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Tenía ganas de ofrecerme para llevarle el bolso o la manta. La seguía de lejos; la vi dejar el bolso en una roca, estirar la manta; quedarse inmóvil contemplando el mar o la tarde, imponiéndoles su calma.

Se iba la última ocasión de tener suerte con Faustine. Podría arrodillarme, confesarle mi pasión, mi vida. No lo hice. No me pareció hábil. Es cierto que las mujeres acogen natural-mente cualquier homenaje. Pero más valía dejar que la situación se aclarara sola. Resulta sospechoso un desconocido que nos cuenta su vida, nos dice espontáneamente que ha estado preso, condenado a prisión perpetua y que somos su razón de existir. Uno teme que todo sea un chantaje para vender una lapicera labrada con Bolívar-1783-1830, o una botella con un velero adentro. Otro sistema sería hablarle mirando el mar, como un loco muy contemplativo y sencillo: comentar los dos soles, nuestra afición a los ponientes; esperar un poco sus preguntas; referirle, de todos modos, que yo soy un escritor, que siempre he querido vivir en una isla solitaria; confesar la irritación que tuve a la llegada de su gente; contarle mi confinamiento a la parte inundable de la isla (esto permitiría amenas explicaciones de los bajos y sus calamidades) y así llegar a la declaración: ahora temo que se vayan, que venga un crepúsculo sin la dulzura, ya habitual, de verla.

Se levantó. Me puse nerviosísimo (como si Faustine hubiera oído lo que yo estaba pensando, como si la hubiera ofendido). Fue a buscar un libro que había dejado, medio salido de un bolso, en otra roca, a unos cinco metros. Volvió a sentarse. Abrió el libro, posó la mano en una hoja y quedó como adormecida, mirando la tarde.

Cuando se entró el más débil de los soles, Faustine se levantó de nuevo. La seguí… corrí, me tiré de rodillas y le dije, casi gritando:

– Faustine, la quiero.

Hice esto porque pensé que, tal vez, lo más conveniente fuera sacar partido de la inspiración, dejarla imponer su notable sinceridad. Ignoro el resultado. Me ahuyentaron unos pasos, una sombra densa. Me escondí atrás de una palmera. La respiración, alteradísima, casi no me dejaba oír.

Morel le decía que necesitaba hablarle. Faustine contestó: -Bueno, vamos al museo. (Oí esto claramente).

Hubo algunas discusiones. Morel se oponía:

– Quiero aprovechar esta ocasión… fuera del museo y de las miradas de nuestros amigos.

Le oí también: ponerte sobre aviso; eres una mujer distinta; dominio de los nervios.

Puedo afirmar que Faustine se negó obstinadamente a quedarse. Morel transó:

– Esta noche, cuando todos se vayan, hazme el favor de quedarte. Estuvieron caminando entre las palmeras y el museo. Morel hablaba mucho y hacía ademanes. En uno de esos movimientos, tomó el brazo de Faustine. Después caminaron en silencio.

Cuando los vi entrar en el museo, pensé que debía prepararme alguna comida para estar bien toda la noche y poder vigilar.

* * *

Té para dos y Valencia persistieron hasta más allá de la madrugada. Yo, a pesar de mis propósitos, comí poco. Ver a la gente ocupada con el baile, ver y probar las hojas viscosas, las raíces de sabor a tierra, los bulbos como ovillos de hilos notables y duros, no fueron argumentos ineficaces para determinarme a entrar en el museo y buscar pan y otros verdaderos comestibles.

Entré por la carbonera, a medianoche. Había sirvientes en el antecomedor, en la despensa. Decidí esconderme, esperar que la gente se fuera a sus cuartos. Podría oír, tal vez, lo que More¡ sometería a Faustine, al muchacho de las cejas, al gordo, el verdinegro Alec. Después robaría algunos alimentos y buscaría la manera de salir.

En realidad, la declaración de Morel no me importaba mucho. Me angustiaba el buque cerca de la playa; la fácil, la irremediable partida de Faustine.

