Con el corazón latiendo aceleradamente por el reflujo de la tensión, Jean volvió a colocar el seguro de su arma con el pulgar y miró de reojo a Faraj, para ver si éste había visto que el chico no suponía ninguna amenaza. El pájaro debió de captar su mínimo movimiento y se alejó rápidamente de su percha, lanzándose como una flecha bajo el puente. El joven siguió su vuelo unos segundos, bajó sus prismáticos y remó hasta la piscina que se formaba junto al puente. Entonces, hizo que su kayak diera media vuelta y desapareció por el mismo camino por el que llegara.
Ellos lo observaron alejarse y el cada vez más distante movimiento de los juncos, hasta que todo volvió a quedar silencioso e inmóvil. Esperaron durante diez agónicos minutos por si volvía, pero el paisaje donde tan inesperadamente había aparecido parecía haberlo reclamado.
– Tenemos que librarnos del coche -insistió Jean finalmente-. Los helicópteros que vimos antes eran militares y sus cámaras infrarrojas pueden captar el calor a través de los árboles.
– Bien, hagámoslo -asintió Faraj.
Metiendo medio cuerpo dentro del MGB, revisó que estuviera en punto muerto y quitó el freno de mano. Empujaron desde atrás, pero el viejo MGB era más pesado de lo que parecía y su centro de gravedad era muy bajo, por lo que tardaron varios segundos en conseguir moverlo por el resbaladizo barro. Lo dirigieron hacia los escalones hasta que se tambaleó al encontrar el primero, y con un pesado ruido chirriante se quedó clavado.
– El eje se ha atascado -susurró Faraj-. Maldito cabrón. Tenemos que seguir empujando.
Lo hicieron, con los hombros contra el cromado parachoques trasero y las suelas de sus botas hundiéndose en el barro.
Al principio no pareció que sucediera nada, pero entonces todo se precipitó. El cemento de los escalones se cuarteó y la parte trasera del MGB se elevó de golpe, pillando desprevenida a Jean y obligando a Faraj a sujetarla para impedir que cayera al río. El coche empezó a descender los escalones a cámara lenta. Cuando éstos se acabaron, el morro cayó a plomo y el coche dio media vuelta de campana, desplomándose sobre el techo con una ruidosa y espectacular salpicadura de agua. Luego se hundió hasta que sólo quedó una rueda por encima de la superficie.
– Maldito cabrón -repitió Faraj, soltando a Jean para enjugarse las salpicaduras de la cara. Bajó por los empapados y resquebrajados escalones, se sentó en el último y estiró los pies, apuntalándolos contra la expuesta rueda. Apoyando la espalda contra los peldaños y haciendo presión con las piernas, empujó con todas sus fuerzas. El coche giró un poco, pero se negó a seguir desplazándose.
– Espera -ordenó Jean.
Echando atrás y recogiendo con una goma su cabello mojado, descendió hasta situarse junto a él, pasó un brazo a su alrededor y se aferró a su parka con la mano libre. Faraj dudó un instante, pero finalmente hizo lo mismo, y ella sintió la presión de su brazo contra ella.
– A la de tres -dijo la chica-. Una… dos… ¡ahora!
Empujaron hasta que los músculos les temblaron por la tensión y los escalones se clavaron dolorosamente en su espalda. Ella sentía el brazo de Faraj vibrando y la débil resistencia del neumático contra su tacón.
– Casi -musitó Faraj jadeando-. Una vez más. Y ésta no nos detengamos.
Jean aspiró hasta llenar sus pulmones. De nuevo sintió como el borde de los escalones se clavaba inmisericorde en su espalda. Todo su cuerpo temblaba, sus oídos rugían y empezó a marearse.
– ¡No te rindas! -jadeó Faraj-. ¡No te rindas!
Lentamente, casi a regañadientes, el coche invertido superó el obstáculo que lo mantenía inmóvil, se alejó poco a poco y terminó hundiéndose en las aguas profundas que corrían bajo el puente. Intentando recuperar el aliento, Jean vio cómo el cromado del parachoques desaparecía poco a poco hasta hacerse invisible desde la orilla.
