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Desde los pantanos de las aguas mezcladas veo la parte alta de la colina, los veraneantes que habitan el museo. Por su aparición inexplicable podría suponer que son efectos del calor de anoche, en mi cerebro; pero aquí no hay alucinaciones ni imágenes: hay hombres verdaderos, por lo menos tan verdaderos como yo.

Están vestidos con trajes iguales a los que se llevaban hace pocos años: gracia que revela (me parece) una consumada frivolidad; sin embargo, debo reconocer que ahora es muy general admirarse con la magia del pasado inmediato.

Quién sabe por qué destino de condenado a muerte los miro, inevitablemente, a todas horas. Bailan entre los pajonales de la colina, ricos en víboras. Son inconscientes enemigos que, para oír Valencia y Té para dos -un fonógrafo poderosísimo los ha impuesto al ruido del viento y del mar- me privan de todo lo que me ha costado tanto trabajo y es indispensable para no morir, me arrinconan contra el mar en pantanos deletéreos.

En este juego de mirarlos hay peligro; como toda agrupación de hombres cultos han de tener escondido un camino de impresiones digitales y de cónsules que me remitirá, si me descubren, por unas cuantas ceremonias o trámites, al calabozo.

Exagero: miro con alguna fascinación -hace tanto que no veo gente- a estos abominables intrusos; pero sería imposible mirarlos a todas horas:

Primero: porque tengo mucho trabajo; el sitio es capaz de matar al isleño más hábil; acabo de llegar; estoy sin herramientas.

Segundo: por el peligro de que me sorprendan mirándolos o en la primera visita que hagan a esta zona; si quiero evitarlo debo construir guaridas ocultas en los matorrales. Finalmente: porque hay dificultad material para verlos: están en lo alto de la colina y para quien los espía desde aquí son como gigantes fugaces; puedo verlos cuando se acercan a las barrancas.

Mi situación es deplorable. Me toca vivir en estos bajos en un momento en que las mareas suben más que nunca. Hace pocos días vino la más grande que he visto desde que estoy en la isla.

Cuando oscurece busco ramas y las cubro con hojas. No me extraña despertarme en el agua. La marea sube a eso de las siete de la mañana; a veces llega con adelanto. Pero una vez por semana hay subidas que pueden ser concluyentes. Hendiduras en el tronco de los árboles son la contabilidad de los días; un error me llenaría de agua los pulmones.

Siento con desagrado que este papel se transforma en testamento. Si debo resignarme a eso, he de procurar que mis afirmaciones puedan comprobarse; de modo que nadie, por encontrarme alguna vez sospechoso de falsedad, crea que miento al decir que me han condenado injustamente. Pondré este informe bajo la divisa de Leonardo -Ostinato rigore- e intentaré seguirla.

Creo que esta isla se llama Villings y que pertenece al archipiélago de las Ellice. Del comerciante de alfombras Dalmacio Ombrellieri (Calle Hiderabad, 21, suburbio de Ramkrishnapur, Calcuta) podrán ustedes obtener más precisiones. Ese italiano me alimentó varios días que pasé enrollado en alfombras persas; después me cargó en la bodega de un buque. No lo comprometo, al recordarlo en este diario; no soy ingrato con él… La Defensa ante sobrevivientes no dejará dudas: como en la realidad, en la memoria de los hombres -donde a lo mejor está el cielo- Ombrellieri habrá sido caritativo con un prójimo injustamente perseguido y, hasta en el último recuerdo en que aparezca, lo tratarán con benevolencia.

Desembarqué en Rabaul. Con una tarjeta del comerciante visité a un miembro de la sociedad más conocida de Sicilia; en el brillo metálico de la luna, en el humo de fábricas de conservas de mariscos, recibí las últimas instrucciones y un bote robado; remé exasperada-mente, llegué a la isla (con una brújula que no entiendo; sin orientación; sin sombrero; enfermo; con alucinaciones); el bote encalló en las arenas del este (sin duda los arrecifes de coral que rodean la isla estaban sumergidos); me quedé en el bote, más de un día, perdido en episodios de aquel horror, olvidando que había llegado.

