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Maman estaba sentada en los últimos peldaños, esperando el regreso de su hijo errante, aunque no llegó a decirlo. A. E. pasó a Aldous arriba.

– Ten cuidado; a ver dónde pones los pies -le dijo Marie-. No es que eso importe mucho, puesto que la alfombra ya se ha echado a perder -añadió.

Se sentó junto a él para quitarle las botas, que estaban mojadas debido a los centímetros de agua que se habían acumulado dentro del bote, y estaba poniéndolas entre los soportes de la barandilla para que se secaran cuando se produjo un súbito alboroto en el piso de arriba: Ursula estaba persiguiendo a su hermana y su hermano pequeños a lo largo del recibidor; también se escuchaban los estridentes alaridos de Mimi y el tembloroso grito de terror del pequeño Ray. Los dos pequeños habían irrumpido en el trastero, y Ursula, tras empujar la puerta con el hombro, se las había arreglado para meterse dentro. El tumulto continuó -gritos, chillidos, risas, golpes sordos-, pero lo suficientemente apagado por la puerta del estudio para que Marie decidiera dejar que siguieran con lo suyo.

Aldous, en la escalera de abajo, se percató de que su madre tenía el rostro cetrino por la tensión. Llevaba días atrapada dentro de la casa, sin poder ir a hacer las compras, hablar con los vecinos, ni siquiera ir a la cocina y preparar las comidas como era debido. Marie tenía la impresión de que estaba fallando a su familia al no proporcionarles un sustento adecuado, y se negaba a creer que los niños fueran felices comiendo sobras o que su esposo se sintiera aliviado de verdad al no haber de comer tanto. A. E. ya era un hombre de mediana edad, y la cocina de su esposa no le estaba haciendo demasiado bien a su cintura; tampoco se sentía muy a gusto con la papada que estaba empezando a crecerle debajo de su barbilla. Pero era un hombre que estaba todo lo satisfecho de la vida que, a su juicio, tenía derecho a estar. Regentaba un negocio floreciente, era dueño de una casa magnífica, tenía una atractiva esposa francesa (si bien demasiado delgada para su gusto) y unos hijos a los que quería muchísimo, de modo que no podía imaginarse estando más satisfecho de su suerte. Aunque un clarividente se lo hubiera vaticinado, A. E. se habría negado a creer que, en cuestión de días, el desastre irrumpiría en su vida y el contento llegaría a su fin.

Lunes:14

Mientras cruzaba con esfuerzo la zona de tierra anegada a la que en aquellos días se conocía con el nombre de Withy Meadows, Aldous deseó que sus piernas fueran tan jóvenes como decía su mente que eran. Después de ocuparse de sus abluciones en los aseos del aparcamiento, subió los escalones que llevaban al puente del pueblo. Otros se habían congregado en él, por la novedad de estar de pie en terreno seco. Se intercambiaban observaciones jocosas, pero Aldous evitó toda conversación.

Bajó por el puente y llegó a High Street, y luego a una enorme piscina puntuada por grandes farolas: la plaza del mercado. Estaba a punto de cruzarla cuando le vino a la mente un nombre en el que dudaba haber pensado siquiera en las últimas seis décadas, despierto o dormido. Eric Hobb. Aldous se detuvo. ¡Eric Hobb! ¿Por qué recordaba aquel nombre ahora? Miró a su alrededor, y vio un letrero:

HOBB, MORRIS Y GECK

notarios y abogados especializados

en derecho familiar

Al servicio de la comunidad

Entonces recordó la historia de Eric. Todo el triste asunto.

Eric tenía quince años cuando él contaba nueve, lo cual significaba que tenían muy poco que ver el uno con el otro. Entonces pertenecían a generaciones distintas. Eric vivía con su madre y su hermana de doce años en el número 42 de Main Street, en Eynesford, a dos puertas de la casa del carnicero. Todo el mundo conocía a Eric Hobb. Eric y su bicicleta… a la que adoraba. Podía sacarlo de cualquier atasco de tráfico, llevarlo de un lado a otro en muy poco tiempo. Eric era tan diestro en su manejo que cuando tuvo lugar el accidente, éste causó tanta sorpresa como conmoción.

