Mitchell abrió el candado que cerraba la caja del camión y dio instrucciones a los inmigrantes para que subieran. Cuando todos estuvieron en posición contra el panel frontal del contenedor, Mitchell colocó ante ellos una reja metálica que iba de lado a lado y que cubrió con cuerdas y sacos, formando un falso tabique. Los emigrantes quedaron prácticamente emparedados en un hueco de un metro de anchura con un ventilador en el techo. El montaje no resistiría un registro a fondo, pero para un observador casual -por ejemplo, un policía con una linterna que mirase desde fuera- el camión parecería vacío.
Mitchell se situó al volante, y Gunter se dejó caer en el asiento del pasajero. Durante unos cinco minutos avanzaron por un camino de tierra sin encender las luces; una vez el camino desembocó en una carretera, el conductor encendió los faros y aceleró.
– El viento era por lo menos de fuerza nueve -comentó-. Seguro que se han pasado todo el viaje vomitando.
– Sí, parecían un poco jodidos -admitió Gunter, buscando un paquete de tabaco y un mechero en su bolsillo.
Normalmente, a esas alturas del viaje solía irse a dormir, pero esa mañana pensaba acompañar a Mitchell hasta King's Lynn, donde su hermana Kayleigh tenía un piso de protección oficial. Había llegado a la playa en su propio coche, pero esa tocapelotas de Diane Munday había chocado su vehículo contra la trasera de su coche, y el Toyota estaba ahora en Brancaster para que le cambiasen el parachoques posterior, las luces de posición y el tubo de escape. El tubo ya estaba hecho polvo antes del accidente, pero el garaje se había mostrado encantado de cambiárselo y cargarle la factura al seguro. Cuantas menos explicaciones se den, antes se repara.
Veinte minutos después, el camión articulado entró en el aparcamiento de un área de servicio de la A-148, cerca de Fakenham. Según las instrucciones, allí tenían que dejar al «especial».
Mientras los frenos hidráulicos del camión resoplaban, Gunter tomó una pesada linterna Maglite de treinta centímetros de la guantera y bajó de la cabina. Abrió las puertas traseras de la caja, subió al interior y apartó un poco el falso tabique.
El hombre de la mochila salió el primero. Era de estatura media y complexión ligera, con un rebelde pelo negro y una cauta media sonrisa. La mochila parecía cara pero sin marca visible, y colgaba pesadamente de sus estrechos hombros. Gunter pensó que aquel tipo llevaba escrita la palabra «víctima». No se extrañaba de que a los paquis les tomaran el pelo en todas partes. Aun así, seguían buscando y encontrando en alguna parte el dinero que costaba el viaje, los ahorros de toda una vida del padre y, probablemente, también los de media docena de tías. Y todo eso para que el pobre diablo pudiera pasarse la vida en una fábrica de curry o vendiendo periódicos en alguna lúgubre ciudad como Bradford. Increíble. Mientras recolocaba el falso tabique, Gunter estudió la figura del joven asiático, sus gastados vaqueros, su cazadora barata y sus finos y cansados rasgos. No era la primera vez que daba las más sinceras gracias por haber nacido blanco y bajo la bandera de San Jorge.
Contempló cómo el «especial» bajaba a tierra, estudiaba el poco atractivo paisaje nocturno y se recolocaba la pesada mochila a la espalda. ¿Qué llevaría allí para querer protegerla con tanto celo?, se preguntó Gunter. Algo valioso, seguro. Quizás oro. No sería el primer ilegal en transportar un lingote cuya venta le permitiera establecerse en el país.
Siguiendo a Mansoor hasta tierra, Gunter cerró las puertas traseras del camión. Desde la parte delantera le llegó el olor del cigarrillo que estaba fumando Mitchell.
Mansoor extendió la mano.
– Gracias.
– Un placer -respondió Gunter con brusquedad. Su enorme y callosa mano empequeñecía la del árabe.
El afgano asintió con la cabeza manteniendo su media sonrisa. Con la mochila a la espalda, empezó a recorrer los cincuenta metros que lo separaban del edificio de los lavabos.
