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– ¿Y está vigilada por la policía?

– Sí, pero no de forma que atraiga la atención.

Guardó silencio mientras se acercaban a la larga hilera de aviones. Todavía con los colores de entrega verde mate y amarillo desierto, parecían agazaparse sobre sus colas, aplastados por dos enormes motores gemelos montados en su fuselaje. Miembros de los equipos de tierra trabajaban en media docena de aparatos, y varias cabinas estaban abiertas. De cada morro surgía una ametralladora de siete cañones que apuntaba al cielo. Bajo las alas colgaban vacíos anclajes para misiles.

– ¡Aquí tienen a los jabalíes! -anunció Greeley, incapaz de evitar un temblor de orgullo en su voz.

– ¿Estos son los A-10? -preguntó Mackay.

– Cazas de combate A-10 Thunderbolt -confirmó Greeley-, conocidos por todo el mundo como Warthogs o Jabalíes Verrugosos. Son aparatos de ataque y apoyo terrestre, y se han utilizado mucho en las operaciones contra Al Qaeda y los talibanes. Lo sorprendente de ellos es que, aparte de que son capaces de transportar misiles, son capaces de soportar mucho castigo. A nuestros pilotos les han disparado con balas antiblindaje, granadas impulsadas por cohetes… En fin, todo lo que puedan imaginar.

Liz asintió, pero en cuanto el militar empezó a utilizar frases como «capacidad de carga», «cargas explosivas reforzadas» y «estructuras primarias redundantes», se encontró deslizándose en una especie de trance semihipnótico. Tuvo que hacer un esfuerzo para salir de él.

– ¿De noche? -dijo, intentando demostrar que estaba atenta-. ¿En serio?

– Naturalmente -dijo Greeley-. Los pilotos tienen que llevar intensificadores de luz; pero, dejando eso aparte, estos aparatos pueden estar operativos veinticuatro horas al día. Y con la Gatling en el morro y los misiles bajo las alas…

– Deben haberse sentido muy raros en Uzgen -apuntó Mackay-. Eso está muy lejos de casa.

– Marwell también está muy lejos de casa -objetó Greeley-. Pero sí, Uzgen era lo que llamamos una base… hum, bastante austera.

– ¿Sufrieron algún ataque? -se interesó Liz.

– No, allí no. En Afganistán, como he dicho antes, nos encontramos con pequeños grupos que disponían de lanzagranadas y munición antiblindaje. Incluso tuvimos un par de alarmas de Stinger, pero al final no hubo nada que pusiera en peligro nuestros aviones.

– ¿A qué distancia estamos ahora de la carretera que bordea el perímetro de la base? -preguntó Mackay, sin dejar de contemplar el fuselaje mate del A-10 más cercano.

– A un par de kilómetros. Ahora les enseñaremos a los peces gordos.

La chófer realizó un giro cerrado y condujo durante cinco minutos. Hacia el sureste, calculó Liz, luchando por conservar su orientación en aquel paisaje plano de hierba y cemento.

La media docena de AC-130 parecían enormes, incluso a distancia. Cosas aparentemente torpes, de barrigas enormes con armas como tentáculos submarinos. En esencia, les explicó Delves, eran transportes Hércules con cañones pesados añadidos y sistemas de control de fuego; no obstante, se habían convertido en una fuerza de ataque capaz de pulverizar cualquier posición enemiga.

El coronel sonrió ampliamente.

– Las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos no están interesadas en lo que los británicos llaman «igualdad de oportunidades». Si el enemigo dispone de fuerza aérea, estos chicos se quedan en tierra. -Dudó un segundo y la sonrisa desapareció-. Esos dos terroristas, el hombre y la mujer…

– ¿Sí? -le animó Liz.

– Podemos proteger a nuestra gente y nuestros aviones. Llevé a trescientas setenta y seis personas y veinticuatro aviones al Asia Central, cumplí con mi deber y los traje a todos de vuelta. Al personal y a los aviones. Me enorgullezco de ese récord y no pienso dejar que lo emborronen un par de psicópatas que asesinan ancianas. Confíen en nosotros, ¿de acuerdo? -Señaló a Delves, que asintió con confianza-. Estamos preparados.

