Sonrió. Sólo los que pasaban por la experiencia de iniciación conocían la salvaje alegría de la autodegradación. Quizá sobreviviera a su misión, quizá no. Alá es grande.
Entretanto, había cosas que hacer. Cuando Mansoor despertase, querría lavarse -el hedor que desprendía la noche anterior dentro del coche, debido al sudor acumulado y al vómito reseco, era casi insoportable- y querría comer. El termo Ascot del cuarto de baño era bastante temperamental, parecía agonizar y morir cada cinco minutos -y tenía media caja de cerillas gastada para demostrarlo-, y la estufa eléctrica Belling también tenía aspecto de estar en las últimas. El aire salado, suponía, debía corroer ese tipo de electrodomésticos y acortaba sus vidas. El frigorífico zumbaba ruidosamente pero al menos seguía funcionando. Cuando Diane se marchó el día anterior, tras cerrar el trato, ella había ido en coche hasta King's Lynn y comprado comida precocinada de la marca Tesco, currys en su mayor parte.
No se llamaba Lucy Wharmby, como le había dicho a la propietaria del bungalow. Pero su nombre ya no importaba, como tampoco los lugares donde viviera antes. Tenía el movimiento y el cambio metidos en la sangre, y cualquier tipo de permanencia le resultaba inimaginable.
No siempre fue así. Mucho, muchísimo antes, en un pasado que ahora le parecía una realidad congelada, trémula, tuvo un lugar al que llamaba hogar; un lugar al cual, con la simplicidad de una niña, creyó poder regresar siempre. Recordaba con detalle algunos momentos de aquella época, y se veía comiendo cortezas de pan, persiguiendo ocas en el parque, chapoteando en una piscina desmontable en su pequeño jardín del sur de Londres, mirando el manzano y presionando su nuca contra el borde de la piscina para que el agua le lamiera el pelo…
Pero entonces aparecieron las sombras. Tuvo que trasladarse de su acogedora casa londinense a un frío bloque de apartamentos junto a la universidad de las Midlands. Para su padre, el estudioso septuagenario, aquel nuevo trabajo de profesor representó cierto prestigio; pero, para ella, la separación permanente de sus amigos y la dura adaptación a una nueva escuela, en la que abundaban los abusos físicos y psicológicos, sobre todo para los forasteros.
Se sentía angustiosamente solitaria, pero no se lo dijo a sus padres, ya que por entonces los tensos silencios y los continuos portazos le indicaban que tenían sus propios problemas. Empezó a retraerse. Sus notas, antes brillantes, flojearon. Y desarrolló misteriosos dolores de estómago que la obligaban a permanecer en casa y resistían toda clase de tratamientos, convencionales o de otra índole.
Tenía once años cuando sus padres se separaron, una separación que terminó en divorcio. Aparentemente el acuerdo fue amistoso, sus padres se despidieron con sonrisas en los labios -que no tenían reflejo en sus ojos-, y le aseguraron una y otra vez que nada cambiaría. No obstante, ambos buscaron y encontraron nuevas parejas.
Su hija tuvo que vivir entre dos casas, pero siguió siendo ella misma. Los misteriosos dolores de estómago persistieron, aislándola de sus compañeros de clase y de todo cuanto la rodeaba. Sus menstruaciones nunca se materializaron. Una noche dio un puñetazo a una puerta de cristal y tuvieron que trasladarla a las urgencias del hospital local, donde le dieron diez puntos.
A los trece años, sus padres tomaron la decisión de enviarla a una escuela progresista en pleno campo, con reputación de saber tratar a jóvenes problemáticos. La asistencia a clase era opcional y no contaban con equipos de deporte organizados. En su lugar, los pupilos eran animados a participar en clases de arte y obras de teatro. En su segundo año, la novia de su padre le envió un libro por su cumpleaños. Durante quince días estuvo en su mesita de noche, junto a la cama; no era el tipo de libro que le interesase ni por asomo. Pero una noche de insomnio, sin saber muy bien por qué, empezó a leerlo.
