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En otras épocas, cuando la lluvia azotaba las ventanas y la fragancia de las plantas se alzaba a su alrededor, paseaban por los senderos de los invernaderos eduardianos, y Susan le explicaba las diversas técnicas de sembrado mientras las hileras de esquejes y semilleros se extendían ante ellas en una perspectiva infinita.

Su esperanza, eso siempre quedaba meridianamente claro, era que en un futuro no muy distante, Liz decidiera abandonar Londres y trabajar con ella en la administración del criadero. De esa forma, madre e hija vivirían en afectuosa compañía en la casita del guarda y, con el paso del tiempo, el «hombre adecuado», el imaginado Lancelot terminaría apareciendo.

Liz no era completamente refractaria a esa idea. El sueño de volver a casa y despertar en su dormitorio -el mismo en que dormía de niña-, de pasar sus días rodeada por los suaves ladrillos y el follaje de Bowerbridge, le resultaba bastante seductor. Y no tenía ninguna objeción contra los guapos caballeros de brillantes armaduras. Pero, en realidad, sabía que ganarse la vida en el campo era un trabajo duro, monótono y que conllevaba horizontes bastante limitados. Sus gustos, amistades y opiniones eran urbanas y no creía poseer el metabolismo necesario para vivir en el campo a tiempo completo. Aquella lluvia, aquellas mujeres marimandonas con su patético esnobismo y sus ostentosos todoterrenos, aquellos periódicos locales llenos de noticias que no eran realmente noticias y de anuncios de maquinaria agrícola… Por mucho que quisiera a su madre, no tenía la paciencia necesaria para soportar aquello toda su vida.

Y aquella mañana le había llegado una carta. Por ella supo que Susan Carlyle había decidido comprar, que iba a invertir sus ahorros -más el dinero ganado con el criadero y el del seguro de vida de su marido- en la casita de Bowerbridge.

– ¿Cree que la está presionando para que vaya a vivir con ella? -preguntó Wetherby tranquilamente.

– Sí… a cierto nivel -reconoció Liz-. Y al mismo tiempo es una decisión muy generosa. Quiero decir, puede vivir allí gratis el resto de su vida, así que lo hace pensando en mí. El problema es que creo que espera… -se encogió de hombros- un gesto similar por mi parte. Y no puedo pensar en esos términos. Ahora no.

– Siempre hay algo en el lugar donde uno crece que te impide volver a él -dijo Wetherby-. Al menos, hasta que has cambiado y eres capaz de verlo con otros ojos. Y a veces ni siquiera entonces.

Un gorgoteo sacudió el radiador situado tras la mesa del hombre y en el aire se elevó el olor del polvo recalentado. Más allá de las ventanas, el contorno de la ciudad se diluía contra el cielo invernal.

– Lo siento -se disculpó Liz-. No quería importunarlo con mis problemas.

– No me ha importunado, ni mucho menos. -Su mirada, teñida de melancolía, jugó con la suya-. Sabe que aquí es tan valiosa como apreciada.

Ella se quedó inmóvil unos segundos, consciente de todo lo que no se habían dicho. Luego se levantó apresuradamente.

– A: te han ascendido -tanteó Dave Armstrong un par de minutos después, cuando Liz regresó a su despacho-; B: te han despedido; C: a pesar de la desaprobación de tus superiores, estás dispuesta a publicar tus memorias; D: nada de todo lo anterior.

– En realidad, voy a desertar a Corea del Norte. Piongian está preciosa en esta época del año. -Hizo girar su silla pensativamente-. ¿Has hablado alguna vez con Wetherby de algo que no sea trabajo?

– No creo -admitió Dave sin dejar de aporrear su teclado-. Una vez me preguntó por el resultado de un partido de fútbol. Creo que eso es lo más personal que he hablado nunca con él. ¿Por qué?

– Por nada. Pero Wetherby es una especie de figura misteriosa incluso para un lugar como éste, ¿no?

– ¿Crees que quizá debería ir a Gran Hermano VIP como parte de su nueva responsabilidad?

