Él desvió sus ojos hacia la ventana.
– Como usted ha dicho, la idea es que yo cerrara los ojos ante sus idas y venidas nocturnas.
– ¿Cuánto le pagaba?
– Quinientas libras mensuales.
– ¿En metálico?
– Sí.
– ¿Y en qué consistían esas idas y venidas?
Peregrine esbozó una tensa sonrisa.
– En lo mismo que consisten desde hace cientos de años. Ésta es una costa de contrabandistas, siempre lo ha sido y siempre lo será. Té, coñac francés, tabaco holandés… Cuando los puertos del Canal y las marismas de Kent se volvieron demasiado peligrosos, las cargas se desviaron hacia aquí.
– ¿Y eso es lo que contrabandeaba? ¿Tabaco y bebida?
– Eso me dijo.
– ¿Quién? ¿Gunter?
– No, en realidad no hice el trato directamente con Gunter. Fue con otro hombre, pero nunca supe su nombre.
– ¿Mitch? ¿O algo parecido a Mitch?
– No tengo ni idea. Como acabo de explicarle…
– ¿Cómo le pagaban?
– Dejaban el dinero en la caseta de la playa, la que Gunter utilizaba para guardar sus aparejos de pesca. Yo tenía una llave del candado.
– Y aparte de ese segundo hombre, ¿nunca vio o se encontró con nadie más?
– Nunca.
– ¿Puede describirme a ese segundo hombre?
Peregrine meditó unos segundos.
– Daba la impresión de ser… violento. Pálido y con el pelo cortado como un skinhead. Se parecía a uno de esos perros a los que siempre tienes que pegarles un tiro porque tarde o temprano terminan mordiendo a los niños.
– ¿Cómo lo conoció?
– Fue hace un año y medio. Anne había ido a la ciudad, y Ray Gunter y él vinieron aquí. Me preguntó directamente si me apetecería cobrar quinientas libras el primero de cada mes por no hacer absolutamente nada.
– Y usted le respondió que…
– Que me lo pensaría. No me pidió que hiciera nada ilegal, así que me lo pensé. Me telefoneó al día siguiente y le dije que sí. Y el día uno del mes siguiente, el dinero estaba en la caseta tal como prometió.
– ¿Dijo concretamente que lo que pensaba desembarcar era alcohol y tabaco?
– No. Sus palabras exactas fueron que continuaría con la tradición local de burlar a la gente de Hacienda.
– ¿Y usted no tuvo ningún problema con eso?
– No -admitió él, recostándose en el sofá-. Para ser sincero con usted, no tuve absolutamente ningún problema. Cuando tienes que sacar adelante una casa como ésta, los impuestos son una cruz. Y si lo que Gunter y su amigo pretendían era tomarle el pelo a Aduanas y Hacienda, podían contar con mi bendición.
– ¿Algo más que pueda decirme? ¿Qué vehículos utilizaban? ¿De dónde procedían los barcos que transportaban las mercancías?
– Me temo que no. Cumplí mi parte del trato y mantuve ojos y oídos cerrados.
«Cumplí -pensó Liz-. Toda una palabra.»
– ¿Y su esposa nunca sospechó nada?
– ¿Anne? -exclamó-. Claro que no, ¿por qué diablos iba a sospechar nada? A veces se quejaba de los ruidos nocturnos, pero…
Liz asintió. Aquel segundo hombre tenía que ser el tal Mitch, quienquiera que fuera. Y la razón de que se enfureciera tanto con Gunter por hablarle a Cherisse del contrabando de tabaco era que ambos escondían algo mucho más serio que eso. Gunter resultaba un socio demasiado indiscreto y nada ideal. No obstante, como propietario de los botes, y conocedor de las mareas y los bancos de arena locales, cumplía con una parte vital en la operación.
¿Sabría Frankie Ferris algo de Mitch? Su forma de actuar por teléfono sugería que sí, que sabía quién era Mitch; lo cual, a su vez, sugería que Mitch era uno de los hombres de Eastman. Por eso Ferris estaba tan desesperado por demostrar su utilidad, aunque eso significara manipular un poco la verdad.
