de la pinada, la luz de una ventana en la que nunca se había fijado. Allí vivían Anita y Carlos. ¿Cómo había exclamado Anita cuando cayó al suelo el perfumador? Zut! A saber qué idioma era. Todo lo demás le parecía francés y, desde luego, de alemán no sabían los Corsi una palabra.
Poco a poco la excitación fue cediendo. No tenía idea de la hora. No había oído la corneta de la Batería ni para la retreta ni para el silencio, y sin embargo allí estaba la noche rodeándole con todas sus estrellas, con toda su plenitud. Y los invitados de abajo ya habían acabado de cenar, puesto que ahora oía a las señoras charlando bajo el porche mientras que las voces de los hombres continuaban en el comedor.
Y él estaba cansado, muy cansado. Empezó a desear que todos los invitados se marchasen y que el padre subiese, al fin, a darle la paliza prometida. Pensaba aguantarla a pie firme, sin rechistar. Poule mouillée… ¡Ya verían! Deseaba llevar marcada la cara cuando encontrase nuevamente a sus amigos. No sabía por qué, pero lo deseaba. Nuevamente se inclinó hacia las voces de abajo. Una mujer decía: «Si quieres te enseño a hacer una mañanita para recién nacida. Es una monada».
Y Adela contestó: «Yo no quiero niña. Mi mamá me escribió que por las cuentas yo tendré un varón».