Liz y Mackay enseñaron sus pases y esperaron fuera del BMW mientras los otros pedían confirmación por radio. Entretanto, el agente con el perro revisó minuciosamente el coche.
– Ahora comprendo lo que comentabas -dijo Liz-. Sería difícil pasar un Stinger.
– Incluso una bomba de C-4 -añadió Mackay mientras les devolvían los pases.
Dos minutos después divisaron el perímetro exterior de la base aérea de Marwell. Mackay detuvo el coche y estudiaron el llano y anodino paisaje que se extendía ante ellos, con las verjas de hierro, la distante caseta del guardia, los comedores y edificios administrativos, y las infinitas extensiones de hierba y cemento. No era visible ningún avión.
– Sonríe -aconsejó Mackay mientras una cámara de seguridad, montada sobre el alambre de espino que remataba una verja, se centraba en ellos.
No tardaron en sentarse en un despacho amplio y con calefacción. El mobiliario parecía gastado pero resultaba cómodo. Un retrato de la reina compartía las paredes con las insignias del escuadrón, fotografías de hombres y aparatos tomadas en Diego García, Arabia Saudí y Afganistán.
El teniente coronel Colin Delves, un hombre de rostro rosado, con pantalones de combate de la RAF y suéter, era el comandante británico de la base, mientras que el coronel Clyde Greeley, sólido y bronceado en su atuendo civil, era su equivalente de la USAF. Liz, Mackay y Greeley bebían café, mientras que Delves, en deferencia a las relaciones entre ambos países, tenía una Diet Coke junto a su codo.
– Nos sentimos malditamente complacidos de verlos y hablar con ustedes -estaba diciendo Greeley, sosteniendo en sus manos las fotos de D'Aubigny y Mansoor-. Y apreciamos las molestias que se han tomado, pero es difícil saber qué más podemos hacer.
– Desafío a esa parejita a que se atrevan a llegar a un kilómetro del perímetro -retó Delves-. No se mueve ni una brizna de hierba sin que lo sepamos y grabemos.
– ¿Cree que esta base puede ser el objetivo de un posible atentado terrorista, coronel? -preguntó Mackay.
– ¡Rayos, claro que sí! -exclamó Greeley-. No tengo ninguna duda de que somos el objetivo de esos terroristas.
Una cierta inquietud revoloteó por el rostro de Delves, pero Greeley abrió los brazos con resignación.
– Las pruebas están en los informes, si sabes dónde mirar, y supongo que nuestros terroristas saben exactamente dónde hacerlo. De las tres bases de East Anglia (la 48° Escuadrilla de Combate en Lakenheath, la 100° de Reaprovisionamiento de Mildenhall y nosotros), somos los únicos que hemos actuado en Asia central.
– ¿Dónde exactamente? -se interesó Liz.
– Bueno, hace un par de meses tuvimos un escuadrón de A-10 Thunderbolts estacionados en Uzgen, Kirguizistán, tres AC-130 de combate en Bagram, y menos públicamente, un par más de AC-130 apoyando operaciones especiales en Fergana, Uzbekistán. Trabajo meramente policíaco, podría decirse.
– ¿Se desplegaron en Pakistán? -insistió Liz.
– Sólo por la frontera -admitió Greeley con la sombra de una sonrisa.
– ¿Y se ganaron unos cuantos enemigos por allí…? Si me permite la ingenuidad.
– Yo no diría tanto. Y no es una pregunta ingenua -corrigió Greeley tras pensárselo un momento-. Pero, sinceramente, puedo asegurar que con la posible excepción de unos cuantos chicos duros de pelar que se esconden en sus cuevas armados con nuestros misiles Sidewinder y Maverick, sólo hicimos nuevos amigos.
– Entonces, ¿por qué ese hombre ha cruzado medio mundo desde Pakistán para atacar esta base en concreto?
– Creo que somos un objetivo simbólico -explicó Greeley-. Somos militares norteamericanos y nos encontramos en suelo británico. Simbolizamos la alianza que derrotó a los talibanes.
– Pero ¿nada más… específico? -preguntó Liz.
