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Liz no estaba tan segura. Dejando aparte su inclinación hacia el asesinato, la pareja estaba demostrando que sabía ocultarse y moverse en terreno hostil. Estaba claro que D'Aubigny conocía el terreno.

¿Cuál sería su conexión con aquella zona?, se preguntó Liz por enésima vez. ¿Por qué la habrían escogido precisamente a ella? ¿Únicamente por ser británica, o tenía alguna especialidad particularmente útil en aquel terreno? Investigación estaba revisando a todos sus conocidos, pero el silencio de los padres era desesperante. ¿Es que no se daban cuenta que sólo tenían una oportunidad para salvar a su hija, y era atraparla antes de que llegase el momento del atentado?

Al otro lado del hangar vio a Don Whitten señalando en su dirección. Un joven bien vestido, con un abrigo Barbour verde, caminaba hacia la improvisada mesa en que ella tenía su portátil personal.

– Perdone -le dijo-, me han dicho que usted puede ayudarme a encontrar a Bruno Mackay.

– ¿Y usted es?

– Jamie Kersley, capitán del 22.° batallón del SAS -se presentó, tendiéndole la mano.

Ella se la estrechó.

– Lo esperamos de un momento a otro.

– ¿Usted también trabaja para la Firma?

– Me temo que no.

– ¿Para el Apartado de Correos, entonces? -insistió, sonriendo con cautela.

Se refería al Apartado de Correos 500, una de las antiguas direcciones postales del servicio, uno de los muchos apodos del MI5. Tradicionalmente, y Liz era consciente de ello, el ejército mantenía una más que amistosa relación con el MI6. Ignoró la pregunta todo lo cortésmente que pudo.

– ¿Por qué no se sienta, capitán Kersley? Cuando Bruno Mackay regrese, le diré que lo está esperando.

– Eh… gracias. Fuera tengo a dos equipos de cuatro hombres descargando un Puma. Volveré en cuanto estemos instalados.

Ella lo siguió con la mirada mientras se alejaba, y después volvió a concentrarse en su portátil.

«El SAS acaba de llegar -tecleó-, pero el objetivo del SIT sigue siendo desconocido. Seguramente será uno bastante inusual. ¿Hay algo que debiera saber?»

Firmó el mensaje con su clave de identificación y lo codificó antes de enviárselo a Wetherby.

La respuesta tardó menos de un minuto en llegar. Seleccionó el texto y vio que las letras que parecían colocadas al azar desaparecían para ser sustituidas por un texto legible: «De acuerdo con su apreciación. Servicio Especial del Aire presente a solicitud de G. Fane. Sus suposiciones pueden ser tan buenas como las mías.»

Mientras lo leía, los ocho soldados del SAS entraron en el hangar. A pesar de la lluvia, o quizá por ella, marchaban con la cabeza descubierta y estudiada naturalidad. Llevaban trajes de combate negros ignífugos y un amplio surtido de armamento que incluía fusiles y armas de francotirador.

En conjunto disponían de una potencia de fuego infernal. ¿Contra qué o quién pensaban utilizarla exactamente?

46

El pub de Birdhoe se llamaba La Osa Mayor y su letrero mostraba las siete estrellas de la constelación. A las 12.30 el aparcamiento estaba prácticamente lleno; comer el domingo en La Osa Mayor era una costumbre muy popular en la zona, ya que no podía encontrarse otro pub en cinco o seis kilómetros a la redonda.

Jean d'Aubigny salió del lavabo de señoras situado en un rincón del aparcamiento, donde había esperado hasta que vio el terreno despejado. Por suerte seguía lloviendo, y la gente corría desde sus vehículos al interior del local, sin detenerse a hacer corrillos o a disfrutar del aire libre. El coche que le pareció más fácil de robar, aunque no necesariamente el más conveniente, era un viejo MGB verde que podía tener más de un cuarto de siglo, pero que, sin ser una pieza de coleccionista, tenía un aspecto razonablemente bien conservado. Su gran ventaja era que, debido precisamente a su antigüedad, no tendría un mecanismo de seguridad que bloqueara el volante. Jean podía superar ese tipo de mecanismo -normalmente una palanca colocada bajo uno de los puntales del volante, y una fuerte presión hacia abajo solía bastar-, pero era una operación difícil de realizar de forma discreta y silenciosa.

