– Muy bien. Gunter, Raymond… allá vamos.
En la pantalla parpadearon columnas de imágenes en miniatura.
– Sólo le mostraré las fotos clave -susurró Goss-. Si no, podríamos pasarnos aquí todo el día.
– Está bien -asintió Liz-. Si hay algo que necesite volver a ver, siempre puedo revisarlas.
La primera imagen que Goss aumentó de tamaño era una panorámica del área de servicio. En los lejanos límites de su borrosa extensión, los grandes camiones tenían el aspecto de hoscas bestias prehistóricas con sus húmedas lonas brillando por la lluvia acumulada. A la izquierda se veía un edificio bajo prefabricado, con un letrero donde se leía «Café Fairmile»; las luces del exterior iluminaban débilmente el interior y podían distinguirse los coloridos rizos de la decoración navideña; a la derecha se erguía un bloque de cemento: los lavabos. Más allá, una línea de policías con chaquetas amarillas fluorescentes e impermeables peinaban el terreno.
Las fotos siguientes mostraban el interior del café. Debía de ser un lugar bastante animado cuando estaba abierto y sus grandes teteras humeaban. No obstante, vacío como ahora resultaba bastante lúgubre a pesar de las tiras de papel y los Papá Noel hinchables.
La tercera tanda estaba dedicada al bloque de los lavabos. Primero el exterior, donde forenses y patólogos pululaban alrededor, con sus protectores monos azules y aspecto ensimismado, mientras la lluvia se acumulaba alrededor del bloque antes de penetrar por la puerta abierta. Estaba vacío… al menos de seres vivos. Baldosas blancas revestían las paredes y podía verse un lavabo, dos urinarios colgados de la pared y una cabina cerrada para el retrete. Un primer plano mostraba que la cerradura de la cabina estaba rota. En lugar del rollo de papel higiénico, una guía telefónica de Páginas Amarillas colgaba de una cuerda.
En la última secuencia aparecía Ray Gunter. Estaba vestido con un jersey otrora blanco y unos pantalones Adidas azul oscuro. Yacía en el suelo, bajo una gran mancha de sangre seca y tejido cerebral en la pared. En el centro de la mancha se veía un agujero negro, allí donde la bala había atravesado un azulejo. Un largo reguero de un rojo amarronado descendía por la pared hasta el cuerpo desplomado. La bala había entrado por encima de la ceja izquierda, dejando el rostro más o menos intacto; no obstante, la parte posterior del cráneo prácticamente había desaparecido y su contenido estaba desparramado por el suelo de cemento.
– ¿Quién lo encontró? -preguntó Liz, entrecerrando los ojos a causa del sangriento horror de las fotografías.
– Un conductor de camión. Hacia las seis de la mañana.
– ¿Y la bala?
– Tuvimos suerte. Atravesó la pared de los lavabos y se alojó en el muro del café.
– ¿Algún rastro del que disparó?
– No. Y hemos buscado por cada centímetro del suelo y paredes. Incluso han examinado las uñas de la víctima por si acaso, pero no tengo muchas esperanzas.
– ¿Dónde estaba el asesino cuando disparó?
– Ahora mismo es difícil saberlo, pero lo bastante lejos como para que el arma no dejara ningún rastro de quemaduras en la víctima. Tres o cuatro metros quizá. Quienquiera que fuera sabía exactamente lo que estaba haciendo.
– ¿Qué quiere decir?
– Disparó a la cabeza. Apuntar al pecho era mucho más fácil, pero nuestro asesino quería asegurarse. Gunter debió de morir antes incluso de que sus rodillas cedieran.
Liz asintió pensativamente.
– ¿Y nadie oyó nada?
– Nadie admitirá haber oído nada. Pero, claro, puede que hubiera camiones yendo y viniendo, y toda clase de ruidos ambientales.
– ¿Cuánta gente había por los alrededores?
– Una docena de camioneros durmiendo en sus cabinas. El café cierra a medianoche y abre a las seis de la mañana. -Apagó el portátil y echó su silla hacia atrás-. Sabremos más cuando llegue la grabación de la cámara de seguridad, aproximadamente dentro de una hora. ¿Qué tal esa bebida?
