Esa información no sólo resultó útil, sino que gracias a ella el MI5 amplió su conocimiento sobre las operaciones de Eastman. Pero, como Ferris no era admitido en el círculo interno de Eastman, tenía poco o ningún acceso al material realmente importante. Se pasaba los días actuando como una especie de taxista, que recogía crupiers femeninas de los casinos de Eastman y las llevaba a comidas con sus socios de negocios para que alegraran el ambiente, o bien entregando tabaco de contrabando en los pubs y distribuyendo cajas de CD y DVD piratas por los mercadillos.
Al final resultó imposible montar una acusación firme contra Eastman y, como resultado, su negocio se hizo mayor y más seguro. Y probablemente, pensó Liz, lo motivó para vender cosas peores y de más provecho económico que unos miserables CD. Estaba convencida de que era responsable de la distribución regular de éxtasis en los muchos nightclubs de la zona -un negocio altamente rentable-, y en el Cuerpo daban por sentado que varios de sus negocios legítimos cubrían estafas de un tipo u otro.
El Cuerpo Especial de Essex había seguido con el caso, y cuando Liz se trasladó a la Sección Contraterrorista de Wetherby, el seguimiento de Zander pasó a uno de sus agentes, un amargado irlandés llamado Bob Morrison. Era a éste y no a Liz al que tendría que haber llamado Ferris.
– Dime, Frankie -lo animó Liz.
– Este viernes habrá una entrega importante en el cabo. Veinte paquetes más uno especial, llegados de Alemania. -La voz de Ferris era firme, pero estaba nervioso.
– Tienes que informar a Bob Morrison, Frankie. No sé qué significa exactamente, pero no puedo hacer nada al respecto.
– ¡No pienso informar a Morrison de una puta mierda! Esto es única y exclusivamente para ti.
– No sé qué significa todo eso, Frankie. Mi tarea es otra y no deberías telefonearme.
– El viernes, en el cabo -repitió Frankie con apremio-. Veinte más uno especial. De Alemania. ¿Lo has anotado?
– No, pero lo haré ahora mismo. ¿Cuál es la fuente?
– Eastman. Hace dos días recibió una llamada mientras yo estaba con él. Se enfureció… se puso fuera de quicio.
– ¿Sigues trabajando para él?
– De vez en cuando.
– ¿Algo más?
– No.
– ¿Estás en una cabina telefónica?
– Sí.
– Haz otra llamada antes de irte. No dejes que este número sea el último que se ha marcado en la cabina.
Colgaron. Liz le dio vueltas durante varios minutos a lo que había anotado en su libreta. Luego llamó al Cuerpo Especial de Essex y preguntó por Bob Morrison. Minutos después, éste le devolvió la llamada desde un teléfono en plena autopista.
– ¿Le explicó por qué la llamaba a usted? -preguntó el agente del Cuerpo Especial levantando ecos en el auricular.
– No, no lo hizo. Pero sí se mostró inflexible en no querer hablar con usted.
Se produjo un breve silencio. La recepción era mala y, entre la estática, Liz pudo oír bocinas de coches.
– Como fuente, Frankie Ferris es un absoluto fracaso -dijo Morrison-. El noventa por ciento del dinero que Eastman le paga va directo a su apostador, y no me sorprendería que también intentase timarlo a él. Lo más probable es que se lo esté inventando todo.
– Es posible -dijo Liz precavidamente.
Hubo una larga pausa.
– … no nos ofrecerá nada útil mientras Eastman le siga pagando.
– ¿Y si ya no le paga? -preguntó Liz.
– Si no le paga, es que no le sirve de nada…
– ¿Cree que Eastman se libraría de él?
– Creo que se lo pensaría. Frankie sabe lo suficiente como para enterrarlo, pero no creo que se lo cargue. Melvin Eastman es un hombre de negocios. Es más del tipo que controla el negocio, que suelta un poco de pasta aquí y otro poco allá…
Más ruido de bocinas.
– ¿Está en…?
– … sacarle algo útil. Básicamente son culo y mierda.
– De acuerdo. ¿Quiere que le envíe lo que me dijo Frankie?
– Sí, claro. ¿Por qué no?
