Diez minutos después, diez helados e infernales minutos que les parecieron una hora, estaban en la sección del canal más cercana al bloqueo. El curso del agua era de apenas medio metro en algunos puntos y las orillas eran resbaladizas a causa del lodo que se deslizaba desde los campos. La espalda y las pantorrillas aullaban de dolor debido al peso muerto de la mochila y al estrés de su lento progreso. Con cuidado, mientras Faraj esperaba inmóvil a su lado, estudió el bloqueo a través de los prismáticos. Se mantenía tras un banco de juncos para que ningún reflejo en las lentes la traicionase, así que entre su objetivo y ella se interponían borrosas imágenes ampliadas de esos juncos y de la gris cortina de lluvia. A pesar de todo, pudo ver claramente a dos agentes con sus impermeables amarillo fluorescente inspeccionando un coche. Varios vehículos esperaban haciendo cola y los agentes se movían con la parsimonia desganada de cuando no están disfrutando de su trabajo. Tres policías más, casi fantasmales, esperaban en un Range Rover blanco con distintivos policiales. No tenían encendidas las luces azules de advertencia, pero el viento llevó hasta la chica el débil crepitar de una radio.
Vio el helicóptero antes de oírlo. Volaba a unos dos kilómetros al este, por encima de campos y bosquecillos. Un delgado rayo de luz blanca descendía de vez en cuando del cielo gris para iluminar el terreno. Jean presionó la frente contra la embarrada orilla del canal, entre matojos podridos y hojas multicolores, y bajo el esqueleto de un arbusto de alisos, pero no por eso dejó de oír el acompasado ruido de sus rotores. Junto a ella, con el rostro a pocos centímetros del suyo, Faraj permanecía igualmente inmóvil. El helicóptero continuó acercándose, con su rayo de luz husmeando un parche de bosque a menos de quinientos metros.
Y entonces, de repente, lo tuvieron encima, con la fuerte pulsación de los rotores pendiendo amenazadoramente sobre los campos circundantes. El rayo iluminó brevemente la parte del canal por donde habían pasado diez minutos antes, y Jean casi lloró de alivio al recordar que habían cubierto el coche con el plástico. Pasó angustiosamente cerca. La reacción de la policía enviando helicópteros -no se hacía ilusiones, estaba segura de que los buscaba más de uno- había sido muy rápida. Y aquello sólo era el principio. Pronto enviarían perros y soldados. O se movían deprisa o morirían.
El piloto del helicóptero no parecía dispuesto a alejarse. Jean empezó a temblar por el frío y la tensión; los dientes le castañeteaban. Pasando un brazo por su cintura, Faraj apretó su cuerpo contra ella en un intento de darle algo de calor. Ella supo que era un gesto meramente práctico, carente de cualquier clase de afecto.
– Sé fuerte, Asimat -susurró entre las sombras de la capucha impermeable-. Recuerda quién eres.
– No tengo miedo. Es que…
Sus palabras quedaron ahogadas por el rugido del helicóptero. El agua se agitó, al tiempo que el rayo de luz se acercaba inexorablemente hacia ellos. Jean apretó los ojos y, obligándose a permanecer inmóvil, comenzó a rezar. ¿Estaría equipado con tecnología térmica? Porque si era así…
Pero el aparato desapareció en dirección oeste tan súbitamente como había aparecido, como si se hubiera aburrido de buscar.
– Muévete -dijo Faraj, empujándola suavemente-. Habrá más y esta lluvia no durará eternamente.
El alivio recorrió a la chica. Oyó cómo, en la carretera, varios coches arrancaban en rápida sucesión. Supuso que los policías habían estado observando el helicóptero. Siguieron avanzando, luchando contra la lluvia y la resistencia del agua del canal, y pronto se encontraron a unos doscientos metros más allá del bloqueo.