– Con todos los respetos, ¿quién diablos lo sabe? Allí había gente muy molesta por nuestra presencia y otros (más numerosos, hay que reconocerlo) encantados de tenernos con ellos. -Señaló los retratos de D'Aubigny y Mansoor-. Por lo que respecta a esta feliz pareja de gatillo fácil y sus reivindicaciones, puedo asegurarles que tengo una confianza total en nuestras medidas de seguridad.
Colin Delves comenzó a levantarse de su silla. Fue un gesto inseguro, y Liz tuvo que recordarse que el hombre de la RAF era el que estaba oficialmente a cargo y no Greeley.
– Clyde, ¿puedo proponerte que, si tienen tiempo, hagamos un pequeño recorrido por la base para que se tranquilicen?
– Por mí, encantada -aceptó Liz antes de que Mackay pudiera responder. En las últimas cuarenta y ocho horas, él ya había visto suficientes bases y aviones norteamericanos para toda su vida.
Siguieron a Delves y Greeley hasta el exterior por un pasillo escrupulosamente limpio, donde el personal de servicio, la mayoría de uniforme aunque no todos, examinaba los tablones de anuncios o colgaba con chinchetas los turnos establecidos y las invitaciones a servicios religiosos y sociales. Al cruzarse con ellos, todos los miraban sonrientes, y sus rostros parecían brillar como los suelos recubiertos de vinilo. Eran tan jóvenes, pensó Liz.
Cerca de la salida, decorada con guirnaldas de papel y tarjetas navideñas infantiles, se detuvieron para esperar el vehículo en que recorrerían las instalaciones. En las paredes, pósters generados por ordenador anunciaban la ceremonia oficial del encendido del árbol navideño y una fiesta nocturna. Según leyó Liz, en el centro comunitario podían alquilarse trajes de Papá Noel. La oferta incluía peluca, barba, bigotes, sombrero, guantes y botas.
El vehículo resultó ser un jeep abierto y sin techo, y el chófer una chica rubia. Clyde Greeley les entregó una gorra de béisbol a cada uno, con la inscripción «Go Warthogs!», antes de empezar a zigzaguear rápidamente por el asfalto de las pistas.
– ¿Qué puede decirnos del personal norteamericano que vive fuera de la base? -preguntó Mackay, inclinando su gorra al estilo de los héroes de las películas de acción-. ¿No son vulnerables a un ataque? Todo el mundo debe de saber dónde viven.
Delves respondió.
– Si eres alguien de fuera -dijo sonriente-, puede resultarte muy difícil conseguir información de ese tipo. Tenemos muy buenas relaciones con la comunidad local, y cualquiera que haga preguntas de ese tipo puede encontrarse rápidamente con la policía militar.
– Pero su gente echará una cana al aire de vez en cuando, ¿no? -insistió Mackay.
– Seguramente -admitió Greeley-. Pero las cosas han cambiado mucho desde el Once de Septiembre. Los tiempos en que los soldaditos y las chicas jugaban a dardos en los pubs y cosas así pertenecen al pasado.
– ¿Han recibido un entrenamiento específico en seguridad y contravigilancia? -preguntó Liz-. Quiero decir, supongamos que decido seguir a un par de ellos desde el pub o el cine hasta el lugar donde viven…
– Supongo que no tardaría más de cinco minutos en toparse con una respuesta hostil, que incluye vehículos de seguridad y posiblemente helicópteros. Digamos que si usted intentase algo así y no supiéramos quién es, no lo intentaría dos veces. Siempre le advertimos a nuestra gente que no vayan a bares o pubs demasiado cercanos a sus lugares de residencia, que si quieren beber unas cervezas fuera de aquí, se alejen como mínimo quince o veinte kilómetros. Así tienen tiempo suficiente para descubrir si algún vehículo los sigue hasta sus casas.
– ¿Y usted mismo, coronel? -concretó Liz.
– Vivo en la base.
– ¿Teniente coronel?
Colin Delves frunció el ceño.
– Vivo con mi familia a más de quince kilómetros de aquí, en uno de los pueblos circundantes. Nunca abandono la base vestido de uniforme, y dudo que haya más de media docena de personas en el pueblo que tengan la menor idea sobre mi profesión y dónde la ejerzo. La casa en que vivo, de hecho, es una propiedad listada como de segundo grado y pertenece al Ministerio de Defensa. Tengo mucha suerte, es el último lugar donde esperarías encontrar a un oficial de la RAF.