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– Creo que ya le dije que ese Mitch es un tipo desagradable.

– Eso parece. Gracias por todo.

Contempló el bar vacío. El pálido sol de invierno entraba por las ventanas, iluminando las motas de polvo y la decoración de las paredes paneladas en madera. Si Mitch, fuera quien fuese, estaba involucrado en la venta de tabaco de contrabando y se lo había dicho a Gunter, ¿por qué enfurecerse tanto cuando él intentó hacer negocios con Cherisse? Un contrabandista de tabaco pasa la mayor parte de su tiempo intentando persuadir a los dueños y al personal de los bares de que les compren el material que ofrecen.

La única razón que Liz podía imaginar era que Mitch hubiera dejado el contrabando por un trabajo más lucrativo… y peligroso. Un juego en el que no podía permitirse rumores. Dándole de nuevo las gracias a Cherisse, le pidió que le cambiase un billete de diez libras en monedas para llamar a Frankie Ferris desde el teléfono de la entrada. El local estaba sobrecalentado y desprendía un fuerte olor a barniz y ambientador. Ferris, como siempre, le pareció sumamente agitado.

– Con este asesinato se está subiendo por las paredes -susurró-. Eastman se encerró en su oficina ayer por la mañana, y anoche no salió hasta las…

– ¿Tiene algo que ver el muerto con Eastman?

– No lo sé y no pienso preguntarlo. Ahora mismo prefiero pasar lo más desapercibido posible, y si esto termina mal, quiero que me prometas…

– ¿Que te prometa?

– Protección, sí. Corro muchos riesgos hablando contigo. ¿Y si alguien…?

– Mitch -cortó Liz-, necesito que me cuentes todo lo que sepas sobre un hombre llamado Mitch.

Un breve y ominoso silencio.

– Braintree -dijo Ferris-. Esta tarde a las ocho, en el piso superior del aparcamiento de la estación. Ven sola. -Y colgó.

«Se huele problemas -pensó Liz, colgando a su vez-. Quiere seguir embolsándose el dinero de Eastman, pero también guardarse las espaldas cuando todo estalle. Sabe que no conseguirá nada de Bob Morrison, así que por eso acude a mí.»

Se debatió brevemente entre ir al centro cultural o no, restablecer el contacto con Goss y Whitten, y ver si habían avanzado algo con el caso. Tras un momento de duda, decidió acercarse primero a Headland Hall y charlar con Peregrine Lakeby. Una vez hablase con los otros, sería más difícil guardarse la información que le interesara.

El Audi frenó frente a Headland Hall con un apagado crujido de grava. Esta vez fue el propio Lakeby quien abrió la puerta. Llevaba una larga bata china y corbata, y lo envolvía un suave aroma a lima.

Se sorprendió un instante al ver a Liz, pero se recuperó rápidamente y la guio por el pasillo embaldosado hasta la cocina. Allí, junto a una mesa de pino muy gastada, una mujer secaba vasos de vino con un estilo pausado que Liz reconoció de inmediato. Debía de ser Elsie Hogan, la madre de Cherisse.

– La estufa vuelve a humear, señor Lakeby -dijo la mujer, sin dejar de mirar a Liz con curiosidad.

Peregrine frunció el ceño, se enfundó un guante de cocina y abrió con cautela una de las trampillas de la estufa. El humo salió despedido. Tomando un leño de una cesta de mimbre, lo metió dentro y volvió a cerrar la trampilla.

– Con eso bastará.

La mujer lo miró con escepticismo.

– Esos troncos están un poco verdes, señor Lakeby, creo que ése es el problema. ¿Los han traído del garaje?

Le tocó el turno de dudar a Peregrine.

– Es posible. Hablaré con Anne al respecto. Volverá de King's Lynn dentro de una hora. ¿Café?

– Estoy bien, gracias -dijo Liz, reflexionando que no podía decirle a un hombre lo que ella iba a decirle a Peregrine Lakeby y beberse su café al mismo tiempo. Así que permaneció de pie mientras el agua se calentaba hasta que hirvió.

El dueño de la casa metió con una cucharilla el equivalente a unos granos de café árabe en una cafetera, los mezcló con el agua y transfirió el humeante resultado a una taza Wedgwood de estilo chino.

