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Mackay asintió, manteniendo su perenne media sonrisa. Para alivio de Liz, alguien estaba bajando de un taxi.

10

En sus mejores momentos, el paseo de Dersthorpe era un lugar melancólico; en diciembre, a Diane Munday le parecía simplemente el fin del mundo. A pesar de su chaqueta de esquí, rellena de plumas de oca, se estremeció de frío al bajar de su Cherokee 4x4.

Diane no vivía en Dersthorpe. Todavía guapa a pesar de haber llegado a la cincuentena, lucía un cabello rubio salpicado de reflejos y un bronceado de las Barbados. Vivía con su esposo Ralph en una mansión victoriana situada en los límites de Marsh Creake, unos cinco kilómetros al este. Tenía buenos contactos en el club de golf, en el de vela y también en el Trafalgar. Si uno seguía por la costa llegaba hasta Brancaster y su club de yates, y cinco kilómetros más allá estaba el Burnham Market, que en términos de atractivo era muy parecido a Chelsea-on-Sea, con la que rivalizaba en el precio de sus casas.

Dersthorpe no contaba con ninguno de esos atractivos. Tenía un pub temático «country and western» -el W. Perezoso-, una terminal de autobuses, un minimercado Londis y un barrio de viviendas de protección oficial azotado por el viento. En verano, una furgoneta que vendía hamburguesas sin licencia aparcaba frente al mar durante toda la temporada de vacaciones.

Más allá de Dersthorpe, desvaneciéndose por el oeste en dirección a Wash, se encontraba la desolada franja de costa conocida por los habitantes del lugar como el Paseo. A kilómetro y medio podían verse cinco bungalows construidos en los años cincuenta. En algún momento de su historia reciente, seguramente para contraponerlos a la implacable monotonía de la naturaleza, se pintaron con alegres colores rosas, naranjas y amarillos, pero hacía mucho que el aire salado del mar se había comido los colores y corroído la pintura, devolviéndoles una marchita homogeneidad. Ninguno tenía antena de televisión o conexión telefónica.

Hacía un año que Diane Munday había comprado los bungalows del Paseo como inversión. No le gustaban -a decir verdad, le provocaban escalofríos-, pero un examen de las cuentas de su anterior propietario la convencieron de que podían proporcionarle un buen dinero a cambio de un mínimo de gasto y esfuerzo. Los bungalows solían estar vacíos casi todo el otoño y el invierno, pero, incluso entonces, siempre aparecía algún escritor o naturalista ocasional que quería estudiar las aves locales. Una sorprendente cantidad de gente, extraña en opinión de Diane, ansiaba disfrutar de lo poco que ofrecía el Paseo: el incesante romper de las olas contra la playa de guijarros, el viento en las marismas salinas o la vacía conjunción de mar y cielo parecían ser atractivos más que suficientes.

Esperaba que todo eso satisficiera a la joven que ahora permanecía de pie frente a las casitas, con la espalda vuelta hacia el oeste. Parecía una estudiante que estuviera redactando su tesis de doctorado. Vestida con una parka, vaqueros y botas de excursión, y sosteniendo una guía turística en la que Diane anunciaba sus bungalows, contemplaba expectante el horizonte mientras el viento le revolvía el pelo y el mar arrastraba guijarros grises y blancos.

«Parece la protagonista de La mujer del teniente francés -pensó Diane, que desde siempre sentía cierta ternura hacia el actor Jeremy Irons-, pero más joven y no tan guapa.» ¿Qué edad tendría? ¿Veintidós o veintitrés años? Si se preocupara un poco de su aspecto e hiciera un mínimo esfuerzo, seguramente resultaría bastante presentable. Su pelo necesitaba un arreglo -esa aburrida melena castaña pedía a gritos la ayuda de un peluquero decente-, pero la estructura básica estaba allí. No obstante, sabía que no se podía dar consejos a las chicas de su edad; lo había intentado con Miranda y todavía le dolía la cabeza a causa de la discusión.

– Un lugar adorable, ¿verdad? -comentó, exhibiendo su sonrisa de propietaria-. ¡Es tan pacífico…!

La chica frunció el ceño.

– ¿Cuánto a la semana, depósito incluido?

