– La Grenadier House. ¿Por qué? -volvió a preguntar, esta vez más cautelosamente.
– ¿En qué número de la calle Horseferry está la Grenadier House?
Ella se sentó lentamente sin dejar de mirarlo.
– Ed, ¿por qué me haces tantas preguntas?
– ¿En qué número? Dímelo.
– No, hasta que me digas por qué quieres saberlo.
– Porque llamé a información del Ministerio del Interior la semana pasada para dejarte un mensaje. Dije que trabajabas en personal y me dieron el número de la Grenadier House. Así que llamé allí para dejarte el mensaje y quien contestó me dijo claramente que jamás había oído tu nombre. Tuve que deletreárselo dos veces, y creyó que había puesto mi llamada en espera pero no lo había hecho, así que escuché cómo hablaba con otra persona, y esa otra persona le explicó que nunca tenía que confirmar ni negar nada, que sólo tenía que anotar mi nombre y mi número de teléfono. Se los di, pero no me llamaste. Insistí, y otra persona distinta volvió a pedirme el nombre y el número de teléfono, pero se negó a decirme si trabajabas allí. Llamé por tercera vez y me pasaron con un supervisor, que dijo que mis llamadas anteriores habían sido «procesadas» y que estaba seguro de que ya te pondrías en contacto conmigo… a su debido tiempo. Así que me pregunté de qué diablos iba todo aquello. ¿Qué es lo que no me has contado, Liz?
Ella cruzó los brazos y suspiró.
– Escúchame bien. El número de la Grenadier House es el noventa y nueve de la calle Horseferry. Es la sede del Departamento de Personal del Ministerio del Interior, y es responsabilidad del departamento, entre otras muchas, que el personal del servicio civil esté adecuadamente protegido. Eso significa asegurarse de que las personas que toman decisiones acerca de temas como inmigración o sentencias judiciales, por ejemplo, no puedan ser molestadas o presionadas telefónicamente por cualquier Tom, Dick o Harry que haya averiguado su nombre. Resulta que esta semana no he estado en mi despacho, sino trabajando en las oficinas de Croydon. Seguro que me darán tus mensajes mañana por la mañana cuando vuelva. ¿Satisfecho?
Lo estuvo… más o menos. Pero aquélla era una parte de Ed que nunca había visto, y se alegró de que durante su entrenamiento hubieran practicado sesiones de preguntas-respuestas muy similares a la que acababa de vivir. Pero no se hizo ilusiones de que el tema terminase allí. Ed era curioso por temperamento y profesión, y seguramente insistiría.
– Lo siento -había dicho-. Es que esa parte de tu vida es tan… tan misteriosa. Nunca hablas de ella, y eso hace que imagine cosas.
– ¿Qué clase de cosas?
– Déjalo. No importa.
Ella sonrió y terminaron de almorzar tranquilamente. Después dieron un largo paseo por el sendero que circundaba el canal Grand Union, desde Limehouse Basin hasta Regent's Park, pasando por King's Cross. Era un día de invierno muy parecido al presente, y las cometas sobrevolaban el parque. Fue la última vez que lo vio. Esa tarde le escribió una carta, diciéndole que había conocido a otra persona y que ya no volverían a verse.
Las semanas siguientes fueron realmente espantosas. Se sentía como si la hubieran despellejado, arrancado toda una capa de su vida, precisamente aquella que le daba color y emoción a su existencia. Se sumergió en el trabajo, pero tratar con la dolorosa lentitud de la burocracia y sus múltiples frustraciones sólo empeoró las cosas. Junto a varios colegas, había estado recopilando información sobre una reciente sociedad formada por las familias criminales del sureste de la isla. El trabajo -procesar y analizar informes de vigilancia y escuchas telefónicas- era torturadamente rutinario e involucraba a muchos servicios distintos.
Fue Liz la que finalmente encontró la grieta en la armadura del sindicato criminal que llevaría a su quiebra. Uno de los chóferes habituales del oeste londinense aceptó proporcionarle la información necesaria a cambio de inmunidad total. Era el primer agente que reclutaba personalmente y sintió una gran satisfacción cuando la Met, la Policía Metropolitana, desmanteló toda la red, que tenía su base en Acton, requisando todo un almacén de armas de fuego y cientos de miles de libras en cristales de crack. Cortar su relación con Ed, por muy agónico que le pareciera en su momento, era la única opción posible.
