– Bueno, el problema es que ese colegio es muy pequeño. Tiene una página web, pero no es que ofrezca mucha información que digamos, nada que pueda interesarnos. Hemos realizado las búsquedas normales en la Red y hablado con todos los ex alumnos que hemos podido encontrar, pero nadie recuerda nada significativo sobre Jean d'Aubigny, más allá del hecho de que estuvo allí hace diez años, que tenía el cabello oscuro y largo, y que era muy reservada.
– ¿No habéis podido hablar con ninguno de sus profesores?
– No hemos rastreado a ninguno que recuerde nada significativo sobre ella. La impresión que hemos sacado es que tienen problemas financieros, y que por eso los profesores vienen y van con mucha facilidad. Parte del profesorado y del personal doméstico es extranjero, y casi seguro que les pagan en mano y en metálico.
– ¿No puede la policía abrir el colegio y revisar los expedientes? El Acta de Prevención del Terrorismo lo hace posible, ¿no?
– Sí, y estamos en ello. En cuanto tengamos algo, te lo haré saber.
– ¿Y antes de ir a Garth House, en Newcastle? ¿Con quién se relacionaba en sus días de colegio?
– Los padres no sueltan prenda. La policía ha estado preguntando y al final ha encontrado una familia paquistaní que la conoció en el centro islámico local, pero eso es todo.
– ¿Nada sobre París?
– Nada significativo. Un compañero de estudios llamado Hamidulá Suad la conocía bastante bien. Estudiaban juntos durante los exámenes y parece que fueron un par de veces al cine, pero dejaron de verse cuando ella le dijo que desaprobaba su estilo de vida. Aparentemente, se mantenía dando clases de inglés en una escuela de idiomas, pero al final la expulsaron al recibir quejas de que había expresado «opiniones extremistas» en diversas ocasiones frente a algunos clientes.
– O sea, que seguimos sin poderla conectar con East Anglia.
– Exacto. ¿Es necesario?
– No; puede que la chica sólo sea la tapadera de Mansoor, y en ese caso basta con que sea inglesa. Pero la pareja está huyendo, y si ella hubiera estado alguna vez en esta parte del país eso podría indicarnos hacia dónde se dirigen o incluso cuál es su objetivo. Así que no te rindas, Jude, por favor.
– No lo haré.
Diez minutos después, Mackay y ella llegaban al hangar de Swanley Heath y se sentaban frente al subjefe de policía Jim Dunstan, un hombre grande y directo, con fino cabello color arena, que retenía el aire bravucón del que, treinta años antes, había conducido al equipo de los Servicios Unidos a la victoria contra los Bárbaros de Twickenham.
– Nada -les dijo taciturno-. ¡Nada de nada! Y eso que hemos buscado con helicópteros toda la tarde, los nuestros y los del ejército, con perros y equipos de búsqueda militares; hemos peinado el terreno palmo a palmo de aquí a la costa y establecido controles de carretera por toda la región, pero…
– Sabíamos que iba a ser difícil -dijo Mackay diplomáticamente.
– Por supuesto que lo es. Y así se lo dije al Ministerio del Interior. Les expliqué que, por una vez en la vida, no era cuestión de recursos, y que el problema es poder controlar eficazmente a tanta gente, ya que te arriesgas a niveles inimaginables de confusión, falsas denuncias y malentendidos. En mi opinión, nuestra mayor esperanza es que un civil cualquiera los vea y nos avise. Lo que sería bastante factible si no fuera domingo, por supuesto, pero ¿qué más podemos hacer al respecto?
– No hay nada que señale un objetivo concreto -dijo Liz, frustrada-. Y nada que relacione a D'Aubigny con East Anglia en ningún momento del pasado. Los padres tienen un abogado aconsejándoles que mantengan la boca cerrada, así que…
– Así que dejemos que esos cabrones de la policía y el ejército le vuelen la cabeza a la niña y después montaremos el numerito, lo sé. Genial. -Miró sin entusiasmo la actividad que los rodeaba y adelantó su barbilla de forma beligerante-. Lo que necesitamos es un descanso y mucha suerte. A estas alturas, poco más podemos esperar.