Diane dio el precio más alto que se atrevió. La chica no parecía rica, pero tampoco muy dispuesta a seguir buscando. El dinero era de los padres, casi seguro.

– ¿Puedo pagar en metálico?

– Por supuesto -aceptó Diane sonriendo-. Entonces, estamos de acuerdo. Me llamo Diane Munday, como ya sabe, y usted es…

– Lucy. Lucy Wharmby.

Se estrecharon la mano y Diane notó que el apretón de la muchacha era inusualmente fuerte. Con el trato concluido, volvió a dirigirse al este, en dirección a Marsh Creake.

La chica que había dicho llamarse Lucy Wharmby contempló pensativa cómo se marchaba. Cuando el Cherokee desapareció entre las casas de Dersthorpe, sacó un par de pequeños prismáticos Nikon del bolsillo interior de su parka y estudió el camino de la costa. En un día claro, calculó, cualquier vehículo que se acercara sería visible a más de un kilómetro de distancia, tanto si lo hacía por el este como por el oeste.

Abrió la puerta del pasajero del Astra, cogió su bolsa de viaje y su mochila, y las trasladó al interior del bungalow, a la habitación principal pintada de blanco. En una mesa situada frente a la ventana y que daba al mar, colocó su cartera cerrada con velero, los prismáticos, un reloj sumergible de cuarzo, un cuchillo Pfleuger, una pequeña brújula de supervivencia de la OTAN y un teléfono móvil Nokia. Conectó el Nokia que había recargado la noche anterior en su habitación del albergue de la A-ll. Se sentó con las piernas cruzadas en un sofá bajo colocado contra la pared, entornó los ojos y dio comienzo al proceso de vaciar su mente de todo lo que era irrelevante para su tarea.

11

La llamada llegó al despacho de Liz poco después de las 15.30, tras pasar por la centralita, ya que el comunicante había marcado el número del anuncio del MI5 y preguntado por ella, dando un alias que utilizara un par de años antes, cuando trabajaba en la sección contra el crimen organizado. Ese comunicante, que dijo llamar desde una cabina de Essex, se mantenía en espera mientras le preguntaban a Liz si aceptaba la llamada. Se había identificado como Zander.

En cuanto Liz escuchó el nombre-clave, asintió, le pidió su número y le dijo que lo llamaría en cuanto pudiese. Hacía mucho tiempo que no sabía nada de Frankie Ferris, y tampoco estaba segura de querer volver a saber algo de él. No obstante, si la buscaba tras tres años de silencio, desafiando todos los protocolos estándar de los agentes al telefonearle directamente, era posible que tuviera algo útil.

Su primer encuentro con Ferris tuvo lugar cuando, siendo supervisora de los agentes contra el crimen organizado, formó parte de una operación contra un jefecillo de Essex llamado Melvin Eastman, del que se sospechaba que -junto a otros muchos delitos- movía grandes cantidades de heroína entre Ámsterdam y Harwich. La vigilancia había confirmado que Ferris era uno de los chóferes de Eastman, y cuando fue amablemente presionado por el Cuerpo Especial de Essex, aceptó suministrar información sobre las actividades del sindicato. El Cuerpo Especial de Essex se lo pasó al MI5.

Desde sus primeros días en el servicio, Liz había tenido una comprensión instintiva de la dinámica propia del supervisor de agentes. En un extremo de la escala se situaban los agentes como Marzipan, que informaban de sus colegas por patriotismo o convicción moral, y en el opuesto estaban los que lo hacían por un estricto interés personal o económico. Zander se encontraba a medio camino entre ambos extremos. Con él, el problema era esencialmente emocional. Quería la estima de Liz, quería que lo valorasen, que le prestaran una atención exclusiva y personalizada, que se sentaran y escuchasen todo su catálogo de las injusticias de este mundo.

Sabiendo eso, Liz se había tomado su tiempo. Poco a poco, como si pusiera flores a sus pies, él le fue dando toda la información de que disponía. Una parte era de dudoso valor. Como muchos agentes ávidos de obtener la aprobación de su superior, Ferris solía proporcionarle montones de datos irrelevantes, pero también le había aportado teléfonos fijos y móviles de varios socios de Eastman, así como una lista con los números de registro de los vehículos que visitaban Romford, donde Eastman había instalado su cuartel general.