16
El móvil de Liz sonó mientras se encontraba en la North Circular, encajonada entre un minibús escolar y un camión cisterna. Su coche era un Audi Quattro azul oscuro de segunda mano, comprado con la modesta cantidad de dinero que le había legado su padre. Necesitaba un buen lavado y el reproductor de CD estaba en las últimas, pero funcionaba suave y silenciosamente incluso a veinte kilómetros por hora. Mientras tanteaba el asiento del conductor en busca del teléfono, uno de los niños que se apretaba contra la luna trasera del minibús le sacó la lengua lascivamente. «¿Qué puede tener? -se preguntó-. ¿Doce años? ¿Catorce?» Ya no sabía deducir la edad de los niños, si es que alguna vez había sabido. Respondió la llamada.
– Soy yo. ¿Dónde estás?
Aguantó la respiración. Otros chicos se habían sumado al primero, riendo y gesticulando de forma obscena. Se obligó a apartar la mirada. Odiaba recibir llamadas mientras conducía y le había pedido a Mark que nunca, en ninguna circunstancia, la llamase en horas de trabajo.
– No estoy segura, ¿por qué? ¿Qué sucede?
– Tenemos que hablar.
– ¿Qué quieres? -preguntó ella.
– Lo que quiero siempre. A ti. ¿Adónde vas?
– Estaré un par de días fuera de la ciudad. ¿Cómo está Shauna?
– En plena forma. Este fin de semana voy a hablar con ella.
Activó los limpiaparabrisas. Los niños habían desaparecido.
– ¿De algo en concreto? ¿O sólo charlaréis del tiempo y cosas así?
– Le hablaré de nosotros, Liz. Pienso decirle que estoy enamorado de ti. Que voy a dejarla.
Liz se quedó mirando fijamente el minibús que la precedía, mientras se hacía añicos como un espejo. Aquello no podía pasar, así de simple. Habría un divorcio y su nombre quizá surgiera en pleitos y tribunales.
– ¿Has oído lo que he dicho?
– Sí, te he oído. -Entró en la M-ll. Las luces rojas de posición se refractaban en la lluvia.
– ¿Y?
– ¿Y qué?
– ¿Qué opinas?
– Creo que es la peor idea que he oído en mi vida.
– Tengo que decírselo, Liz. Es justo.
Ella sentía que la rabia le recorría todo el cuerpo, nublándole la mente.
– Mark, como se lo digas, te prometo que…
– Seremos sólo nosotros, Liz. Nosotros y la noche.
Una idea, la fracción de una idea, relampagueó a través de la oscura nube de su furia.
– Repítelo.
– ¿Qué? ¿Eso de nosotros y la noche?
La noche. El silencio.
– ¿Qué? ¿Qué ocurre?
Seguía allí, latiendo con fuerza pero fuera de su alcance. Y era importante, estaba segura.
– Te llamaré después -dijo.
– Liz, pero ¿qué…? Te estoy hablando de terminar con mi matrimonio, de dejar a Shauna, de nuestro futuro.
La noche. El silencio. Maldita sea.
– Tengo que colgar. Ya te llamaré.
– Te quiero, Liz, no puedo…
Colgó. Dos carriles estaban cerrados y las flechas indicadoras embotellaban el tráfico. Maldición. Tenía que aferrarse a aquel germen de idea. Mark volvería a llamar, estaba segura, así que apagó el teléfono. Tardó diez minutos en poder detenerse a un lado de la carretera y llamar a Goss.
– ¿Puedo repasar un par de detalles con usted? -preguntó ansiosa-. ¿Han establecido la hora exacta de la muerte de ese tal Gunter?
– Según el patólogo, entre las cuatro y cuarto y las cinco menos cuarto.
– ¿Había más gente cerca?
– Una docena de camioneros durmiendo en sus cabinas.
– ¿Y el disparo no despertó a ninguno?
– No. Al menos, a ninguno de los que hemos entrevistado hasta ahora.
– ¿Ha visto la bala?
– Sí, Balística la recuperó.