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Estaba pensando en otra cosa, en un increíble proyecto de rapto privadísimo, como de sueño, que iba a contar solamente para mí.

En momentos de extrema ansiedad he imaginado estas explicaciones injustificables, vanas. El hombre y la cópula no soportan largas intensidades.

* * *

Esto es un infierno. Los soles están abrumadores. Yo no me siento bien. Comí unos bulbos parecidos a los nabos, muy fibrosos.

Los soles estaban arriba, uno más que otro, y, de improviso (creo haber mirado el mar hasta ese momento), apareció un buque muy cerca, entre los arrecifes. Fue como si me hubiera dormido (hasta las moscas vuelan dormidas, bajo este sol doble) y despertara, segundos u horas después, sin advertir que había dormido o que estaba despertando. El buque era de carga, blanco. "Mi sentencia -pensé indignado-. Sin duda vienen a explorar la isla." La chimenea, amarilla (como en buques de la Royal Mail y de la Pacific Line), altísima, dio tres pitadas. Los intrusos afluyeron a los bordes de la colina. Algunas mujeres saludaron con pañuelos.

El mar no se movía. Bajaron del buque una lancha. Tardaron casi una hora en hacer funcionar el motor. Desembarcó en la isla un marino vestido de oficial o de capitán. Los demás volvieron al buque.

El hombre subió a la colina. Tuve mucha curiosidad y, a pesar de mis dolores y de los bulbos difíciles de asimilar, subí por otro lado. Lo vi saludar respetuosamente. Le preguntaron qué tal viaje había tenido; si había conseguido todo en Rabaul. Yo estaba detrás de un fénix moribundo, sin miedo de ser visto (me parecía inútil esconderme). Morel se llevó al hombre hasta un banco. Hablaron.

Ya sabía a qué atenerme con ese buque. Debía de ser de los intrusos o de Morel. Venía para llevarlos.

Tengo tres posibilidades, pensé. Raptarla, meterme en el barco, dejarla ir.

Vendrán a buscarla; tarde o temprano han de encontrarnos, si la rapto. ¿No habrá en toda la isla un sitio para esconderla? Me acuerdo que ponía cara de dolor para obligarme a pensar.

Se me ocurrió, también, sacarla de su cuarto en las primeras horas de la noche e irnos remando en el bote en que vine desde Rabaul. Pero, ¿a dónde? ¿Se repetiría el milagro de ese viaje? ¿Cómo orientarme? Tirarme a la suerte con Faustine, ¿valdría las penurias demasiado largas que habría en ese bote en medio del océano? O demasiado breves: posiblemente, a pocos metros de la costa nos hundiríamos.

Si conseguía meterme en el buque, sería descubierto. Quedaba la posibilidad de hablar, de pedir que llamaran a Faustine o a Morel y de explicarles mi situación. Quizá habría tiempo -si mi historia cayera mal- de matarme o hacerme matar antes de llegar al primer puerto con prisión.

Tengo que decidirme, pensé.

Un hombre alto, robusto, con la cara encendida, la barba mal afeitada, negra, modales afeminados, se acercó a Morel y le dijo:

– Se hace tarde. Todavía tenemos que prepararnos.

Morel contestó:

– Un momento.

El capitán se levantó; Morel, medio erguido, siguió hablándole, urgentemente. Le dio unas palmadas en la espalda y se volvió hacia el gordo, mientras el otro lo saludaba, y 1e preguntó:

– ¿Vamos?

El gordo miró sonriendo inquisitivamente al muchacho de pelo negro y de cejas carga-das, y repitió:

– ¿Vamos?

El muchacho asintió.

Los tres corrieron hacia el museo, prescindiendo de las señoras. El capitán se les acercó sonriendo cortésmente. El grupo siguió muy despacio a los tres caballeros.

Yo no sabía qué hacer. La escena, aunque ridícula, me pareció alarmante. ¿Para qué iban a prepararse? No estaba conmovido. Pensé que si los hubiera visto partir con Faustine, también habría dejado consumarse el preparado horror, inactivo, ligeramente nervioso.

