– Así es, señora. Este es el sargento Goss y ella una colega de Londres.
La dentuda sonrisa cambió de dirección. Tras los buenos modales de clase alta apareció un matiz de preocupación. «Sabe que no soy una poli normal -pensó Liz-, sabe que nuestra presencia significa problemas.»
– ¿Han venido por ese terrible asunto de Ray Gunter?
– Me temo que sí-reconoció Whiten-. Estamos hablando con todos los que puedan darnos una idea de sus movimientos.
– Por supuesto. Pasen, por favor.
Siguieron a la mujer por un largo pasillo embaldosado. De las paredes colgaban máscaras de zorro, cuadros con escenas de caza y retratos de antepasados muy poco atractivos. Algunos permanecían en una oscuridad casi total, mientras que otros estaban tenuemente iluminados por la luz que se colaba a través de los altos ventanales góticos.
Peregrine Lakeby estaba leyendo el Financial Times ante un fuego de chimenea, en una habitación de techo alto llena de libros. Liz descubrió tomos enteros de revistas encuadernadas -Horse and Hound, The Field, The Shooting Times…- y todo un estante dedicado a los almanaques Wisden de cricket. Cuando el grupo entró en la sala, se levantó para recibirlos amablemente. Su esposa distribuyó los asientos y, una vez sentado de nuevo, plegó el diario con cortés paciencia antes de tomar la palabra:
– Asumo que han venido por el asunto del pobre señor Gunter.
Resultaba un hombre bastante guapo para su edad, pensó Liz; pero, por desgracia, era demasiado consciente de ello. Su mirada gris tenía un aire burlón y ligeramente altanero. Probablemente se consideraba a sí mismo un peligro para las mujeres.
Whitten, que abrió una libreta de notas, tomó la palabra.
– Sí, señor. Hemos de hacer algunas preguntas rutinarias. Como le he explicado a la señora Lakeby, estamos hablando con todas las personas que conocían a Gunter.
El ceño de Anne Lakeby se arrugó un poco.
– La verdad es que no lo conocíamos muy bien. Al menos, en el sentido estricto de la palabra. Quiero decir, iba y venía, y una vez me crucé con él, pero…
Su esposo se puso en pie, se acercó a la chimenea y removió las brasas lánguidamente con una antigua bayoneta de acero.
– Anne, ¿por qué no preparas un poco de café? Estoy seguro de que nosotros… -Se giró hacia Whitten y Goss-. ¿O acaso prefieren té?
– Estamos bien, señora Lakeby -respondió Whitten-. Puedo pasar sin el café.
– Yo también -dijo Goss.
– ¿Señorita?
– Nada para mí tampoco, gracias.
En realidad, a Liz le habría apetecido una taza de café bien cargado, pero decidió solidarizarse con sus colegas. Era consciente de que Lakeby había evitado utilizar el nombre de los policías, una forma sutil de situarlos en su lugar. O en el que Lakeby creía que era su lugar.
– Entonces, sólo para mí -dijo Peregrine animadamente-. Y si nos quedan pastelitos Jaffa, puedes traer unos cuantos en una bandeja.
Anne Lakeby sonrió algo tensa antes de salir de la sala. Peregrine regresó a su sillón.
– Díganme, ¿qué ha sucedido realmente? Según dicen, al pobre diablo le han pegado un tiro. ¿Es cierto?
– Sí, señor. Eso parece -admitió Whitten.
– ¿Tienen alguna idea del motivo?
– Es lo que intentamos averiguar. ¿Puede decirme cómo conoció al señor Gunter?
– Bueno, anclaba un par de botes de pesca en nuestra playa, como ya hicieran su padre y su abuelo antes que él. Nos pagaba una suma en concepto de alquiler y nos ofrecía una primera opción sobre su pesca… que no fue nada del otro mundo estos últimos años.
– ¿Estaba usted conforme con ese acuerdo?
– Nunca he tenido motivos de descontento. Ben Gunter, el padre de Ray, era un tipo bastante decente.
– ¿Y Ray no era tan… decente?
– Ray era una especie de diamante en bruto. Tuvo un par de incidentes por culpa del alcohol, los cuales seguramente ya conocen. Dicho esto, nunca tuve ningún problema con él. Y puedo asegurarles que no me imagino la razón por la que alguien tuviera que molestarse en matarlo.
