Wetherby entornó los ojos levemente.
– ¿Y cree que ese hombre del que hablan puede ser nuestro silencioso pistolero de Norfolk?
Liz no dijo nada, y su jefe devolvió el lápiz a la jarra de Fortnum and Mason antes de inclinarse para abrir el cajón inferior de su escritorio. Extrajo una botella de whisky Laphroaig y dos vasos, y los llenó. Empujó uno de ellos hacia Liz y alzó una mano para indicarle que no se marchara. Cogió el teléfono y marcó un número.
La llamada, comprendió Liz, era para su esposa.
– ¿Cómo te ha ido hoy? -susurró Wetherby-. ¿Ha sido muy horrible?
La respuesta llevó su tiempo. Liz se concentró en el sabor ahumado del whisky, en el retumbar de la lluvia contra la ventana, en la pulsación del radiador, en lo que fuera, excepto en la conversación que se desarrollaba frente a ella.
– Llegaré un poco tarde -decía Wetherby-. Sí, me temo que tenemos una crisis y… no, no me quedaría si no fuera absolutamente necesario, sé que has tenido un día infernal… Te llamaré en cuanto suba al coche para volver… No, no me esperes levantada.
Tras colgar, tomó un largo sorbo de whisky y le dio la vuelta a una de las fotos enmarcadas que tenía sobre la mesa para que Liz la viera. Mostraba a una mujer con blusa azul y blanca, sentada a una mesa y sosteniendo una taza. Tenía el cabello oscuro y delicado, rasgos finos, y miraba a la cámara con un divertido movimiento de la cabeza.
No obstante, lo que más le chocó a Liz fue la piel de la mujer. Aunque no aparentaba más de treinta y cinco años, era de color marfil, tan pálida que parecía casi transparente. Al principio, Liz creyó que era resultado de un mal revelado, pero, gracias a los otros clientes del café, descubrió que el equilibrio de color era más o menos correcto.
– Se llama aplasia de los glóbulos rojos -explicó Wetherby con tranquilidad-. Es un defecto de la médula ósea. Tiene que ir cada mes al hospital para una transfusión de sangre.
– ¿Y ha ido hoy?
– Sí, esta mañana.
– Lo siento -dijo Liz sinceramente. Su pequeño triunfo al identificar la PPS le parecía ahora casi infantil-. Lamento ser portadora de las noticias que lo retienen aquí.
– Lo ha hecho excepcionalmente bien. -Removió el Laphroaig en su vaso y lo alzó con una sonrisa ambigua-. Además, me ha proporcionado los medios para estropearle la tarde a Geoffrey Fane.
– Bueno, algo es algo.
Durante un par de minutos, mientras terminaban sus bebidas, guardaron silencio. Las oficinas estaban vacías y el distante sonido de un Hoover avisó a Liz que llegaban las señoras de la limpieza.
– Váyase a casa -le sugirió a Liz-. Informaré a todo el mundo de lo que necesite saber.
– De acuerdo. Pero, primero, volveré a mi despacho para repasar algunos datos de Peregrine Lakeby. ¿Volverá mañana a Norfolk?
– Creo que debería.
– Manténgame informado -pidió él.
Liz se levantó de la silla. En el río, una barcaza dejó escapar una larga y lúgubre nota.
22
Tras una noche lluviosa, el día amaneció claro y despejado. Y la carretera siseaba bajo los neumáticos del Audi mientras Liz conducía hacia el norte por la M-II. Había dormido mal; de hecho, no estaba segura de haber dormido nada. La amorfa masa de preocupación que representaba la investigación se había convertido en un peso aplastante, y cuanto más desesperadamente buscaba el olvido entre sus arrugadas sábanas, más rápido le latía el corazón. Las vidas de mucha gente estaban amenazadas, lo sabía, y la imagen de la cabeza destrozada de Ray Gunter se replicaba en su mente hasta el infinito. A intervalos, los rasgos del pescador muerto se convertían en los de Sohail Din. «¿Por qué no hiciste teatro?», parecía preguntarle, hasta que comprendió que la voz que resonaba en su cabeza era la de su madre aunque no pudiese evocar su imagen. En lugar de su rostro sonriente, aparecía el de una mujer pálida con una blusa azul y blanca; a través de su piel transparente, Liz podía ver el flujo de la sangre por sus venas. «¡Te estoy diciendo que te quiero! -gritaba Mark desde algún lugar en el límite de su conciencia-. ¡Estoy hablando de nuestro futuro!»
