Otra vez Bremerhaven. El puerto donde Faraj Mansoor consiguiera el falso carnet de conducir británico. ¿Estaría una cosa relacionada con la otra? En el fondo de su mente, archivado pero presente, se hallaba el informe de Bruno Mackay. Según él, una organización terrorista iba a enviar un invisible al Reino Unido.
¿Sería Faraj Mansoor ese invisible? No era probable. Casi con toda seguridad el infiltrado sería del tipo anglosajón. Así pues, ¿quién era Faraj Mansoor y qué hacía en Bremerhaven comprando un carnet de conducir falso? ¿Un ciudadano británico que lo había perdido o se lo habían retirado, y quería uno nuevo? Bremerhaven era una fuente conocida de pasaportes falsos y otros documentos de identidad, y el hecho de que Mansoor no hubiera comprado también un pasaporte sugería que no lo necesitaba, que ya era ciudadano británico. ¿Lo habría comprobado alguien?
«Mansoor-escribió, subrayando el nombre-. ¿Ciudadano británico?»
Porque si no lo era, entonces cabían dos opciones. Que llegase a las islas con un pasaporte falso comprado en otro lugar y otro momento, o algo más serio: que entrase en el Reino Unido de forma que no necesitara pasaporte, porque era alguien que no quería que su entrada quedara registrada por las autoridades. Quizás un miembro importante del SIT, un contacto de Dawood al Safa, cuyo trabajo en un taller mecánico en Peshawar era únicamente una tapadera para sus actividades terroristas. Alguien que, cualquiera que fuese el estado de su documentación, no podía ni quería arriesgarse a pasar por un control de aduanas.
Todos los instintos de Liz, toda la sensibilidad que había ido afinando en una década de trabajo para seguridad e inteligencia, le susurraba la palabra «amenaza». Si la presionaban, tendría dificultades para definir esas sensaciones, ya que se relacionaban con la forma en que las partículas de información se combinaban y adquirían forma en su subconsciente. No obstante, había aprendido a confiar en ellas, había aprendido que ciertas configuraciones -aunque fueran fraccionadas, apenas entrevistas- eran invariablemente malignas.
Bajo «Mansoor. ¿Ciudadano británico?» escribió: «¿Sigue trabajando en el taller mecánico?»
Una búsqueda metódica de la costa norte de Norfolk dio como resultado la existencia de cierto número de cabos. El más occidental, Garton Head, se adentraba varios cientos de metros en el mar desde Stiffkey Marshes, mientras que a unos veinte kilómetros hacia el oeste, una lengua de tierra sin nombre pero de similar extensión daba forma a la bahía Holkham. Ambas calas parecían navegables. Una tercera posibilidad era un pequeño dedo de tierra que formaba la bahía de Brancaster.
Se proyectaba desde un pueblo llamado Marsh Creake, cuatro kilómetros al este de Brancaster.
Volvió a examinar los tres cabos e intentó mirar el mapa con ojos de contrabandista. Todos eran muy similares, extensiones de tierra rodeadas de marismas lodosas. El que formaba la bahía de Brancaster, cerca de Marsh Creake, era el menos probable, ya que parecía que habían edificado una casa en él. La clase de persona que tenía una propiedad de ese tamaño difícilmente permitiría que se utilizase para actividades delictivas. A menos, por supuesto, que el propietario o propietarios estuvieran ausentes la mayor parte del tiempo. Y eso era imposible saberlo mirando un mapa en un monitor plano. Tendría que verificarlo sobre el terreno.
Cinco minutos después estaba sentada en el despacho de Wetherby, que la atendió con su perenne sonrisa. Si no lo conociera, habría pensado que su aspecto era el de un erudito, el tipo de hombre al que imaginas con zapatos gruesos y clips de ciclista, más proclive a enclaustrarse en casa rodeado de libros que a dirigir un departamento contraterrorista de alta tecnología. Frente a él, pero invisibles para Liz, tenía dos fotografías con marcos de cuero.
– ¿Qué cree exactamente que puede conseguir acudiendo a mí? -preguntó Wetherby.
