– Jean D'Aubigny, veinticuatro años -informó Spratt-. Nacionalidad: británica. Dirección actuaclass="underline" diecisiete, passage de l'Ouled Naïl, deuxiéme étage a gauche, Corentin-Cariou, París. Registrada como estudiante en el departamento Dauphine de la Sorbona, literatura urdu. Felicidades.
– Gracias -exclamó Liz, dando media vuelta para hacerle un gesto de asentimiento a Mackay, que le devolvió una amplia sonrisa y levantó el puño eufórico. «Ya te tengo -pensó-. ¡Ya te tengo!»
– Los padres están separados y viven en Newcastle. No esperaban a Jean por Navidad, ya que les dijo que se quedaría en París con unos amigos de la universidad. Acabamos de hablar con su tutor en Dauphine, un tal doctor Hussein: no ha visto a Jean desde el final del curso pasado. Suponía que se había rendido.
– ¿Pueden los padres enviarnos algunas fotografías?
– Estamos en ello, y en cuanto tengamos algo os lo enviaremos por correo electrónico. Aparentemente, Jean no vive con ninguno de los padres desde hace varios años, pero de todas formas he mandado un par de agentes para que hablen con ellos en persona. También hemos sugerido a los franceses que le echen un vistazo al piso de Corentin-Cariou.
– Vamos a necesitarlo todo -advirtió Liz-. Amigos, contactos, compañeros de estudios… todo el lote.
– Lo sé -respondió Judith-. Y lo tendremos. Estad atentos al correo electrónico. ¿Pensáis quedaros ahí, en Norfolk?
– Yo sí. Esa chica está aquí por alguna razón, estoy segura.
– Entonces hablaremos más tarde.
Liz cortó la conexión y dudó con el dedo apoyado en el dial. Primero a Steve Goss, decidió, después a Whitten.
«¡Sí, ya te tengo!»
40
«¿Qué verá la gente en los bungalows del paseo?», se preguntó Elsie Hogan. Fuera lo que fuese, no lo comprendería. Eran pequeños, fríos, y tenías que conducir hasta Dersthorpe para comprar algo tan insignificante como bolsitas de té. ¡Y ninguno tenía teléfono! Aun así, si Diane Munday no se deshacía de ellos, debía saber lo que se hacía. Seguro que les estaba sacando provecho.
Elsie trabajaba para los Munday los días en que no lo hacía para los Lakeby. No sentía ninguna simpatía especial por Diane Munday, demasiado dispuesta a pasar un dedo acusador por cualquier manchita de polvo y a discutirle una por una las horas que ella aseguraba haber estado limpiando, pero el dinero era el dinero, y ella no podía vivir únicamente con lo que le pagaban los Lakeby. Si Cherisse terminaba preñada… Bueno, eso no quería ni pensarlo.
Elsie reservaba las mañanas de domingo para los bungalows. No los limpiaba todos cada fin de semana, sobre todo si no estaban alquilados, pero sí les echaba un ojo por si acaso. Y mientras avanzaba dando bandazos por el irregular terreno en su Ford Fiesta de diez años, y los limpiaparabrisas se esforzaban en barrer la lluvia, vio la parte frontal del coche negro que pertenecía a la mujer del número 1. Una estudiante, había dicho la señora Munday. Bueno, allí tendría tiempo de sobra para estudiar, sobre todo en una mañana como aquélla.
Desde el asiento del conductor del Astra, Jean d'Aubigny vigilaba la lenta aproximación del Fiesta a través de sus prismáticos. Había movido el asiento unos centímetros para tener una buena visión en todas direcciones, y llevaba una hora escuchando las noticias de la BBC en la radio del coche por si había novedades sobre el asesinato de Ray Gunter. De momento no decían nada, y ella se limitaba a intentar ver algo a través de las cortinas de lluvia y calmar su creciente agitación. La última vez que miró el reloj, hacía un par de minutos, eran las diez y veinte.
¿Cuándo atacarían su objetivo?, se preguntó por centésima vez. ¿Por qué la espera? El C-4 era volátil y no podía almacenarse por mucho tiempo. Faraj lo sabía, pero se mostraba imperturbable: «Atacaremos cuando llegue el momento», había respondido una y otra vez hasta la exasperación. Y ella sabía que era mejor no insistir.