Colgaron. Liz se había cubierto las espaldas, pero la información podía ser lo suficientemente importante como para hacer algo más.
Volvió a contemplar las frases fragmentadas. ¿Una entrega de qué? ¿Drogas? ¿Armas? ¿Gente? ¿Una entrega de Alemania? ¿Cuál era su punto de origen? Si lo que fuera llegaba por mar, y la palabra «cabo» así lo sugería, quizá debería echar un vistazo a los puertos del norte.
Sólo para estar segura -podían pasar horas antes de que Morrison volviera a su oficina- decidió hablar con su contacto en Aduanas. ¿Cuál era la costa inglesa más cercana a los puertos alemanes? Tenía que estar en el este, en territorio de Eastman. Ningún barco pequeño traería un cargamento peligroso del noreste a través del Canal, más bien se dirigiría a los cientos de kilómetros de costa no vigilada entre Felixstowe y Wash.
12
El Susanne Hanke era un pesquero Krabbenkutter de veintidós metros y, tras más de treinta horas en el mar, Faraj Mansoor detestaba todos y cada uno de sus oxidados centímetros. Era un hombre orgulloso, pero no lo parecía allí, en cuclillas sobre la cubierta resbaladiza a causa de los vómitos, junto a sus veinte compañeros de viaje. La mayoría eran afganos como Faraj, pero también había paquistaníes, iraníes, un par de kurdos iraquíes y un mudo y sufriente somalí.
Todos iban vestidos de forma idéntica, con gastados monos de trabajo azules. En un almacén, cerca de los muelles de Bremerhaven, fueron despojados de las raídas prendas con que habían viajado desde sus diferentes países de origen, se les permitió ducharse y afeitarse, y les dieron vaqueros de segunda mano, jerseys y cazadoras procedentes de las donaciones de caridad de la ciudad. También les habían dado los monos, y cuando los veintiuno se reunieron en torno a la pequeña hoguera donde se estaban quemando sus ropas originales, habrían parecido un grupo de simples trabajadores. Antes de embarcar les habían ofrecido una barra de pan, café y raciones individuales de un estofado caliente de carne en envases de cartón, una comida que en el transcurso de los dieciocho meses transcurridos desde que la Caravana se pusiera en marcha, había demostrado ser aceptable para todos sus clientes.
La Caravana se había preparado con lo que los organizadores llamaban «cobertura grado 1 de trasbordo» para emigrantes económicos de Asia hacia el norte de Europa y el Reino Unido. El pasaje no era de lujo, pero sí intentaba ofrecer un servicio humano y funcional. Por veinte mil dólares, los clientes obtenían un viaje seguro, documentación apropiada para la Unión Europea -pasaporte incluido- y, a la llegada, veinticuatro horas de alojamiento en un hotel.
Así pues, era muy distinto de anteriores intentos de tráfico humano. En el pasado, a cambio de considerables sumas de dinero en efectivo pagadas en el país de origen, los emigrantes eran llevados -sucios, traumatizados y casi desfallecidos- hasta un área de descanso de cualquier autopista de la costa sur inglesa, y abandonados allí para que se las arreglasen por sí solos sin documentos ni moneda británica. Muchos morían en el camino, normalmente ahogados, en receptáculos sellados en el interior de contenedores o camiones.
No obstante, los organizadores de la Caravana sabían que en una época donde la velocidad de las comunicaciones se medía en fracciones de segundo, sus intereses a largo plazo se consolidarían ganándose una reputación de eficacia. De ahí los monos de trabajo, cuya intención quedó clara desde el momento en que el Susanne Hanke zarpó del puerto de Bremerhaven. El calado del barco era escaso, apenas metro y medio, y aunque podía presumir de que su estabilidad no era peor que la de cualquier otro navío que surcase el mar del Norte, se inclinaba y cabeceaba como un cerdo en una pocilga. Y el tiempo atmosférico, desde que el Suzanne Hanke había alcanzado mar abierto, había sido muy malo y ventoso. Una tormenta típicamente invernal. Además, el motor Caterpillar, funcionando a unos constantes 375 caballos, rápidamente llenó la reconvertida bodega de pescado con el mareante hedor del diesel.