Miró a Peregrine. Prácticamente había recuperado su fachada urbana. Ella lo había asustado un rato, pero nada más. De camino a la salida pasó por delante de Elsie Hogan, que la observaba de pie con los brazos cruzados desde la puerta de la cocina. Peregrine ni siquiera se tomó la molestia de dedicarle una sola mirada, pero Liz sí, y vio la calculada vaciedad en la expresión de la anciana. No podía saber si durante los últimos diez minutos habría estado ocupada con el pasatiempo tradicional de los sirvientes, escuchar detrás de la puerta. De ser así, pronto circularían escabrosas historias de culos desnudos y orgías de azotes por las colas de los autobuses locales, las oficinas de correos y los supermercados.
23
En las treinta y seis horas transcurridas desde su llegada, Faraj Mansoor había hablado muy poco. Le explicó a la chica las circunstancias que rodearon la muerte del pescador y se repetía a sí mismo que no existía razón para que la policía llamara a la puerta del bungalow. Desde las 20.30 a las 22.00 paseaba por la playa en la oscuridad. Comía todo lo que la mujer le ponía en la mesa y se fumaba un par de cigarrillos tras cada comida. Y en las horas indicadas, rezaba.
No obstante, ahora estaba preparado para conversar. Llamaba Lucy a la chica, ya que ése era el nombre que figuraba en su carnet de conducir y en otros documentos que había visto, y por primera vez se sintió cercano a ella, plenamente consciente de su presencia. Los dos pasaban mucho tiempo a la mesa del bungalow, examinando un mapa del Servicio Estatal de Cartografía. Como medida de seguridad usaban tallos de hierba como punteros, ambos conscientes de que los dedos pueden dejar un fino pero rastreable rastro de grasa sobre un mapa.
Planearon su ruta carretera a carretera, cruce a cruce. De ser posible, siempre escogían carreteras secundarias, no caminos vecinales en los que cada coche que pasaba era un acontecimiento memorable, sino aquellas demasiado insignificantes para que Tráfico se molestase en colocar cámaras de seguridad, el tipo de carreteras que la policía no se tomaría la molestia de vigilar en previsión de carreras de coches de adolescentes o conductores borrachos.
– Sugiero que aparquemos aquí y caminemos el resto del camino -dijo ella.
– ¿Seis kilómetros?
– Siete u ocho, quizá. Si nos esforzamos, podemos hacerlo en un par de horas. Durante los primeros cinco hay una senda, así que no nos perderemos.
– ¿Y esto? ¿Qué es esto?
– Un canal de desagüe. Hay puentes que lo cruzan, pero es una de las cosas que necesitamos revisar.
El asintió y contempló el ondulado paisaje.
– ¿Es bueno el personal de seguridad?
– Seríamos idiotas si diéramos por supuesto que no lo es.
– ¿Irán armados?
– Sí. Con los Heckler y Koch MP-5. Y chaleco antibalas.
– ¿Qué estarán buscando?
– Cualquier cosa fuera de lo normal. Algo o alguien que no encaje.
– ¿Encajaremos?
Ella le echó una mirada de reojo, intentando valorar su aspecto con objetividad. Sus rasgos afganos lo señalaban como de origen no europeo, pero millones de ciudadanos británicos eran ya de origen no europeo. El corte de pelo conservador y la cuidada idiosincrasia de su ropa indicaban a alguien que, como mínimo, había sido educado en el Reino Unido y probablemente en una escuela privada. Su inglés era perfecto, y su acento, el típico de las emisiones internacionales de la BBC. O había asistido a una escuela paquistaní muy buena o tenía amigos decididamente aristócratas.
– Sí, encajaremos -decidió.
– Bien. -Se encasquetó la gorra de béisbol de los Yankees neoyorquinos que ella le comprara en King's Lynn-. ¿Conoces la región? Me dijeron que la conocías bien.