La vegetación de la isla es abundante. Plantas, pastos, flores de primavera, de verano, de otoño, de invierno, van siguiéndose con urgencia, con más urgencia en nacer que en morir, invadiendo unos el tiempo y la tierra de los otros, acumulándose inconteniblemente. En cambio, los árboles están enfermos; tienen las copas secas, los troncos vigorosamente brotados. Encuentro dos explicaciones: bien que las yerbas estén sacando la fuerza del suelo o bien que las raíces de los árboles hayan alcanzado la piedra. (El hecho de que los árboles nuevos estén sanos parece confirmar la segunda hipótesis.) Los árboles de la colina se endurecieron tanto que es imposible trabajarlos; tampoco puede conseguirse nada con los del bajo; los deshace la presión de los dedos y queda en la mano un aserrín pegajoso, unas astillas blandas.

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En la parte alta de la isla, que tiene cuatro barrancas pastosas (hay rocas en las barrancas del oeste), están el museo, la capilla, la pileta de natación. Las tres construcciones son modernas, angulares, lisas, de piedra sin pulir. La piedra, como tantas veces, parece una mala imitación y no armoniza perfectamente con el estilo.

La capilla es una caja oblonga, chata (esto la hace parecer muy larga). La pileta de natación está bien construida, pero, como no excede el nivel del suelo, inevitablemente se llena de víboras, sapos, escuerzos e insectos acuáticos. El museo es un edificio grande, de tres pisos, sin techo visible, con un corredor al frente y otro más chico atrás, con una torre cilíndrica.

Lo encontré abierto; en seguida me instalé en él. Lo llamo museo porque así lo llamaba el mercader italiano. ¿Qué razones tenía? Quién sabe si él mismo las conoce. Podría ser un hotel espléndido, para unas cincuenta personas, o un sanatorio.

Tiene un hall con bibliotecas inagotables y deficientes: no hay más que novelas, poesía, teatro (si no se cuenta un librito -Belidor: Travaux – Le Moulin Perse – París, 1937-, que estaba sobre una repisa de mármol verde y ahora abulta un bolsillo de estos jirones de pantalón que llevo puestos. Lo tomé porque el nombre "Belidor" me pareció extraño y porque me pregunté si el capítulo Moulin Perse no explicaría ese molino que hay en los bajos). Recorrí los estantes buscando ayuda para ciertas investigaciones que el proceso interrumpió y que en la soledad de la isla traté de continuar. (Creo que perdemos la inmortalidad porque la resistencia a la muerte no ha evolucionado; sus perfeccionamientos insisten en la primera idea, rudimentaria: retener vivo todo el cuerpo. Sólo habría que buscar la conservación de lo que interesa a la conciencia.)

En el hall, las paredes son de mármol rosa, con algunos listones verdes, como columnas hundidas. Las ventanas, con sus vidrios azules, alcanzarían al piso alto de mi casa natal. Cuatro cálices de alabastro, en que podrían esconderse cuatro medias docenas de hombres, irradian luz eléctrica. Los libros mejoran un poco esta decoración. Una puerta da al corredor; otra al salón redondo; otra, ínfima, tapada por un biombo, a la escalera de caracol.

En el corredor está la escalera principal, de estuco y alfombrada. Hay sillas de paja, y las paredes están cubiertas de libros.

El comedor es de unos dieciséis metros por doce. Arriba de triples columnas de caoba, en cada pared, hay terrazas que son como palcos para cuatro divinidades sentadas -una en cada palco-, semiindias, semi-egipcias, ocres, de terracota. Son tres veces más grandes que un hombre; las rodean hojas oscuras y prominentes, de plantas de yeso. Abajo de las terrazas hay grandes paneles con dibujos de Fuyita, que desentonan (por humildes).