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– ¿Dos? No te imaginaba tan golosa.

– No lo soy. Es que estoy enamorada de mi dentista.

El se alejó agitando la cabeza y balanceando su propio portátil con la mano derecha. De camino a la mesa forrada de plástico que delimitaba la zona de la cantina, se encontró con Wendy Clissold, que se masajeaba las sienes y contemplaba cómo se disolvía un Alka-Seltzer en un vaso de plástico.

– No tendrá nada contra el dolor de culo, ¿verdad? -le preguntó en un tono lo bastante alto como para que Liz lo escuchara.

Ella sonrió y volvió a centrarse en el mensaje de Wetherby. No obstante, a medida que lo leía, su sonrisa fue desapareciendo. La actividad que la rodeaba pareció remitir y el rumor imperante en el hangar desvanecerse. Cuando Mackay regresó, ella miraba fijamente al frente, sin expresión y con las manos cruzadas.

52

– ¿Cuánto crees que saben? -preguntó Faraj.

– En mi opinión, debemos asumir que saben quiénes somos -respondió Jean tras pensarlo un instante. Hablaban en urdu-. Los eslabones débiles de la cadena son el conductor del camión, ya que te vio, y los otros ilegales.

– Ellos no saben nada sobre mí. Todo lo que les dije era falso.

– Pero pueden reconocerte, igual que la mujer que me alquiló el bungalow puede reconocerme a mí. Saben quiénes somos, créeme. Estamos hablando de británicos, y los británicos son gente vengativa. No les importa ver cómo sus ancianos mueren de hambre en asilos estatales o de negligencia en sucios pasillos de hospital, pero cáusale daño directamente a alguien, como el pescador, la anciana, el dueño del MGB… y te perseguirán hasta el fin de los tiempos. Nunca, jamás se rendirán. Estoy segura de que la gente que dirige esta operación contra nosotros son los mejores que tienen.

– Ya veremos. Deja que envíen a sus mejores hombres contra nosotros, no podrán detenernos.

Jean frunció el ceño.

– Han enviado a su mejor hombre. Pero su mejor hombre resulta que es una mujer.

Faraj cambió de postura en el estrecho sendero que recorría el margen del río bajo el puente. Una hora antes se habían cambiado de ropa y puesto la muda seca que Jean guardara en las mochilas aquella misma mañana. Se dieron la espalda para hacerlo a causa de un instintivo sentido del pudor, pero cuando una desnuda Jean movió los brazos y tocó a Faraj sin querer, sólo los reflejos de él impidieron que ella cayera al río. El la sostuvo un segundo antes de soltarla. Ninguno de los dos dijo nada, pero el incidente quedó allí, entre ellos, sin resolverse.

– ¿Qué quieres decir? ¿Una mujer?

– Han enviado a una mujer. Puedo sentir su sombra.

– ¿Te has vuelto loca? -exclamó Faraj, irguiéndose sobre un codo-. ¿Qué estupidez es ésa?

Ella se encogió de hombros, aunque sabía que el gesto era invisible para él.

– No importa.

Oyó un resoplido de irritación. Estaban casi cabeza contra cabeza, envueltos con las delgadas mantas que Diane Munday ofrecía a sus inquilinos. Ahora que Jean no se sentía empapada, el frío no le parecía tan terrible. Peor lo había pasado en el campamento de entrenamiento. Y sobre terreno más duro.

– Hoy hemos matado a dos personas -susurró ella, con la destrozada cabeza del chico flotando otra vez ante sus semicerrados ojos.

– Fue necesario. No tuvimos elección.

– No soy la misma persona que era esta mañana, cuando despertamos.

– Eres una persona más fuerte.

Quizá. ¿Sentía esa fuerza? ¿Aquella duermevela, aquel distanciamiento de los acontecimientos era fuerza? Quizá sí.

– El paraíso nos espera -aseguró Faraj-. Pero todavía no.

Ella se preguntó si él creía realmente sus palabras. Algo en su voz -una débil nota de ironía- hizo que dudara.

– ¿Te espera alguien en este mundo? -En otras ocasiones él había mencionado a sus padres y una hermana. ¿Habría una esposa?

– No, no me espera nadie.

– ¿Nunca te has casado?

Faraj no contestó. A pesar de la oscuridad, ella pudo captar una fuerte resistencia a sus preguntas.