Parpadeó y volvió a mirar con los prismáticos por la ventanilla semiabierta del Astra. El otro coche seguía acercándose lentamente, como un espejismo; era antiguo, ahora podía apreciarlo, y casi con toda seguridad demasiado viejo para transportar policías de paisano. Claro que podían estar utilizando deliberadamente aquella antigualla para acercarse a ella sin que sospechara nada. Comprobó la Malyah y la dejó en su regazo.
El Fiesta llegó hasta casi su posición, y Jean pudo distinguir al conductor, una mujer regordeta de mediana edad. Metió la marcha atrás y piso el acelerador para apartarse del camino y acercarse a la casa. Pero el coche no se movió hacia atrás. Se había equivocado y puesto la primera o la segunda, y el coche dio una sacudida adelante, embistiendo el parachoques del Fiesta. Oyó un crujido e intentó controlar el Astra entre una cascada de cristales desmenuzados. Derrapando en el resbaladizo barro, el Fiesta terminó por detenerse.
«Mierda-pensó Jean-. ¡Mierda!» Metiéndose la Malyah entre la cintura de los vaqueros y el estómago, salió del coche con el corazón desbocado. El parachoques del Astra estaba hecho pedazos y había perdido un faro. Todo el lateral del pasajero del Fiesta parecía destrozado, pero la conductora seguía sentada, inmóvil, con los ojos desorbitados por la sorpresa.
– ¿Se encuentra bien? -gritó Jean a través de la cerrada ventanilla del Fiesta. La lluvia seguía cayendo, tamborileando sobre el techo del coche y empapándole el pelo.
La ventanilla se abrió unos pocos centímetros, pero la mujer de mediana edad seguía mirando al frente. Había apagado el motor y sostenía las llaves en la mano, que le temblaba violentamente.
– El cuello… me duele el cuello… -susurró apenas-. Como un latigazo…
«¡Y un cuerno! ¡Estás fingiendo!», pensó Jean ferozmente, agachándose junto a la ventanilla.
– Oiga, lo siento. No pretendía que chocáramos -se disculpó-. ¿Por qué no…?
– Yo no he chocado con nadie -protestó la mujer, con voz más segura-. Usted chocó conmigo.
– Sí, bueno… fue por mi culpa, lo admito. Y lo siento. ¿Qué le parece si le doy ahora mismo ciento cincuenta libras por los desperfectos y nos olvi…
Ante su horror, Jean vio que la mujer tenía un teléfono en la mano. Intentó abrir el Fiesta, pero la oxidada manija de la puerta no se movió y a través del vidrio empañado vio cómo la mujer intentaba apartarse de la puerta, de ella, mientras sus dedos pulsaban nerviosamente las teclas del teléfono.
No tenía tiempo para pensar. Sacó la Malyah y quitó el seguro.
– ¡No! ¡Suelte el teléfono! -gritó.
Los dos plink del parabrisas apenas sonaron más fuertes que el repicar de la lluvia, y la mujer pareció hundirse en su asiento e inclinarse lentamente hacia delante. Por un instante, Jean pensó que se le había disparado la Malyah sin darse cuenta, y fue entonces cuando vio a Faraj corriendo hacia ella empuñando la PSS. La empujó bruscamente con el hombro y disparó dos veces más a través de la ventanilla del conductor. El cuerpo de la mujer se sacudió un poco a cada impacto y terminó desplomándose hacia delante.
Faraj buscó en el suelo una piedra grande y rompió el cristal de la ventanilla, ya astillado por las dos balas. Metió la mano por el agujero, abrió desde dentro y hurgó bajo el cuerpo de la mujer. Con el brazo ensangrentado hasta el hombro sacó el teléfono, miró la pantalla y cortó la conexión.
– Cárgalo todo en el coche -le ordenó con tranquilidad y la lluvia chorreando por la cara-. Nos vamos de aquí.
Corrió hacia la orilla del mar y lanzó el teléfono de Elsie Hogan y los cuatro casquillos 7,62 con todas sus fuerzas.
Una vez en el bungalow, intentando desesperadamente ignorar el pánico que la embargaba, Jean reunió dos mudas de ropa y las metió en una mochila junto con la munición de la Malyah, los mapas, la brújula, el cuchillo, el teléfono Nokia y el monedero con cierre de velero que contenía el dinero. «Sigue moviéndote -se dijo insegura-, no te detengas, no pienses.» Entretanto, Faraj tomó con cuidado el C-4 de la nevera, lo colocó en una caja metálica de galletas que había acolchado con una toalla de mano y lo llevó hasta el coche.