Liz y Mackay asintieron, no podían añadir mucho más. El silencio fue roto por el móvil de Liz. Otro mensaje de texto, esta vez anunciando un correo electrónico. Se retiró a un rincón de la mesa y conectó su portátil.
50
– ¡Sal, vamos! -la apremió Faraj-. Pon las mochilas debajo del árbol y después ayúdame con el coche.
Jean colocó las mochilas con mucho cuidado contra la base del sauce. Comenzaba a llover de nuevo, estaba anocheciendo y el lugar parecía desierto. En verano quizá podrían haberse encontrado con un pescador tras un lucio o una perca, o con una pareja haciendo picnic. En una húmeda tarde de diciembre y a esa hora, había muy poco en aquel rincón que atrajera a paseantes o turistas.
Jean d'Aubigny conocía el lugar, sabía que el agua era profunda y que los visitantes serían escasos, si no inexistentes. Una ráfaga de recuerdos, casi dolorosos por su intensidad, pasó por su mente y rememoró que, cuando tenía dieciséis años, disfrutaba del aroma de la hierba del río al mismo tiempo que sentía los mareantes efectos del vodka y los cigarrillos en su estómago vacío.
Les había costado mucho encontrar el lugar, y además se retrasaron buscando carreteras comarcales y senderos que atravesaban las granjas circundantes, pero ahora se encontraban a más de 35 kilómetros al sur del pueblo donde habían robado el MGB, y desde que se toparan con el control de carreteras no habían visto ningún policía, sólo oyeron una distante sirena mientras cruzaban la carretera de King's Lynn. Diez minutos después atisbaron un helicóptero al norte, pero muy lejano, y eso fue todo. Como suponían que el robo del coche habría sido notificado rápidamente, se daban por satisfechos.
Faraj bajó las ventanillas del MGB y echó atrás la capota de vinilo. El coche se encontraba junto a un viejo puente que cruzaba el río. Frente a él, un tramo de resquebrajados escalones de cemento conducía a un estrecho camino que bordeaba la corriente de agua; desde la orilla opuesta, un estrecho canal de desagüe se desviaba hacia el norte, pero allí era profundo y lento, por eso siempre lo habían considerado un lugar perfecto para nadar. No es que quisieran hacerlo en aquellos momentos, el nivel era mucho más alto de lo que Jean recordaba y el agua tenía un denso color marrón. Al pie de los escalones, una capa de follaje, colillas de cigarrillos y envases de comida giraban en círculo arrastrados por un remolino.
Jean dio media vuelta y contempló los alrededores. Nada. En ese momento, Faraj la sujetó con fuerza por la muñeca, haciéndole una señal para que guardara silencio. Algo se movía junto al canal de desagüe, algo desplazaba silenciosamente los juncos. ¿Un animal? ¿Un perro policía? ¿Un submarinista de la policía? No se veía nada. Sólo la lenta e inquietante ondulación de los juncos.
Retrocedieron y se agacharon detrás del coche. Empuñaron sus armas y quitaron los seguros. Una ráfaga de viento provocó una cascada de agua desde las ramas húmedas que pendían sobre sus cabezas.
Los juncos que surgían del canal de desagüe se apartaron y el extremo gris verdoso de un kayak entró silenciosamente en su campo de visión; sentada en él, una figura vestida con impermeable verde oliva y capucha. Primero, Jean tuvo la paralizante sensación de que era un miembro de las Fuerzas Especiales, y cuando la figura se llevó unos prismáticos a la cara, la suposición pareció confirmarse. Pero los prismáticos apuntaban a la vegetación de la orilla, ignorando por completo el MGB del puente.
Recibieron otra ducha de gotas de lluvia procedente de los árboles. Un pequeño e indescriptible pájaro surgió de debajo del puente y voló hasta el roto tallo de un junco. Lenta, suavemente, los prismáticos giraron hasta centrarse en el pájaro y una sonrisa apareció en el rostro de la figura del kayak. Era muy joven, probablemente un adolescente, y sus labios parecían moverse en muda apreciación del vuelo del pájaro.