– Mañana podemos acabar muertos -insistió-. ¿Ni siquiera podemos hablar esta noche?

– No, nunca me he casado -respondió Faraj. Pero ella supo que sí hubo alguien-. Murió -dijo por fin.

– Lo siento.

– Tenía veinte años. Se llamaba Farzana y era costurera. Mis padres querían para mí a una tajika con una buena educación. Ella no era nada de eso, pero… les gustaba. Era una buena persona.

– ¿Era guapa? -preguntó Jean, consciente de la trivialidad de la pregunta.

El la ignoró. Y Jean, impotente, se dedicó a contemplar el cielo nocturno. Jamás había sentido que la distancia que los separaba fuera tan grande. A causa de la rapidez con que él se había adaptado a su entorno, fue fácil olvidarse que provenía de un mundo diferente al suyo, tanto como pudiera imaginarse.

– Háblame de ella -pidió, sintiendo que de alguna forma, y a pesar de sus protestas, él quería hacerlo.

Faraj se removió en su manta y durante casi un minuto no dijo nada.

– ¿De verdad quieres saberlo?

– De verdad quiero saberlo.

El silencio se prolongó unos segundos más, hasta que por fin dijo:

– Yo estaba en Mardan, en una madraza. Era más viejo que la mayoría de los estudiantes, ya tenía veintitrés o veinticuatro años cuando ingresé, y mucho menos extremista en términos religiosos. De hecho, creo que a veces se desesperaban ante mi actitud. Pero les era útil, ayudaba en la administración, repasaba y mantenía en funcionamiento los dos viejos taxis Fiat con los que contábamos… Ya llevaba allí casi dos años cuando llegó una carta de Daranj, Afganistán, donde me anunciaban que mi hermana Laila se había prometido. El hombre era tajiko, como nosotros, y como nosotros había intentado cruzar la frontera y establecerse legalmente en Pakistán. Pero se rindió tras sufrir varios fracasos y regresó a Dushanbe. Mis padres decidieron acompañarlo. No obstante, primero organizaron una fiesta para sellar el compromiso.

»Como hermano mayor de Laila, yo era un invitado importante. Pero a mi padre le preocupaba que si cruzaba la frontera y entraba en Afganistán, luego no pudiera volver a Pakistán. Decidí arriesgarme, en parte porque quería asistir al compromiso y en parte porque yo también quería casarme. Ya llevaba tiempo comprometido con Farzana, la hija de una familia pastún que vivía cerca de nosotros, en Daranj. Habíamos intercambiado cartas y regalos, y estábamos de acuerdo en que éramos… bueno, en que estábamos destinados el uno para el otro.

»Al final, crucé la frontera y viajé hasta Daranj oculto en la caja de un camión que se dirigía a Kandahar. Llegué el mismo día de la fiesta de compromiso y pude conocer a Khalid, el futuro marido de mi hermana. Esa tarde dio comienzo la fiesta con el festín tradicional que duraría toda la noche. Debes recordar que aquella gente tenía muy pocas oportunidades de reunirse y divertirse un poco, y que no pensaban desperdiciar aquella ocasión de bailar, cantar y encender fatakars, fuegos artificiales caseros.

»Fui el primero en ver el avión norteamericano. Eran bastante habituales en la zona (en los alrededores de Kandahar y en la frontera llevaban a cabo misiones con cierta regularidad), y normalmente los ignoraban. La mayoría de la gente de Daranj odiaba a los talibanes, pero tampoco apreciaban demasiado a los norteamericanos, y no colaboraban con los hombres de inteligencia que pasaban por la aldea a intervalos más o menos regulares buscando información.

»Lo extraño era que el avión volase tan bajo. Era enorme, un transporte AC-130, como descubrí después. La ceremonia de compromiso tenía lugar en un pequeño campamento fuera de la ciudad, y yo me había alejado un poco, hasta la cumbre de una colina cercana, para meditar con tranquilidad. Me sentía feliz con mi vida. Le había propuesto matrimonio a Farzana, y no sólo ella había aceptado, sino que sus padres también nos daban su permiso. Debajo de mí, la fiesta en honor de Laila y Khalid estaba en su apogeo, con los fuegos artificiales restallando en el cielo, la música a todo volumen y los rifles disparando al cielo.