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– Tengo una hija de esa edad -suspiró Whitten.

– ¿Qué hace? -se interesó Liz.

– Vive en casa y se dedica a causarnos problemas… pero nada parecido a esto. Dios.

– Sería preferible cogerla viva.

– ¿Es que cree que no queremos hacerlo?

Liz se topó con la mirada veinteañera de Jean d'Aubigny.

– Digamos que no creo que salga a nuestro encuentro con los brazos en alto. Creo que prefiere ser una mártir.

Whitten apretó los labios y no respondió. Liz se fijó en que tenía el bigote amarillento a causa de la nicotina. Parecía exhausto.

Ahora, tres horas más tarde, descubrió que había trazado un arco con chinchetas en un mapa topográfico a escala 1:10.000. Cada chincheta, y había doce, señalaba un control de carreteras. Según los cálculos de Whitten, sus objetivos no se habrían alejado más que veinte kilómetros de Dersthorpe desde que abandonaran el Astra y presumiblemente se agenciaran un nuevo coche, y había establecido las barreras según esos cálculos.

– También he solicitado helicópteros y una unidad de Operaciones Especiales -le informó-. Los pillaremos, estoy seguro. La unidad táctica estará a la espera dentro de una hora y va a venir el subjefe de la Policía, Jim Dunstan. He sido relegado a segundo al mando.

– ¿Cómo es? -preguntó Liz.

– Un tipo bastante decente, creo -respondió Whitten-. Aunque, por lo que he oído, no creo que sea de su estilo.

– Gracias por el aviso.

Antes miraba el retrato de Jean d'Aubigny con distante simpatía, captando desajustes emocionales en aquella intensa mirada. Ahora sólo veía un enemigo, una presa. Buscaban a dos personas dispuestas a asesinar a una criatura indefensa como Elsie Hogan sólo porque, por alguna ignota razón, se encontraba en el lugar equivocado en el momento equivocado.

Tenían que detenerlos antes de que destrozaran más vidas y causaran más dolor innecesario.

44

Jean llevaba veinte minutos conduciendo cuando descubrieron el bloqueo. No viajaban a más de unos prudentes cuarenta kilómetros por un camino de una sola dirección, surcado de altos setos de zarzas y saúcos. Según el mapa, aquella carretera pronto conectaría con otra que, tras varias bifurcaciones, terminaría llevándolos hacia el sur, pasando por los pueblos de Denton y Birdhoe. Todo había sido planeado dando por sentado que seguirían con el Astra por caminos con mínimas posibilidades de encontrarse con patrullas de policía. Visto que las circunstancias habían cambiado, existían argumentos a favor de utilizar las carreteras más rápidas para huir de la zona y adelantarse a cualquier control de carretera, pero Jean pensaba que la decisión correcta era ceñirse al plan original. Las carreteras comarcales eran más lentas, pero también más discretas.

Junto a ella, el joven cuyo coche conducía se encerraba en un sopor silencioso y enfurruñado. Su temor ante las armas había remitido, reemplazado por una rabia sorda debido a su impotencia y las libertades que se tomaban con su precioso Toyota.

Jean vio la luz azulada en el mismo instante que él. Estaban pasando por una abertura en los setos, una abertura a través de la cual se veía el cruce con la carretera de Birdhoe, un kilómetro más allá. La luz parpadeó únicamente una vez -un error, supuso Jean- y dio gracias a Dios por la falta de colinas de aquella parte del país. Pero el miedo no tardó ni un segundo en atacar, dura y dolorosamente.

– La policía -susurró el joven de cabello grasiento. Eran sus primeras palabras desde que iniciaran la marcha.

– ¡Cállate! -le ordenó Jean secamente, con el corazón desbocado. ¿Los habrían visto? Dada la distancia y altura de la vegetación, existía una buena posibilidad de que no.

– Da marcha atrás -ordenó Faraj.

Jean dudó. Si volvían a pasar por la abertura le darían a la policía otra oportunidad de descubrirlos.

– ¡Marcha atrás! -repitió Faraj furioso.

Ella tomó una decisión. Frente a ellos, a la derecha, tenían un sendero estrecho que llevaba hasta una variopinta colección de granjas y establos, aunque desde donde se encontraban no fuera todavía visible ninguna construcción.