Y fue en aquel instante cuando por fin comprendió la verdad. No era, como pensaba a veces, una pieza cuadrada empotrada en un agujero redondo, sino la persona perfecta para el trabajo perfecto. Los reclutadores del servicio lo supieron mejor que ella misma. Se percataron de que la tranquila mirada de sus ojos verdes enmascaraba una determinación inquebrantable, un ansia de feroz y concentrado compromiso con la caza.
Esa era la razón, suponía, de que eligiera a hombres atractivos pero también prescindibles. Porque cuando todo estaba dicho y hecho -cuando la pasión que la inflamaba en los primeros momentos amenazaba en convertirse en algo más exigente y complejo- podía prescindir de ellos. En cada ocasión -y había tenido una media docena de relaciones semejantes, unas más largas y otras más cortas- se prometía actuar de forma distinta, pero, mirándolo retrospectivamente, terminó haciendo lo mismo. Había descubierto que era incapaz de poner en peligro su independencia para acomodarse a las necesidades emocionales de un amante.
Era consciente de que ese ciclo la llevaba a negar sus propias necesidades emocionales. Cada ruptura era como una extirpación, como el tajo de un escalpelo cuya única cura era la inmersión en el trabajo.
– Tenemos la cinta -anunció Goss, apareciendo a su lado.
– Gracias. -Liz regresó al presente, al viento y la marea alta-. Dígame una cosa, Steve. ¿Resultaba obvio que en el café Fairmile habían instalado cámaras de seguridad?
– No. Camuflaron los cables en los troncos de los árboles, y si no sabías que estaban ahí, difícilmente podías verlas.
– Tenía entendido que el motivo de colocar esas cosas es disuadir a los ladrones de actuar.
– Hasta cierto punto; en este caso era algo más. Ya habían sufrido una serie de robos y los propietarios del café sospechaban quiénes eran los cacos. Querían conseguir pruebas con las que poder denunciarlos.
– Así que si alguien le echaba un vistazo general al lugar no vería que habían instalado las cámaras.
– No, imposible.
– Buen lugar para dejar a alguien inadvertidamente o para aparcar un utilitario que espera a alguien.
– Si no supieras que tenían cámaras, sí, podría parecerlo. -Miró desanimado el encapotado cielo-. Esperemos encontrar algo por fin. Necesitamos avanzar en la investigación como sea.
– Esperemos.
El interior del centro cultural estaba bastante cambiado respecto al día anterior. Habían distribuido ceniceros, instalado una tetera, y un calefactor de aire zumbaba tranquilamente bajo el escenario del teatrillo. Mientras una mujer policía rebobinaba la cinta en el reproductor, y Liz y Goss se hacían con unas sillas de tijera, Whitten y tres agentes de paisano daban vueltas en torno al monitor. En el aire flotaban los conflictivos aromas de diversos aftershaves.
– ¿Puede encontrar la secuencia en la que Sharon Stone cruza y descruza las piernas? -preguntó uno de los agentes de paisano a la mujer policía, provocando las risitas del resto.
– Tú sueña, gordito -contestó la aludida, antes de dirigirse a Whitten-. Estamos preparados. ¿Empezamos?
– Sí, adelante.
– Han eliminado la secuencia del primer vehículo que vimos ayer -susurró Goss a Liz-. Sólo era un tipo aparcando para pasar la noche.
– De acuerdo.
Mientras el equipo de la policía se distribuía entre las sillas, en la pantalla podía verse la imagen congelada del área de servicio. La versión mejorada tenía un aspecto brillante aunque descolorido, y Liz se encontró entrecerrando los ojos para distinguir mejor los detalles. La cinta había sido editada y el reloj empezaba en las 4.22. Pasado un minuto, la imagen plateada de un camión entró en escena con sus luces dejando rastros blancos. El camión realizó tranquilamente tres maniobras en el centro del aparcamiento para quedar de cara a la salida. Sus luces se apagaron.