– Como mínimo, me gustaría que eliminásemos la posibilidad de una amenaza terrorista -respondió ella-. El calibre del arma me preocupa, como obviamente le preocupa también al Cuerpo Especial de Norfolk, dado que tienen a un hombre en el lugar de los hechos. Mis instintos, más la llamada de Zander, me dicen que Eastman y su organización están involucrados de alguna forma.
El hombre hizo rodar pensativamente un lápiz verde entre sus dedos.
– ¿Está enterado el Cuerpo Especial de la llamada de Zander?
– Le pasé la información a Bob Morrison, el actual supervisor de Zander, pero hay muchas posibilidades de que no haga nada.
Wetherby asintió, comprendiendo lo que aquello implicaba.
– Desde nuestro punto de vista, eso no sería necesariamente algo malo -dijo por fin-. No, nada malo. Creo que deberías ir hasta allí y charlar amigablemente con ese tipo del Cuerpo Especial. ¿Cómo se llama?
– Goss.
– Charla amigablemente con Goss y veremos qué pasa. Dale la impresión de que estamos interesados en el componente criminal del asunto, por ejemplo, y que esperamos que nos pasen sus informes. Si no te parece bien, hablaré con Fane. Por otra parte, si no hay nada para nosotros… bueno, al menos nos dará tema de conversación en la reunión de los lunes por la mañana. ¿Seguro que Zander no está exagerando todo el asunto?
– No estoy segura -admitió Liz con sinceridad-. Es del tipo que siempre quiere atención y según Bob Morrison es adicto al juego, así que muy posiblemente tenga problemas financieros. Es un agente poco fiable a todos los niveles, pero eso no significa que esta vez no esté diciendo la verdad. -Dudó un instante-. A mí me lo pareció. Sonaba muy asustado.
– Si eso es lo que crees, de acuerdo, puedes ir -aceptó Wetherby, devolviendo el lápiz a una jarra que en sus tiempos había estado llena de mermelada Fortnum & Mason-. Una vez dicho esto, sólo tenemos una bala del 7,62 que sugiera que el asesinato no fue resultado de una discusión entre traficantes. O una operación de contrabando que salió mal. Quizá los traficantes han comenzado a utilizar fusiles de asalto. Quizá Gunter simplemente estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado y vio algo que no debía ver.
– Espero que haya sido eso -suspiró Liz.
– Mantenme informado.
– ¿No lo hago siempre?
La miró, sonrió levemente y se dio media vuelta.
15
En el pequeño dormitorio del último bungalow, Faraj Mansoor dormía inmóvil como una estatua. La mujer se preguntó si era algo aprendido mediante entrenamiento. ¿Estaría incluso ese aspecto de su vida sujeto al control y el secreto? Del cabezal de la cama colgaba la mochila negra que llevaba cuando se encontró con él. ¿Le confiaría qué ocultaba allí? ¿Se abriría a ella y la trataría como una compañera? ¿O esperaría que, por ser mujer, caminara varios pasos por detrás? ¿Que se comportara como una subordinada en todos los aspectos?
En realidad, no le importaba. Lo esencial era ejecutar la tarea que les habían asignado. Ella se enorgullecía de su naturaleza camaleónica, de su preparación para saber desempeñarse en cualquier circunstancia, y se sentiría feliz representando el papel que fuera necesario. En Takht-i-Suleiman, al principio por lo menos, los instructores apenas habían reparado en su existencia, pero no le importó. Ella escuchó, obedeció y aprendió. Cuando le dijeron que cocinase para los hombres, cocinó; cuando le dijeron que lavara las apestosas ropas de los demás reclutas tras los entrenamientos, llevó las cestas sin protestar al wadi y fregó las prendas frotándolas contra las rocas; y cuando le vendaron los ojos con un pañuelo y le ordenaron que montase a ciegas un fusil de asalto, sus dedos recorrieron rápidos las piezas del arma cuyo nombre sólo conocía en árabe y las encajó en su sitio sin vacilaciones. Y así se había convertido en una cifra, en un desinteresado instrumento de venganza, en una Hija del Paraíso.