Gunter tomó rápidamente una decisión, y cuando la puerta del lavabo de caballeros se cerró tras Mansoor, siguió los pasos del inmigrante. Apagó la Maglite y le dio la vuelta para sostenerla por el revestimiento lleno de protuberancias para impedir que resbalara de las manos. Entró en el lavabo y vio que una de las cabinas con retrete estaba ocupada, pero que no había nadie más. Se agachó y, a través del hueco entre la puerta y el suelo, vio la mochila de Mansoor apoyada en el suelo. Se agitaba ligeramente, como si alguien estuviera recolocando su contenido. Gunter creyó haber acertado, que su pasajero ocultaba algo valioso. Moviendo la cabeza ante la perfidia de los asiáticos en general, decidió esperar.
Cuando Mansoor salió de la cabina un par de minutos después, con la mochila colgando únicamente de un hombro, Gunter se abalanzó sobre él, empuñando la enorme Maglite a la manera de una porra de policía. El arma improvisada golpeó a Mansoor entre el hombro y la nuca, haciéndole trastabillar. La mochila escapó de su hombro y cayó al suelo.
Gimiendo de dolor y furioso consigo mismo por permitir que el cansancio venciera a la precaución, Mansoor hizo un desesperado intento de alcanzar la mochila con su brazo ileso, pero el pescador llegó primero hasta ella e intentó golpear la cabeza de Mansoor con la linterna, obligando al afgano a retroceder.
Empujando la mochila con el pie hasta dejarla fuera del alcance de su dueño, Gunter lanzó una patada a la entrepierna de Mansoor. Mientras su víctima se retorcía de dolor y buscaba aire, se concentró en la mochila. Su peso lo sorprendió, y el par de segundos de duda, antes de colocársela al hombro, bastaron para que Mansoor buscara en medio de su agonía algo en el interior de su chaqueta. De haber podido lanzar un grito de advertencia, lo habría hecho -atrayendo la atención de Gunter hacia su arma y obligando a aquel estúpido inglés a que soltase la mochila antes de que fuera demasiado tarde-, pero apenas le quedaba aire en los pulmones. Y no podía perder de vista la mochila, eso habría significado el fin de todo.
Las opciones de Faraj Mansoor se desvanecían rápidamente.
La detonación no provocó más ruido que el chasquido de una rama al romperse. Fue el impacto de la bala de gran calibre contra el cráneo de Gunter lo que causó el sonido más fuerte.
13
Con las tijeras de podar en su mano enguantada, Anne Lakeby avanzó decidida a lo largo del macizo de juncias ornamentales y césped hasta la parte frontal del jardín, cortando las malas hierbas a su paso. Era una mañana vigorizante, fría y despejada, y sus botas Wellington dejaban crujientes huellas en el terreno helado. Los arbustos, altos hasta el hombro, le impedían ver la playa más abajo, pero el brillo pardo del mar se extendía por encima de ellos.
En su juventud, a Anne solían describirla como una chica «guapa»; con la edad, sus rasgos alargados se habían contraído hasta terminar siendo benignamente demacrados. Robusta y afable -un pilar de las organizaciones locales de caridad y buena trabajadora-, era muy popular entre la vecindad, y se celebraban pocos eventos en Marsh Creake y sus alrededores en los que no se oyera su risa comparable al relincho de un caballo. Era un punto de referencia de la comunidad, al igual que su mansión.
En treinta y cinco años de matrimonio, Anne nunca había desarrollado mucho cariño por aquella propiedad gris del último período Victoriano heredada por su marido. La casa había sido construida por el bisabuelo de Perry para sustituir al edificio original, mucho más elegante y que terminó como pasto de las llamas. Ella siempre la había encontrado demasiado severa y poco acogedora. No obstante, el jardín era su orgullo y su alegría: el fino trabajo de albañilería, la extensión del césped hasta casi la orilla del mar, la sutil interacción de texturas y colores que encerraba sus límites, todo eso le proporcionaba un placer perenne. Trabajaba duro para mantenerlo así y lo abría al público varias veces al año. A principios de la primavera, la gente acudía desde muy lejos para disfrutar de los acónitos y las campanillas invernales.