Por suerte no había llegado el momento. La barba y las piernas flacas de Morel se vieron de lejos. Faustine, Dora, la mujer que vi una noche contando cuentos de fantasmas, Alec y los tres hombres que habían estado un rato antes, bajaban hacia la pileta, en traje de baño. Yo me corrí de una planta a otra, para ver mejor. Las mujeres trotaban, sonrientes; los hombres daban saltos, como para quitarse un frío inconcebible en este régimen de dos soles. Preveía la desilusión que tendrían al asomarse a la pileta. Desde que no la cambio, el agua está impenetrable (al menos para una persona normal): verde, opaca, espumosa, con grades matas de hojas que han crecido monstruosamente, con pájaros muertos y, sin duda, con víboras y sapos vivos.

Semidesnuda, Faustine es ilimitadamente hermosa. Tenía esa alegría de embelesados, un poco tonta, de la gente cuando se baña en público. Fue la primera en zambullir. Los oí reírse y agitar el agua.

Dora y la mujer vieja salieron primero. La vieja, con mucho movimiento de brazo, contó:

– Uno, dos, tres.

Los otros, seguramente, corrían una carrera. Los hombres salieron exhaustos. Faustine estuvo un rato más en el agua.

Entretanto, los marineros habían desembarcado. Recorrían la isla. Me guarecí entre unas matas de palmeras.

* * *

Contaré fielmente los hechos que he presenciado entre ayer a la tarde y la mañana de hoy, hechos inverosímiles, que no sin trabajo habrá producido la realidad… Ahora parece que la verdadera situación no es la descripta en las páginas anteriores; que la situación que vivo no es la que yo creo vivir.

Cuando los bañistas fueron a vestirse, decidí vigilar día y noche. Sin embargo, pronto consideré injustificada esa medida.

Me iba, y apareció el muchacho de las cejas cargadas y del pelo negro. Un minuto después sorprendí a Morel, espiando, escondiéndose en una ventana. Morel bajó la escalinata. Yo no estaba lejos. Pude oírlo.

– No quise hablar porque había gente. Voy a someterle algo, a usted y a unos pocos. -

– Someta.

– No aquí -dijo Morel, escrutando con desconfianza los árboles. Esta noche. Cuando todos se vayan, quédese.

– ¿Muerto de sueño?

– Mejor. Cuanto más tarde mejor. Pero, sobre todo, sea discreto. No quiero que las mujeres se enteren. La histeria me da histeria. Adiós.

Se alejó corriendo. Antes de entrar en la casa miró hacia atrás. El muchacho empezaba a subir. Lo detuvieron unos ademanes de Morel. Dio un paseo corto, con las manos en los bolsillos, silbando rudimentariamente.

Traté de pensar en lo que había visto, pero no tenía ganas. Estaba inquieto.

Transcurrió un cuarto de hora, más o menos.

Otro barbudo canoso, gordo, que no he consignado todavía en este informe, apareció en la escalinata, miró a lo lejos, alrededor. Bajó y se quedó frente al museo, inmóvil, aparentemente azorado.

Volvió Morel. Hablaron un minuto. Pude oír:

– ¿… si yo le dijera que están registrados todos sus actos y palabras?

– No me importaría.

Me pregunté si habrían descubierto mi diario. Resolví mantenerme alerta. Impedir las tentaciones de la fatiga y de la distracción. No dejarme sorprender.

El gordo volvió a quedar solo, indeciso. Morel apareció con Alec (joven oriental y verdi-negro). Se fueron los tres.

Salieron entonces caballeros y criados con sillas de paja, que pusieron a la sombra de un árbol del pan, grande y enfermo (he visto algunos ejemplares menos desarrollados en una vieja quinta, en Los Teques). Las damas ocuparon las sillas; a su alrededor los hombres se echaron en el pasto. Recordé tardes en la patria.

Faustine cruzó hacia las rocas. Es ya molesto cómo quiero a esta mujer (y ridículo: no hemos hablado ni una vez). Estaba con un traje de tenis y un pañuelo, casi violeta, en la cabeza. Lo que será recordar esos pañuelos cuando Faustine se haya ido.