Sucedió un fin de semana, un sábado, cuando Eric se dirigía a la tienda de bicicletas en Stone, que era su lugar favorito de cuantos había sobre la faz de la tierra, como acostumbraba decir. No compraba gran cosa en ella, pero le gustaba mirar y tocar, y el dueño, Terry Eagle, tan entusiasta como él, aunque tenía treinta años, siempre estaba encantado de poder hablar sobre las bicicletas. El mercado de Stone empezaba al otro lado del pequeño puente que se curvaba sobre el estuario del área boscosa. El límite venía marcado por una modesta posada del siglo XVII conocida como The Sorry Fiddler, que se alzaba en la esquina donde la carretera se extendía en ambas direcciones alrededor de la iglesia de Santa Cecilia. Un pequeño aparcamiento para coches ocupaba el espacio más allá de un arco de ladrillo unido al pub, pero entonces no había tantos coches y, en cualquier caso, The Fiddler quedaba a una distancia corta tanto del pueblo como de la ciudad. El único coche que estuvo presente allí el día del accidente fue el Ford sedán del año 1938 propiedad de Bill Ockham, que era viajante de una firma de navajas de afeitar. El señor Ockham había entrado en el pub para tomarse una pinta de cerveza a mediados del día. También había consumido una porción de pastel de Woolton y fumado un Craven «A», al tiempo que contemplaba la prenda cosida a mano que cubría el pecho de la camarera del pub, una jovial mujer de treinta y seis años.

Mientras Eric Hobb hacía una pausa en el puente para contemplar por encima del murete los troncos de pino que se empujaban unos a otros allá abajo, el señor Ockham subía a su coche con la intención de recorrer los no más de siete kilómetros que lo separaban de Eaton Fane y seguir con su ronda de visitas. Luego, cuando el vendedor de navajas de afeitar ponía en marcha su coche y pisaba el acelerador, Eric se erguía sobre los pedales y, acto seguido, se lanzaba cuesta abajo por la empinada pendiente del puente. La carretera se hallaba completamente despejada, pero en el instante en que el muchacho se disponía a dejar atrás el pub como una exhalación, el Ford apareció a toda velocidad por la arcada. Eric y su bicicleta quedaron bajo el coche. La bicicleta se deformó un poco, pero no le ocurrió nada que no pudiera ser reparado. El cráneo de Eric, sin embargo, quedó hecho añicos; su vida se había extinguido en un abrir y cerrar de ojos.

Aldous no especuló acerca de cómo podría haberse evitado el accidente, pero en realidad la cuestión era muy simple. Si Eric no se hubiera detenido en el puente no habría habido ninguna víctima mortal. Porque empezó a bajar cuando lo hizo, varias vidas más también se vieron alteradas, especialmente la de Helen Stoker, la chica con la cual se habría casado siete años más adelante, y las de los dos hijos que habrían traído al mundo. El señor Ockham y la madre de Eric fueron las dos bajas más obvias. El vendedor de navajas de afeitar padeció tales tormentos por la vida a la que había puesto fin que, dieciocho meses después, envió por correo regalos de despedida a sus tres jóvenes nietos antes de cortarse las venas en el aparcamiento de otro pub, con uno de sus propios productos de muestra. El efecto que el accidente tuvo sobre la madre de Eric tardó más tiempo en llegar, pero no por ello fue menos trágico. Su esposo, Bruce, la había dejado ocho años antes por una de las empleadas de menor edad de la Biblioteca Pública de Stone, y desde entonces no había contribuido gran cosa al sustento de sus hijos y no le había proporcionado absolutamente nada a ella. La madre de Eric trabajaba como dependienta en la cooperativa; era un sueldo pequeño para cubrir el alquiler y mantener a dos hijos. La vida ya distaba mucho de ser buena para Geraldine Hobb cuando el mayor de ellos murió, y aquella pérdida fue para ella el golpe final. No la impulsó a beber (cosa que, de todos modos, no habría podido permitirse hacer) o al suicidio, sino a un largo declive cargado de miseria, negatividad y pena que duró hasta su octogésimo sexto aniversario.