Subieron lentamente los escalones, y Faraj revisó la caja metálica que contenía la carga de C-4.
– ¿Todo bien?
El hombre se encogió de hombros.
– Al menos sigue aquí. Y nosotros también.
Jean estaba helada, sucia, hambrienta y calada hasta los huesos, y lo estaba desde hacía varias horas. Los terrores del día -y el repetido flujo y reflujo de la adrenalina- la habían dejado en un estado de agotamiento casi alucinatorio. Y sentía, como le ocurría desde hacía varios días, la implacable figura de un perseguidor. Una figura que se arrastraba como una sombra, que pisaba donde ella pisaba, susurrándole en la oreja maldiciones y amenazas. Quizá, pensó, era su antiguo yo intentando reclamar su alma. En aquel momento y en aquel lugar estaba dispuesta a creer lo que fuera.
En contraste, Faraj parecía inasequible al desaliento. Daba la impresión de que, en un momento determinado, hubieran desconectado su estado físico de su voluntad, de forma que ni el dolor, ni el miedo ni el cansancio pudieran afectarle si él no lo quería. Sólo existía la misión y la estrategia necesaria para llevarla a cabo.
Jean lo observó, y la austeridad de su autodominio la impresionó. Y también la asustó. Hubo ocasiones, sobre todo en Takht-i-Suleiman, en que estuvo segura de que la fe y la determinación le infundían la fuerza necesaria para seguir adelante, como a él. Pero ya no estaba segura de nada. Había renacido, sí, pero lo había hecho a una vida implacable. Faraj, comprendió, vivía esa vida desde hacía tiempo.
En la distancia, a un par de kilómetros de allí, se oía el rugido de un helicóptero. Por un segundo, ninguno de los dos se movió.
– ¡Rápido, debajo del puente! -exclamó Jean.
Dejando las mochilas bajo el árbol, descendieron los escalones a la carrera hasta el estrecho sendero y se lanzaron entre la empapada masa de zarzas. Las espinas rasguñaron la cara y las manos de Jean mientras se agachaba bajo el arco en una oscuridad casi total. Allí todo era silencio, a excepción del goteo del agua. Sintió la sangre correr por su rostro.
Tras un minuto, el sonido del helicóptero regresó, más fuerte esta vez, quizás a sólo un kilómetro de distancia, y aunque ella sabía que eran invisibles y que estaban fuera del alcance de sus equipos de detección, no pudo evitar encogerse contra la curvada pared de ladrillos. El ruido del motor se mantuvo unos segundos, y después se alejó.
Mientras Faraj mantenía la mirada fija en la sombría penumbra del río, Jean intentó vislumbrar el cielo a través del arco del puente y la oscura cúpula de follaje que, desde su posición, casi anulaba su visión. Anochecía rápidamente. A punto de llorar de agotamiento, temblando de frío, empezó a quitarse las espinas de la mejilla y el dorso de las manos.
– Creo que deberíamos bajar las mochilas y pasar la noche aquí -dijo en tono neutro-. Mantendrán los helicópteros, pero sus cámaras no pueden captar lecturas térmicas a través de los ladrillos y el cemento.
El la contempló con recelo, detectando la derrota en su voz.
– Si nos atrapan en campo abierto, podemos darnos por muertos. Muertos, Faraj. Aquí al menos somos invisibles.
El permaneció silencioso unos segundos. Después asintió.
51
Liz estaba a punto de descodificar sus mensajes electrónicos cuando advirtió que Don Whitten se inclinaba hacia delante y ocultaba la cabeza entre las manos. Mantuvo esa posición un par de segundos, antes de que, con la cara crispada y los puños cerrados, maldijera en silencio hacia el distante techo del hangar.
Allí estaban reunidos dieciocho hombres y tres mujeres: seis de ellos oficiales del ejército, y todos, excepto Kersley, el capitán del SAS, vestían uniformes de combate. De las tres mujeres, una era agente del Cuerpo Real de Logística, otra era una agente local del Departamento de Investigación Criminal y la tercera era la policía Wendy Clissold. Todos callaron al unísono y contemplaron al enfurecido Whitten.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Dunstan.