Al pasar por el hall vi un fantasma del Tratado de Belidor que me había llevado quince días antes; estaba en la misma repisa de mármol verde, en el mismo lugar de la repisa de mármol verde. Palpé el bolsillo: saqué el libro; los comparé: no eran dos ejemplares del mismo libro, sino dos veces el mismo ejemplar; con la tinta celeste corrida, envolviendo en una nube la palabra PERSE; con la rasgadura oblicua en la esquina de abajo, de afuera… Hablo de una identidad exterior… Ni siquiera pude tocar el libro que estaba sobre la mesa. Me escondí precipitadamente, para que no me descubrieran (primero, unas mujeres; después, Morel). Pasé por el salón del acuario y me escondí en el cuarto verde, en el biombo (formaba como una casita). Por una rendija podía ver el salón del acuario.

Morel daba órdenes:

– Aquí me pone una mesa y una silla.

Pusieron las otras sillas en filas, ante la mesa, como en sala de conferencias.

Tardísimo, fueron entrando casi todos. Hubo algún estrépito, alguna curiosidad, alguna meritoria sonrisa; predominaba la paz deshecha del cansancio.

– Nadie puede faltar -dijo Morel-. Hasta que lleguen todos, no empezaré.

– Falta Jane.

– Falta Jane Gray.

– No es para menos.

– Hay que ir a buscarla.

– ¿Quién la saca ahora de la cama?

– No puede faltar.

– Está durmiendo.

– Yo no empiezo hasta verla aquí.

– Voy a buscarla -dijo Dora.

– Te acompaño -dijo el muchacho de las cejas.

He querido transcribir esta conversación fielmente. Si ahora no es natural, tiene culpa el arte o la memoria. Fue natural. Viendo esa gente, oyendo esa conversación, nadie podía esperar un suceso mágico ni la negación de la realidad, que vino después (aunque todo ocurriera sobre un acuario iluminado, sobre peces coludos y líquenes, entre un bosque de columnas negras).

Morel habló con unas personas que no pude ver:

– Hay que buscarlo por toda la casa. Yo lo vi entrar en este cuarto, hace mucho.

¿De quién hablaba? Entonces creí que mi interés por la conducta de los intrusos quedaría satisfecho, definitivamente.

– Hemos recorrido toda la casa -dijo una voz rudimentaria.

– No importa. Tráiganlo -contestó Morel.

Me pareció que ya estaba acorralado. Quería salir. Me contuve. Había recordado que los cuartos de espejos eran infiernos de famosas torturas. Empezaba a sentir calor.

Después volvieron Dora y el muchacho, con una mujer vieja, alcoholizada (yo había visto a esta mujer en la pileta). Venían, también, dos individuos, aparentemente sirvientes, que se ofrecían para ayudar; se acercaron a Morel; uno de ellos dijo:

– Imposible hacer nada.

(Reconocí la voz rudimentaria de hacía un rato.)

Dora gritó a Moreclass="underline"

– Haynes está durmiendo en el cuarto de Faustine. Nadie será capaz de sacarlo.

¿Habían estado hablando de Haynes? No pensé que pudieran relacionarse las palabras de Dora y la conversación de Morel con los hombres. Hablaban de buscar a alguien y yo estaba asustado, dispuesto a descubrir en todo alusiones o amenazas. Ahora se me ocurre que tal vez nunca haya ocupado la atención de esta gente… Es más: ahora sé que no pueden buscarme.

¿Estoy seguro? Un hombre de buen sentido ¿creería lo que oí ayer noche, lo que imagino saber? ¿Me aconsejaría olvidar la pesadilla de ver en todo una máquina organizada para capturarme?

Y si fuera una máquina para capturarme, ¿por qué tan compleja? ¿Por qué no detener-me, directamente? ¿No sería una locura esta laboriosa representación?

Nuestros hábitos suponen una manera de suceder las cosas, una vaga coherencia del mundo. Ahora la realidad se me propone cambiada, irreal. Cuando un hombre despierta o muere, tarda en deshacerse de los terrores del sueño, de las preocupaciones y de la manías de la vida. Ahora me costará perder la costumbre de temer a esta gente. Morel tenía unas hojas de papel de seda amarillo, escritas a máquina. Las sacó de un bol de madera que estaba sobre la mesa. En el bol había muchísimas cartas prendidas con alfileres a recortes de avisos de Yachting y Motor Boating. Pedían precios de barcos viejos, condiciones de venta, informes para ir a revisarlos. Vi unas pocas.