– ¿Sabe cuándo fue la última vez que Gunter salió de pesca? ¿O a navegar por cualquier otra razón?
La lánguida sonrisa permaneció en su lugar, pero su mirada se tornó más aguda.
– ¿A qué se refiere exactamente? ¿Qué otro propósito podría tener?
– Ni idea, señor -repuso Whitten sonriendo afable-. No soy marino.
– La respuesta es no. Ignoro cuándo fue la última vez que salió a navegar o a pescar. Tenía su propia llave, iba y venía a su antojo.
– ¿Conoce a alguien que pueda saberlo?
– Probablemente, el pescadero de Brancaster. Se llama… hum, Anne lo sabe.
Whitten asintió y tomó algunas notas.
– ¿A qué hora solía zarpar cuando salía de pesca?
Peregrine hinchó sus mejillas y exhaló pensativamente. «Estás mintiendo -pensó Liz-, has estado mintiendo todo el rato. Ocultas algo. ¿Por qué?»
– Dependía de la marea, pero normalmente lo hacía a primera hora del amanecer. Después llevaba la pesca a Brancaster durante la mañana.
– ¿Y usted le compraba parte de sus capturas?
– Muy ocasionalmente. Tenía permiso para colocar media docena de esas cestas para atrapar langostas, y si teníamos invitados a cenar me quedaba un par. O unas lubinas, si conseguía bastantes… algo nada habitual estos últimos años.
– Entonces, ¿sólo era un pescador? ¿La pesca era su única fuente de ingresos?
– Por lo que sé, sí. Heredó una casa cerca de la iglesia y creo que llegó a hipotecarla, pero si hablamos de trabajos, no creo que tuviera ningún otro.
– ¿Por qué cree que alguien querría dispararle un tiro?
Lakeby extendió sus brazos a lo largo del respaldo del sofá.
– ¿Quiere saber mi opinión? Creo que todo se debió a un terrible error. Ray Gunter era… bueno, digamos que no era un tipo muy sofisticado. Probablemente se tomó una copa de más en el Trafalgar, o en ese local de Dersthorpe, y… ¿quién sabe? Quizá se metió en una pelea con el hombre equivocado.
– ¿Sabe qué podía estar haciendo en el café Fairmile a primeras horas de la mañana?
– Pues no. Siempre he creído que ese lugar es una monstruosidad. Además, como seguramente saben, tiene fama de ser punto de reunión para toda clase de… homosexuales.
– ¿Puede que Gunter fuera allí para eso, para buscar compañía masculina?
– Bueno, supongo que es una posibilidad, pero debo confesar que nunca pensé en él de esa manera -respondió Lakeby con tristeza-. Anne, ¿dirías que Ray Gunter era homosexual?
Su esposa dejó con un ligero tintineo la bandeja decorada con motivos orientales sobre una mesita frente a la chimenea.
– No, diría que no… Y menos desde que se veía con Cherisse Hogan.
– Por el amor de Dios, ¿quién diablos es Cherisse Hogan?
– La hija de Elsie Hogan. ¿Recuerdas a Elsie? Es nuestra asistenta. Se ha ido de casa hace media hora.
– No sabía que se apellidara Hogan. Ni siquiera sabía que estuviera casada.
– No lo está. Tuvo a Cherisse cuando todavía iba al instituto. Por eso consiguió ese piso de protección oficial en Dersthorpe.
– ¿Lo hacían regularmente? -preguntó Whitton-. Me refiero a ese… verse.
– No tanto como a Ray Gunter le habría gustado -replicó Anne-. Cherisse tiene unos cuantos admiradores y además se le suelen ir los ojos detrás de cualquier pantalón.
– ¿Y dónde podemos encontrar a esa jovencita?
– Muchos días hace de camarera en el Trafalgar.
Liz miró de reojo a Goss, pero el hombre del Cuerpo Especial se mantenía impasible. No obstante, Peregrine Lakeby se inclinó hacia delante.
– ¿Esa chica gorda? -preguntó sorprendido.
– ¡Peregrine! -se indignó la señora Lakeby-. Eso no es nada galante.
– ¿Cuánto hacía que Gunter y ella salían juntos? -terció Whitten.