– Otro par de kilómetros y llegaremos a un pueblo -animó Jean casi sin respiración, agachándose para no sobresalir por encima de la orilla-. El problema es que si alguien que ha pasado por el control nos ve subir a la orilla, puede que dé media vuelta y avise a la policía. Deben de tener nuestra descripción, y es posible que hasta fotografías.
Faraj lo pensó unos segundos, le quitó los prismáticos de las manos y estudió los alrededores.
– Sí, eso es lo que haremos.
45
El hangar de reparaciones de la base aérea de Swanley Heath era de gran amplitud y, considerando su tamaño, impresionantemente cálido. A las once de la mañana, el jefe de policía de Norfolk ordenó a su ayudante, Jim Dunstan, que tomase el mando de lo que ya era oficialmente una operación antiterrorista. Lo primero que hizo Dunstan fue solicitar que la base de Swanley Heath sirviera como cuartel general de todo el equipo operativo.
«Ha sido una buena decisión», pensó Liz. Swanley Heath está a medio camino entre Brancaster al norte y las bases norteamericanas de Marwell, Mildenhall y Lakenheath al sur. Ahora, el equipo operativo se encontraba en el centro de la zona por la que, suponían, se estaba moviendo su objetivo. La base era segura y capaz de acomodar con facilidad a las dos docenas de personas involucradas en la operación y al considerable equipo técnico y de comunicaciones que arrastraban consigo.
A mediodía, tras un caos de actividad y un despliegue masivo de coches patrulla, con sirenas aullando y luces resplandeciendo, todo estaba prácticamente en su lugar. El equipo de quince policías dirigidos por Dunstan -con Don Whitten y Steve Goss presentes- ocupaba una zona dominada por un mapa electrónico de la región, de nueve metros cuadrados, prestado por sus anfitriones del ejército y que mostraba la ubicación de los controles de carretera, los helicópteros y las patrullas de vigilancia. Frente a cada miembro del equipo podía verse todo un surtido de ordenadores portátiles, teléfonos y móviles, la mayoría en funcionamiento constante. Don Whitten también disponía de un cenicero.
Más allá de ellos, aparcados en fila y dispuestos para intervenir, tres Range Rover de la Unidad de Operaciones Especiales de la policía de Norfolk. Sus nueve miembros, todos hombres, permanecían sentados en bancos, enfundados en sus uniformes azul oscuro y sus botas, pasándose una copia del Sun, revisando sus pistolas Glock 17 y fusiles MP-5, o contemplando ociosamente el distante techo del hangar. Desde fuera llegaba a intervalos el distante batido de los rotores de los helicópteros Gazelle y Lynx de la RAF en su pista de aterrizaje.
La estimación oficial, por descarte, era que el objetivo de los dos terroristas sería una de las bases aéreas norteamericanas o la residencia oficial de Sandringham, donde en esos momentos se encontraba la reina, como todas las Navidades. Nadie podía imaginar cómo pensaban superar el cinturón de seguridad que rodeaba esas cuatro instalaciones, pero asumían lo peor respecto al armamento que pudieran llevar encima. No descartaban que poseyeran armas químicas o biológicas, ni una de las llamadas «bombas sucias», aunque entre los restos del bungalow no hubieran encontrado ningún rastro de material radioactivo.
Interesado en aprovechar el máximo tiempo posible a los dos helicópteros Squirrel que debían sobrevolar la zona de búsqueda, Whitten no había querido esperar a que llegasen los especialistas en manejar el equipo de detección térmica. Los helicópteros llegaron desde Norwich, pero de los dos operadores del sistema térmico supuestamente disponibles, uno estaba de permiso y el otro se había roto un tobillo durante su fin de semana libre. Así que la tripulación de los Squirrel se limitaba a dos hombres, el piloto y el operador del reflector. La visibilidad era atroz debido a la lluvia, pero Whitten confiaba en que D'Aubigny y Mansoor seguían confinados en los 180 km2 entre la bahía de Brancaster al norte y Wash al oeste.