49

Veinte minutos después, Liz y Mackay se dirigían de vuelta hacia Swanley Heath. Mackay había puesto un CD de las Variaciones Goldberg de Bach, pero Liz le pidió que lo apagase, así que todo estaba silencioso. Algo preocupaba su subconsciente.

– Ese hombre, Greeley… -apuntó.

– ¿Sí?

– ¿A qué se refería cuando habló de las «reivindicaciones» de Mansoor y D'Aubigny?

– ¿Qué quieres decir?

– Dijo algo así como «esa feliz pareja de gatillo fácil y sus reivindicaciones». ¿Por qué dijo eso? ¿A qué «reivindicaciones» se refería?

– Supongo que se refería a las mismas reivindicaciones que llevan al SIT a bombardear, disparar y quemar civiles inocentes en todo el mundo.

– No, no me lo trago. No usarías esa palabra para referirte a miembros de una célula terrorista profesional. No mataron a Ray Gunter y Elsie Hogan como una «reivindicación» de nada. ¿Por qué utilizó esa palabra, Bruno?

– ¿Cómo quieres que lo sepa, Liz? No había visto a ese tipo en mi vida.

– No he dicho que lo conocieras.

Él frenó en seco y el BMW se detuvo bruscamente. Se giró hacia ella solícito.

– Tienes que calmarte, Liz. Has hecho un trabajo genial y estoy deslumbrado por la forma en que has llevado la investigación… pero debes sosegarte. No puedes cargar todo el peso del caso sobre tus hombros o terminará hundiéndote, ¿vale? Estoy seguro de que opinas que soy el peor agente de campo del mundo, pero, por favor… yo no soy el enemigo.

Ella parpadeó. Hacia el horizonte, el cielo seguía de un gris acerado. La subida de energía que supusiera el café de Greeley y Delver se estaba agotando.

– Lo siento -susurró-. Tienes razón, estoy dejando que todo esto me obsesione.

Pero Mackay bien podía haber conocido a Greeley, pensó. Al fin y al cabo, Asia Central tampoco tiene un escenario de guerra tan amplio. «Nos desplegamos por la frontera…» ¿Por qué se sentía en caída libre? ¿Agotamiento? ¿Falta de sueño? ¿Qué era lo que no sabía?

Siguieron en silencio hacia Swanley Heath, y ya se encontraban a cinco minutos de la base británica cuando un chasquido de su móvil alertó a Liz de que había recibido un mensaje de texto. Leyó: LLAMA A JUDE. Pararon junto a la carretera, frente a una cabina de teléfonos. Mackay reclinó su asiento, mientras Liz salía al exterior y llamaba a Investigación. Lejos, a varios campos de distancia, distinguió un equipo de rastreo de la policía con sus fluorescentes cazadoras amarillas moviéndose a través de la maleza. La luz estaba desapareciendo rápidamente.

– Bien, ahí voy -empezó Judith Spratt-. A los padres de D'Aubigny les hemos sonsacado que la chica, desde los trece años, estuvo en un colegio cerca de Tregaron, en Gales, llamado Garth House. Una escuela pequeña, progresista, dirigida por un antiguo sacerdote jesuita llamado Anthony Price-Lascelles. La escuela se ha ganado una buena reputación admitiendo a chicos problemáticos que no responden a una disciplina convencional. La asistencia a clase es opcional, no tienen equipos organizados de deportes, animan a que se trabaje con formas artísticas libres, etc., etc. Enviamos un equipo, pero resulta que el lugar está cerrado por las vacaciones navideñas y Price-Lascelles se ha ido a Marruecos, a un lugar llamado Azemmour, donde tiene un piso de propiedad. El Seis ha mandado a un hombre esta mañana, pero el criado de Price-Lascelles le ha dicho que pasaría todo el día en Casablanca y que no sabía cuándo volvería. Así que tenemos a un tipo sentado a la puerta de su piso esperándolo.

– ¿No podemos preguntar a nadie más por la escuela? ¿Averiguar quiénes eran sus mejores amigos y esas cosas?