– Ya sabes a lo que me refiero.

– Supongo. -Frunció el ceño ante la pantalla-. ¿Significan algo para ti las palabras «Miladun Nabi»?

– Sí. Miladun Nabi es el nacimiento del Profeta. Creo que suele celebrarse a finales de mayo.

– Felicidades.

Ella dirigió su atención al parpadeo de su teléfono fijo: tenía un mensaje. Para su sorpresa, era una invitación a comer de Bruno Mackay.

«Sé que te dejo muy poco tiempo para decidir -decía con voz lánguida-, y seguro que ya estás comprometida, pero hay algo que me gustaría… comentar contigo si estuvieses disponible.»

Sacudió la cabeza incrédula. Era muy propio del Seis sugerir que el día -y los asuntos relacionados con el contraterrorismo- era una larga e ininterrumpida fiesta… ¿Comentar? Ella nunca comentaba nada. Se angustiaba. Y solía hacerlo sola.

Pero ¿por qué no? Como mínimo sería una buena oportunidad para estudiar a Mackay de cerca. A pesar del teórico espíritu de cooperación, el Cinco y el Seis nunca serían buenos compañeros de cama. Cuanto más conocía a la oposición, menos predispuesta se sentía a compartir estrategias con ella.

Llamó al número que Mackay había dejado en su mensaje, y él descolgó al primer tono.

– ¡Liz! -exclamó antes de que ella abriera la boca siquiera-. Dime que puedes venir.

– Está bien.

– ¡Fantástico! Pasaré por ahí y te recogeré.

– No te preocupes, puedo…

– ¿Puedes estar en tu extremo del puente Lambeth a las doce cuarenta y cinco? Nos encontraremos allí.

– De acuerdo.

Y colgó. Aquello podía ser muy interesante, pero tendría que ir de puntillas. Apartando la pantalla del ordenador, se concentró en Faraj Mansoor. La ansiedad de Fane, supuso, provenía de la falta de confirmación sobre si el comprador del falso carnet de conducir en Bremerhaven era la misma persona con la que contactase Al Safa en Peshawar. En aquel momento, lo más probable es que ya tuviera a alguien en Pakistán investigando el taller de reparaciones. Si resultaba que eran dos personas distintas, y todavía había un Faraj Mansoor revisando coches en la carretera de Kabul, la pelota estaría directamente en el tejado del Cinco.

Las posibilidades se decantaban por que fueran dos personas distintas, y que el Mansoor de Bremerhaven resultase un emigrante que había pagado su pasaje a Europa -una odisea infernal metido en un contenedor- y ahora intentaba cruzar el Canal. Era muy probable que tuviera un primo en alguna ciudad británica que le guardaba un trabajo de taxista. De ser así, aquel asunto pertenecería a Inmigración, no a Inteligencia, así que lo archivó en el fondo de su mente.

A las 12.30 tenía un curioso sentimiento de anticipación. Por suerte -o quizá no- estaba vestida de forma conveniente. Con toda su ropa de trabajo metida en la lavadora o languideciendo en la secadora, se había visto obligada a recuperar el vestido de Ronit Zilkha que comprara para asistir a una boda. Le había costado una fortuna pese a estar rebajado, y parecía completamente inadecuado para una reunión de trabajo. Y de guinda, los únicos zapatos que conjuntaban con el vestido tenían remates de seda. La reacción de Wetherby ante su aspecto fue un movimiento de ceja casi imperceptible, pero no hizo ningún comentario al respecto.

A la una menos veinte recibió una llamada que, sospechaba, llevaba rebotando por todo el edificio de un departamento a otro. Un grupo de supuestos fotógrafos de aviones había sido interceptado por la policía en una zona adyacente a la base norteamericana de Lakenheath, y la seguridad de la RAF pedía que se les investigara antes de dejarlos en libertad. Liz tardó unos minutos en pasarle la pelota a la sección de Investigación, pero al final lo consiguió y abandonó el despacho con el vestido de fiesta cubierto por su abrigo.