Ignorando las protestas de Faraj, giró y tomó el sendero. Para el control de carreteras seguían siendo invisibles, y tenía la esperanza de que no hubiera nadie trabajando en aquellas granjas. Treinta metros más allá, el sendero se abría a una especie de patio vallado en el que había un tractor herrumbroso y casi destrozado, y una especie de silo cubierto con plástico y neumáticos viejos.

Tras rodear el silo para que el coche quedara oculto desde la carretera, Jean frenó bruscamente. Se giró hacia Faraj y él asintió, dando a entender que la idea le parecía buena.

– Fuera -le ordenó Jean al joven, en cuyos temerosos ojos había prendido una chispa de esperanza-. Métete en el maletero.

El asintió, doblándose y metiéndose en el alfombrado espacio. Tras la calidez del interior del coche, la fría lluvia resultaba casi dolorosa asaeteando la piel. Por un momento, la mirada del chico -implorante- se cruzó con la suya; entonces sintió el peso de la PSS de Faraj contra su mano y supo que el momento había llegado. Alrededor, transparentes y fantasmales, se arremolinaban sus compañeros de entrenamiento en Takht-i-Suleiman. Gritaban silenciosamente y enarbolaban sus armas. «Matar a un enemigo del islam, es renacer -le susurró el instructor-. Lo sabrás cuando llegue el momento.»

Parpadeó y todos se desvanecieron. A su espalda, la PSS se volvió más pesada todavía. Sonrió al joven, que tenía las rodillas contra el pecho, casi rozándole la cara. Entonces, tendría que ser en la cabeza. El momento era irreal.

– ¿Puedes cerrar los ojos un momento? -pidió.

El disparo fue silencioso y el retroceso prácticamente inapreciable. El joven parpadeó una sola vez y murió. Fue lo más fácil del mundo. Cerró el maletero, que dejó escapar un débil bufido hidráulico, y se giró hacia Faraj para devolverle el arma. Y supo que ahora nada podría separarlos.

Acercándose al silo, aferraron una esquina del plástico que lo cubría y tiraron de él, arrastrando media docena de neumáticos. Colocaron el plástico sobre el coche y lo sujetaron con tres neumáticos. Por entonces, ya llovía a cántaros.

Guió a Faraj por el patio hacia la estrecha zanja de desagüe. Llevaban las mochilas a la espalda y sus parkas con la cremallera subida hasta la barbilla. La caja de galletas que contenía el moldeado C-4 recubierto de cera iba en la parte superior de la del afgano.

Se adentraron en el canal. A Jean le dio la impresión de que el agua estaba dolorosamente helada, pero su corazón seguía acelerado tras la ejecución. A la hora de la verdad, había demostrado ser más que un simple apoyo logístico. Apenas le dedicó al cadáver la más breve mirada; el impacto de la bala le había dicho cuanto necesitaba saber. Y ahora volvió a escucharlo, como el sonido de una bota aplastando un hueso podrido.

Había renacido.

Se detuvieron cien metros más allá, y escudriñaron a través del denso follaje que bordeaba el canal. Un camión se encontraba parado frente al bloqueo y un policía trepaba sobre su cargamento de sacos azules de fertilizante. «Nos buscan», pensó Jean. La Malyah estaba ahora guardada en su funda.

– Este nullah nos acercará a ellos -murmuró Faraj estudiando los campos que se extendían ante ellos-. Y si intentamos cruzar a campo traviesa nos verán.

– Son policías locales, no soldados -matizó Jean, mirando su reloj-. Calculo que tenemos otros veinte o treinta minutos. Después de eso, habrá helicópteros, perros, soldados, todo.

– Entonces sigamos.

Continuaron por el canal con el agua hasta la cintura, la lluvia azotando sus caras y las burbujas de gas pantanoso salpicando alrededor a cada paso. Era un avance penoso. El barro absorbía sus pies, y en algunos lugares la acumulación de vegetación podrida estrechaba de tal forma el canal que tenían que agacharse e incluso sumergir la cabeza unos segundos. El cuerpo de Jean estaba entumecido, y la escena del maletero se repetía a intervalos en su cerebro, actualizando pequeños detalles como la curiosa detonación interna de la PSS y el pequeño crujido cuando la bala antiblindaje percutió contra el cráneo. Aquella mirada, aunque apenas durase un cuarto de segundo, había bastado para imprimir las imágenes en su mente como fotogramas de una película.