Pero sí debió de dormir algo, porque en cierto momento despertó sedienta y con dolor de cabeza, sintiendo todavía el persistente regusto ahumado del whisky de Wetherby. Había planeado madrugar y salir rápidamente de Londres; por desgracia, una considerable proporción de los habitantes de la ciudad parecía compartir la misma idea. A las once y media seguía a mitad de camino de los veinte kilómetros que la separaban de Marsh Creake, atrapada en una estrecha carretera detrás de un camión cargado de remolacha azucarera. Su conductor no tenía ninguna prisa, y si era consciente de estar perdiendo un par de remolachas en cada socavón, eso no parecía preocuparle lo más mínimo. Pero sí preocupaba a Liz, que en ocasiones tenía que zigzaguear para esquivar las verduras, ya que podían dar contra el parabrisas o encontrar alguna otra manera de provocar daños por una cantidad de tres cifras en la carrocería de su Audi.
Con los hombros cargados por la tensión acumulada, empujó la puerta del Trafalgar y entró en el pub para encontrar a Cherisse Hogan secando vasos en el vacío local.
– ¡Otra vez usted! -exclamó Cherisse, dedicándole una sonrisa. Llevaba un ceñido jersey lavanda y, a su estilo zíngaro, tenía un aspecto espectacular. Quedaba claro que estaba plenamente recuperada de cualquier aflicción que hubiera podido provocarle la muerte de Ray Gunter.
– Me preguntaba si os queda alguna habitación libre -preguntó Liz tras saludarla.
La camarera alzó las cejas y luego se perdió en las sombras de la cocina para consultar con su patrón, supuso Liz. Clive Badger debería sentirse contento, pensó, si los rumores sobre la pareja resultaban ciertos. Y estaba casi segura de que lo eran; las mujeres como Anne Lakeby tenían una especie de don para separar el grano de la paja en todo lo relacionado con las intrigas locales.
Cherisse regresó un par de minutos después, sosteniendo una llave con un llavero en forma de ancla y acompañó a Liz por una estrecha escalera alfombrada hasta una puerta, en cuyo letrero se leía: «Temeraria.» Las otras tres habitaciones eran «Veloz», «Ajax» y «Victoria».
La Temeraria era un cuarto de techo bajo y ambiente cálido, con una alfombra color ciruela, una chimenea y un diván con un cubrecamas de algodón afelpado. Liz no tardó ni dos minutos en deshacer la maleta. Cuando volvió al bar, Cherisse seguía sola tras la barra y la saludó con un gesto.
– ¿Se acuerda de Mitch, el tipo del que le hablé ayer?
– ¿El que te recordaba a un bull-terrier?
– Sí, ése. Staffy. Anda metido en el negocio del tabaco.
– ¿Quieres decir que importa y vende tabaco sin pagar impuestos?
– Eso.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Te ofreció algo?
– No; lo hizo Ray. Me dijo que podía conseguir tanto como quisiera. Dijo que me lo dejaría a precio de coste y que podía revenderlo al precio normal.
– Espera, Cherisse. ¿Me estás diciendo que Ray hablaba en nombre de Mitch?
– Sí. Quiso darme la impresión de que le hacía un favor, pero Mitch se volvió loco. Le dijo a Ray que no sabía de qué cojones estaba hablando (perdón por mi lenguaje), y le advirtió que cerrase el pico o lo dejaría en la estacada. En fin, desquiciado del todo.
– Pero ¿estás segura de que Ray hablaba en serio? ¿Que Mitch vendía tabaco a mitad de precio?
Cherisse se lo pensó unos segundos.
– Bueno, si no era así, ¿por qué iba a ofrecérmelo? Además, un montón de gente se dedica a eso. Si trabajas en un bar siempre estás recibiendo ofertas de bebida y tabaco baratos. Sobre todo, tabaco. Todo el mundo lleva una docena de cartones en su coche.
– ¿Alguna vez les has comprado algo?
– ¿Yo? No. Perdería mi trabajo.
– ¿Y el señor Badger tampoco?
Cherisse sacudió la cabeza y siguió limpiando vasos muy poco metódicamente.