– Sí. No he estado aquí desde hace años, pero no puede haber cambiado mucho. El mapa es reciente, y todo sigue tal como lo recuerdo.
– ¿Y no vacilarás cuando tengamos que cumplir con nuestra misión? ¿No tendrás ninguna duda?
– No vacilaré. No dudaré.
El volvió a asentir y plegó el mapa.
– Me hablaron muy bien de ti en Takht-i-Suleiman, me dijeron que nunca te quejabas. Y lo más importante, que sabías cuándo permanecer en silencio.
Ella se encogió de hombros.
– Había muchos otros a los que les encantaba hablar.
– Siempre los hay. -Rebuscó en su bolsillo-. Tengo algo para ti.
Era una pistola. Una miniatura automática del tamaño de su mano. La cogió curiosa, eyectó el cargador de cinco balas y tiró atrás del cañón.
– ¿Nueve milímetros?
– Sí. Rusa. Una Malyah.
La sopesó con una mano, volvió a meter el cargador y le puso el seguro. Ambos sabían que si se veía obligada a utilizarla, el fin no andaría lejos.
– ¿Ellos decidieron que yo también fuera armada?
– Sí.
Lucy abrió la cremallera del cuello de su parka impermeable, sacó la capucha y volvió a cerrarla tras meter la pistola en el compartimento. Si no se ponía la capucha sobre la cabeza, ésta tapaba perfectamente el ligero bulto del arma.
Mansoor asintió aprobador.
– ¿Puedo preguntarte algo?-dijo ella.
– Pregunta.
– Parece que nos estamos tomando nuestro tiempo. Un reconocimiento hoy, un día de descanso mañana… ¿A qué estamos esperando? ¿Por qué no actuamos de una vez? Ahora que el pescador ha muerto, cada día es una probabilidad más de que nos…
– ¿Nos descubran? -Y sonrió.
– Por aquí no muere gente de un disparo todos los días -insistió ella-. Se movilizará mucha gente: detectives, patólogos, forenses, especialistas en balística… ¿Qué les puede decir de nosotros la bala, por ejemplo?
– Nada. Es de un calibre estándar.
– Quizá lo sea en Pakistán, pero no aquí. La gente de seguridad no es estúpida, Faraj. Si huelen una pista, la seguirán. Enviarán a sus mejores hombres, y ya puedes irte olvidando de esa idea preconcebida del fairplay británico. Si tienen la más ligera sospecha de lo que pretendemos hacer (y si registran el bungalow tendrán algo más que eso) nos matarán en el acto, tengan pruebas contundentes o no las tengan.
– Estás furiosa -comentó él, divertido. Ambos eran conscientes de que era la primera vez que lo llamaba por su nombre.
La chica bajó los puños hasta apoyarlos en la mesa. Cerró los ojos intentando recuperar el control.
– Estoy diciendo que si nos matan no podremos cumplir con nuestra misión. Y cada día que pasa es más factible que… que nos encuentren y que nos maten.
El la miró impertérrito.
– Hay cosas que no sabes. Hay razones para esperar.
Sus miradas se encontraron y la chica pensó que Mansoor parecía tener cincuenta años, no los treinta que realmente tenía.
Asintió con la cabeza aceptando sus palabras.
– Sólo digo que no subestimes a la gente contra la que nos enfrentamos.
– No los subestimo, créeme. Conozco a los británicos y lo letales que pueden llegar a ser.
Ella tomó los prismáticos, abrió la puerta y salió fuera. Escudriñó el horizonte a derecha e izquierda.
– ¿Algo interesante? -preguntó Mansoor cuando volvió.
– Nada.
Advirtió que los ojos de la chica estaban fijos en la parka que contenía la Malyah.
– ¿Ocurre algo?
Ella sacudió la cabeza.
Retrocedió un paso insegura en dirección a la puerta y se detuvo.
– ¿Ocurre algo? -insistió él.
– Nos están buscando. Lo presiento.
– Lo sé -reconoció él.