Una vez tomada la decisión, caminó hacia el MGB, cortó el húmedo techo de vinilo con su cuchillo, metió la mano, desbloqueó la puerta y se deslizó en el asiento del conductor. A su lado vio una chaqueta de piel de oveja que colocó sobre sus empapadas rodillas. Movió los pies y golpeó el panel situado bajo el volante. Era de plástico viejo, y la mitad crujió y saltó, revelando el tambor de metal blanco del contacto.

Mirando rápidamente alrededor para asegurarse de que nadie la observaba, arrancó los cuatro cables del fondo del tambor y los peló con su cuchillo. Sujetó el rojo -el de la ignición en sí- y tocó con él los otros en rápida sucesión. Con el tercero, el verde, el estárter cobró vida. Aislando el verde, enrolló los otros dos con el rojo. Los mandos del salpicadero ya funcionaban.

«Perfecto -se dijo-. Ahí vamos… Inshallah!»

Con cuidado, evitando las descargas eléctricas que sufriera las primeras dos veces que lo intentó, hizo que el cable verde del estárter tocase los otros tres y pisó el acelerador levemente. El MGB zumbó pavorosamente alto y Jean dio un respingo de sorpresa. Pero el ruido de la lluvia debió de amortiguar el ruido, porque ningún propietario furioso salió del pub jarra de cerveza en mano. La lluvia empezó a caer en el regazo de la chica al filtrarse por la raja del techo.

Conectó la calefacción y los limpiaparabrisas, metió la marcha atrás, soltó el freno de mano y salió del aparcamiento. Hasta la maniobra más suave parecía provocar un gruñido de protesta en el viejo deportivo, y el corazón de Jean le latió dolorosamente mientras cambiaba a primera, enfilaba la dirección de salida y giraba hacia el sur.

No por estar ya en plena carretera se sintió más segura. Creía que aquel coche era conocido en toda la región, pero la ruta parecía desierta. Supuso que la gente seguiría en el pub o encerrada en sus casas, viendo en la televisión algún partido o el culebrón del domingo.

Pasados un par de kilómetros, llegó a un punto que habían localizado en el mapa, allí donde el canal que habían aprovechado desaparecía en una especie de alcantarilla bajo el asfalto. Frenó junto a ella sin apagar el motor, y segundos después aparecieron la cabeza y el torso de Faraj. El árabe se lanzó a través de la empapada vegetación. Jean se inclinó para abrir la puerta del pasajero y Faraj le alargó la mochila negra, que ella colocó junto a la suya, frente al asiento del pasajero. Goteando copiosamente, él se acomodó en el asiento, movió las mochilas hasta dejarlas debajo de sus rodillas y cerró la puerta.

– Shabash! -exclamó-. ¡Felicidades!

Ella volvió a la carretera. El indicador de gasolina marcaba un cuarto de tanque y su breve euforia desapareció al reparar en que no podrían llenarlo en ninguna gasolinera. De momento, no se atrevió a explicárselo a su compañero. Sus sentidos estaban al mismo tiempo alertas y embotados. Parecía estar vaciándose interiormente a marchas forzadas. Era demasiado complicado.

– Bien, larguémonos de aquí -exclamó Faraj.

47

– ¿Por qué ese hombre? -preguntó Liz-. ¿Por qué enviar a ese hombre en particular? Nunca ha estado en Inglaterra, no tiene familia, no… Por lo que sabemos, no tiene ninguna conexión con nada británico, sea lo que eso sea.

– Lo siento, pero no puedo responder a esa pregunta -reconoció Mackay-. Sinceramente, no tengo la más mínima idea. En Pakistán nunca llamó nuestra atención. Si se movía por allí, lo hizo a un nivel tan bajo que no fue captado por nuestro radar. Me temo que así están las cosas. Nuestras antenas captan demasiado ruido inútil.