– ¿La que precede al sándwich?
– Esa misma.
La calidez del Trafalgar fue reconfortante después del lúgubre frío del centro cultural. El bar estaba panelado en roble y decorado con retratos de Nelson, nudos marineros, barcos dentro de botellas y demás parafernalia naval. Sobre la zona de servicio reservada a los camareros colgaba una Insignia Roja al Valor enmarcada. El local olía a abrillantador de madera y humo de tabaco. Un puñado de clientes de mediana edad murmuraba y asentía alrededor de un almuerzo frío, acompañado de ensaladas y medias pintas de cerveza.
Goss ordenó una pinta para él, una taza de café para Liz y sándwiches tostados. Liz no depositó muchas esperanzas en el café, y los sándwiches tampoco le apetecían demasiado, pero necesitaba comer algo. Tenía tendencia a dejarse llevar por el ímpetu del trabajo y olvidar cosas tan elementales como la comida, y lo sabía. A su falta de apetito contribuía la llamada telefónica de Mark, una silenciosa pero insistente pulsación que se sumaba a las otras muchas preocupaciones del día. Si lo que le dijo por teléfono iba en serio, tenía que hacer algo al respecto. Debería haber roto con él hacía mucho, trazar de una vez por todas los límites de la relación.
«Más tarde -pensó-. Me encargaré de eso más tarde.»
– Así pues, tenemos una bala del calibre 7,62 -comenzó cuando se hubieron sentado en un rincón tranquilo con sus bebidas.
– Por eso estoy aquí -explicó Goss-. Parece que tenemos entre manos un asesinato llevado a cabo con un rifle específicamente militar. Un AK o un SLR.
– ¿Conoce algún caso en el contexto del crimen organizado en que se haya utilizado un arma como ésa?
– No en este país, es demasiado pesada. El gánster medio suele usar pistolas de importación, preferiblemente una Beretta 9 mm o una Glock. Los asesinos profesionales prefieren revólveres chatos, son más fáciles de llevar… un 38, por ejemplo. No deja casquillos que los forenses puedan recoger en el escenario del crimen.
Liz removió su café.
– Entonces ¿qué opina de este asunto? Extraoficialmente, claro.
El se encogió de hombros.
– Lo primero que pensé, dado que Gunter era pescador, es que estaba involucrado en el contrabando de drogas (o de personas), y que tuvo una disputa con alguien. Después, que es por lo que me inclino ahora, que se topó sin querer con la operación de otro, de una banda de Europa del Este quizás, y que tuvieron que silenciarlo.
– Suponiendo que fuera eso, ¿por qué matarlo tierra adentro, a quince kilómetros de Fakenham, en un lugar tan frecuentado como suele ser un área de servicio?
– Bien, ésa es la cuestión, ¿verdad? -La miró calculadoramente-. ¿Su presencia aquí significa que su gente cree que existe alguna conexión terrorista?
– No sabemos nada que ustedes no sepan -respondió Liz.
Y técnicamente era cierto, dado que había informado a Bob Morrison de todo lo que le contara Zander. Goss la miró fijamente, esperando, pero cualquier sospecha que pudiera albergar fue silenciada momentáneamente por la llegada de los sándwiches.
– ¿Ha provocado mucha agitación este asesinato? -preguntó ella cuando la camarera se hubo alejado.
– Sí. Cuando se encontró el cadáver, hubo bastante caos. Tuvimos que despejar el lugar sacando de allí a todos los camioneros, y acotar el escenario. Ya puede imaginarse cómo se lo tomaron.
– ¿Quién encontró a Gunter?
– Un camionero llamado Dennis Atkins. Venía de Glasgow y aparcó frente al Fairmile hacia medianoche. Tenía que realizar su entrega a las ocho y media en un parque industrial de las afueras de Norwich. En cuanto el café abrió, se encaminó a los lavabos para adecentarse un poco antes de desayunar y…