– Bien, dígame en qué puedo ayudarla -dijo Peregrine cuando hubieron abandonado el reino de la cocina, ya cómodamente instalados en el salón de los libros que Liz conocía del día anterior.

Ella exhibió su mirada inquisitiva, ligeramente divertida.

– Me gustaría saber cuál era el acuerdo que tenía con Ray Gunter -dijo tranquilamente.

La cabeza de Peregrine se agitó pensativamente. Liz se fijó en que su pelo, peinado hacia atrás, tenía sendas alas grises sobre cada oreja.

– ¿A qué acuerdo se refiere exactamente? Si se refiere al que lo autorizaba a anclar sus botes en la playa, creo que ya lo hablamos en detalle la última vez que sus colegas y usted estuvieron aquí.

«Así que no han vuelto», pensó Liz.

– No. Me refiero al acuerdo mediante el que Ray Gunter transportaba por la noche cargamentos ilegales hasta la orilla y usted hacía oídos sordos a los ruidos que provocaba. ¿Cuánto le pagaba Gunter por ignorar sus actividades?

Peregrine sonrió. La máscara de patricio mostró signos de tensión.

– No sé de dónde ha podido sacar esa información, señorita… hum, pero la simple idea de que pudiera tener una relación criminal con Ray Gunter es francamente ridícula. ¿Puedo preguntarle qué o quién le ha llevado a tan absurda conclusión?

Liz abrió su portafolios y extrajo dos hojas impresas.

– ¿Puedo contarle una historia, señor Lakeby? Es una historia sobre una mujer llamada Dorcas Gibb, conocida en ciertos círculos como la Marquesa.

Peregrine no dijo nada. Su expresión permaneció inmutable, pero su rostro empezó a perder color.

– Desde hace varios años, la Marquesa es propietaria de un discreto establecimiento en Shepherd Market, donde cuenta con empleadas especializadas en… -consultó las hojas impresas- disciplina, dominación y castigos corporales.

Peregrine siguió sin emitir un solo sonido.

– Hace tres años, la existencia de este establecimiento atrajo la atención de Hacienda. Parece que madame la Marquise había «olvidado» pagar sus impuestos desde hacía una década más o menos. Un pequeño despiste. Así que Hacienda le preguntó a la Brigada Antivicio si podían apretarle un poco las tuercas, y Antivicio no se hizo de rogar. Organizó una redada. ¿Adivina a quién encontraron, junto a un eminente consejero de la reina y un miembro muy popular del Partido Laborista, atado a un curioso aparato para propinar azotes, con una mordaza de goma en la boca y los pantalones por los tobillos?

La mirada de Peregrine se convirtió en puro hielo. Su boca era apenas una fina línea tensa.

– Joven, mi vida privada sólo es asunto mío, y no, repito, no pienso dejarme chantajear en mi propia casa. -Se levantó del sofá-. Tiene que marcharse.

Liz no se movió.

– No le estoy chantajeando. Sólo le pregunto los detalles de su relación comercial con Ray Gunter. Podemos hacerlo por las buenas o por las malas. Lo primero implica que usted me lo cuenta todo confidencialmente; lo segundo, un arresto por parte de la policía, como sospechoso de estar involucrado en una organización criminal. Y dado que, como todos sabemos, existe un flujo regular de información entre la policía y la prensa amarilla…

Ella se encogió de hombros y Peregrine se quedó contemplándola sin expresión. Liz le sostuvo la mirada, y gradualmente la arrogancia del hombre pareció ir perdiendo terreno. Volvió a sentarse a cámara lenta, con los hombros caídos.

– Pero si usted trabaja para la policía…

– No trabajo para la policía, señor Lakeby. Trabajo en la misma dirección que ellos.

– Entonces…

– No estoy sugiriendo que haya algo peor que aceptar el dinero de Gunter -explicó Liz tranquilamente-. Pero tengo que advertirle que éste es un asunto de seguridad nacional. Estoy segura de que no querrá poner en peligro la seguridad del país. -Hizo una pausa-. ¿Cuál era el trato con Gunter?